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El Guasón de Colorado y su añeja Constitución, por Leila Macor

Foto: Leila Macor

Al día siguiente, una mujer compraba un rifle para su hija de unos siete u ocho años, en la misma tienda donde el Guasón había adquirido las armas con las que mató a 12 personas durante la noche. “Éste es muy grande para ti, cariño, vamos a buscarte otro”, dijo la madre, con una voz muy dulce, como si estuviera comprándole los zapatos de la primera comunión. Yo temblaba cuando saqué la foto a escondidas, tras un anaquel de la tienda, y sólo conseguí esta toma desenfocada. Lo último que quería en la vida era enfurecer a una señora que le compra armas a sus hijos como rito iniciático.

Estaba en Aurora, una ciudad anodina en las afueras de Denver, la capital de Colorado, un estado del Mid-West que aloja las Montañas Rocosas y donde las mayores actividades al aire libre son la caza y la pesca. Me había enviado AFP para cubrir el tiroteo y llegué en la mañana del viernes, 10 horas después del ataque. La ciudad parecía desierta, no sé si por efecto de la tragedia o porque estos suburbios gringos no suelen ser muy vitales, menos bajo 40 grados a la sombra. Muy pocos carros tenían que ser desviados de la avenida que pasa frente al cine, clausurado en un cordón policial que tomaba una manzana. En el estacionamiento, cientos de periodistas habían montado campamento y, bajo toldos de campaña, ya estaban transmitiendo hacía horas.

“Tengo su cabeza en mi regazo y ella grita «mis entrañas están en el piso, mis entrañas están en el piso»”, me contó una de las víctimas. La conocí en el hotel, mientras estaba desayunando. Era una mujer que no conseguía comer y de golpe comenzó a llorar. A llorar de verdad, como sólo se llora cuando se muere alguien. Me acerqué a ella, le puse la mano en el hombro. Le sonreí, le ofrecí ayuda. Tal vez la había dejado el novio. Pero no. Apenas la toqué empezó a vomitar todo lo que había visto en el cine aquella noche. Había salido ilesa y ahora, en una extraña respuesta al trauma, se estaba escondiendo en el mismo hotel donde yo me albergaba. “No merezco estar aquí, no merezco estar aquí”, decía. Le parecía injusto haber sobrevivido. Me senté con ella y hablamos más de una hora. Me dijo que un hombre gritaba “mi hija de seis años, mi hija de seis años”. Abría los ojos con terror a medida que recordaba. Hablaba de aquello en presente. “A un hombre le explota la cabeza. Parece como si hubiera hervido de golpe, como si le estallara una burbuja aquí”, repitió varias veces, dibujando una bola con las manos delante de su frente.

Espero haberla convencido de que aceptara la ayuda terapéutica dispuesta por la ciudad, que para entonces ya estaba atendiendo a 200 personas. “Todo el mundo me dice eso, pero no quiero”. Y se fue, en la bruma del anonimato, sin haber podido tragar ni un sorbo de café.

En la radio, un locutor vociferaba contra los “izquierdistas” que luchan por la prohibición de la venta de armas en Estados Unidos. Su argumento, igual al de muchos de los que lloraban, encendían velas y honraban la memoria de las víctimas, era que si hubiera habido alguien –cuerdo– armado en el cine, podría haber matado al asesino. No los convence el obvio argumento de que era muy improbable que alguien pudiera matar al Guasón en un cine oscuro y nublado por los gases. La respuesta de la población no fue tanto la indignación por la facilidad con la que James Holmes, un probable esquizofrénico ineficazmente tratado, compró tantas armas. La respuesta de la población fue, en su mayoría, la compra de más armas: ese fin de semana, las ventas aumentaron 41% respecto al fin de semana anterior, según el Denver Post.

Foto: Leila Macor

Bass Pro Shops es una cadena de tiendas de armas que tiene decenas de sucursales en todo el país. Holmes compró en la filial de Denver algunas de las suyas. Al día siguiente de la matanza, yo podría haber comprado allí una Beretta por 260 dólares. El enorme local, en un centro comercial entre un Starbucks y una taquería, estaba lleno de familias con niños pequeños. Los anaqueles mostraban filas y filas de rifles. Pero nada de eso llama la atención de los ciudadanos: el derecho a portar armas en Estados Unidos está consagrado por la Constitución que define al país y ay de quien se atreva a cuestionarla. Es así como los lobbies a favor y en contra de la venta libre de armas se encuentran en un punto ciego, donde la discusión se convierte en un duelo entre quienes respetan la Constitución (los “patriotas”) y quienes cuestionan su validez (los “izquierdistas”).

La Segunda Enmienda de la Constitución dice que todos tienen derecho a comprar y portar armas y ese, en Estados Unidos, es un valor tan sagrado como el de la libertad de expresión o de culto. Todos hemos visto películas y sabemos el carácter mesiánico que adjudican los estadounidenses a la Palabra de sus “padres fundadores”. Incluso el director de la escuela secundaria Columbine, Frank De Angelis, me sorprendió con su defensa de este dictado. Yo esperaba encontrar en él a un amigo de la prohibición, después de los tiroteos hace 13 años en su liceo. Pero De Angelis me dijo que no era justo quitarle a alguien el privilegio de tener una pistola si así lo quiere. “Los ciudadanos respetuosos de las leyes en Estados Unidos compran armas legalmente y no queremos quitarles ese derecho, que está en nuestra Constitución”, fueron sus palabras exactas.

No obstante, esa Sagrada Enmienda fue escrita hace más de 200 años, poco después de la declaración de Independencia del Imperio Británico, cuando el medio y el lejano Oeste eran tierra de nadie. Y vaya que había que defenderse. Pero entonces los fusiles no lanzaban rondas de 60 balas por minuto, sino a lo sumo una bala como cada 15 minutos que, encima, debía ser recargada tras cada disparo luego de reponer -manualmente- la pólvora en el cañón.

En cambio, dos siglos más tarde, un hombre es capaz de empuñar una Remington con 300 cartuchos y un fusil AR-15 con un cargador especial que soporta 100 municiones, ir al cine e intentar matar a todo el público. Consiguió balear a casi la mitad de la sala: la policía dijo que, de los 58 heridos, prácticamente todos tenían lesiones de bala. Además murieron doce personas, entre ellas la niña de seis años de la que me había hablado la mujer del hotel.

Y, mientras tanto, Holmes había dejado su apartamento convertido en una bomba de tiempo. La policía tuvo que desalojar cinco edificios a su alrededor para desactivar los explosivos. “¿Por qué nos quería matar a todos?”, me dijo Soledad, la dueña de un restaurante mexicano del vecindario. Se le llenaron los ojos de lágrimas. “¿Qué le hicimos?”.

Nada. Holmes vive en una sociedad que defiende la Segunda Enmienda, es todo. Tiene derecho a comprar todos los fusiles AR-15 que le apetezcan. Tiene derecho de enloquecer y de obedecer las voces de su locura. Porque cualquier intento de controlar o reducir la venta de armas es, en este país, un debate perdido de antemano. Con la Constitución no se discute.

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Leila Macor es corresponsal de la agencia de noticias AFP en Los Ángeles.
Blog: escribirparaque.blogspot.com
Twitter: @LeilaMacor