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Ventajas de la reescritura, por Patricio Pron

Una observación personal, que quizás sorprenda a los más jóvenes: los que somos hijos de activistas o militantes políticos argentinos de la década de 1970 nunca fuimos al estadio con nuestros padres, que consideraban (no sin cierta razón) que el fútbol es algo así como el opio de los pueblos. Claro que esta no es la única manera de concebir los vínculos entre la política y el deporte de masas en Argentina -véase el excelente artículo de Gustavo Veiga aquí y esa magnífica novela de Martín Kohan que es Dos veces junio, entre otros-, pero lo que importa es que ésa es la manera en que era concebido durante nuestra infancia por nuestros padres, y que por ello muchos nos aficionamos tardíamente al fútbol, cuando éste ya no podía representar para nosotros lo que representa para tantos de nuestros amigos y colegas: una especie de país de la infancia.

Yo no echo de menos ese país y tampoco las circunstancias en las que comencé a interesarme por el fútbol gracias a mi amigo C.G. de Isla, que me llevó por primera vez a un estadio a ver al Rosario Central -que, a todos los efectos, es “mi” equipo-, lo que equivale a decir que me dio una pistola cargada con la que dispararme una y otra vez en el pie, pero antes me mostró el vídeo del que consideraba el mejor partido de fútbol de la historia. Ese partido era el FC Barcelona-Sampdoria del 20 de mayo de 1992 en el que el Barça obtuvo su primera Copa de Europa: tendrían que pasar varias décadas -y una sucesión ininterrumpida de fichajes absolutamente disparatados y de resultado pésimo (1)- para que volviera a ver esas catedrales sobre el césped; curiosamente, de la mano de uno de los hombres que estuvo en el campo aquella noche y otra noche en una habitación en *osario ante mi asombro.

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Todo esto viene a cuento, si acaso, para decir que no soy el lector ideal de un libro dedicado al RCD Espanyol, en particular si éste echa por tierra con argumentos sólidos uno de los mitos más queridos por quienes somos culés: el del supuesto antifranquismo y el catalanismo acendrado del club, que hace de la identificación con sus colores una especie de identificación con la lucha antifranquista y con algunas de las mejores cosas de este país, llámese España o Catalunya. Enric González -bien conocido por los lectores como el autor de las magníficas Historias de Londres (1999), Historias de Nueva York (2006), Historias del Calcio (2007) e Historias de Roma (2010), reunidas recientemente por RBA en Todas las historias (2011)- demuestra en Una cuestión de fe cómo la leyenda del Barça resistente fue una construcción de Manuel Vázquez Montalbán y de otros intelectuales y periodistas catalanes ansiosos por reescribir la Historia, pero no lo hace atribuyendo ese carácter antifranquista al Espanyol, como sería prescriptivo en un país que sólo puede pensar en términos dicotómicos como España. En realidad, viene a decir González, ambos clubes fueron franquistas cuando debieron serlo y antifranquistas cuando el sentido común dictaba que lo debían ser, de manera que las visiones contemporáneas de su historia no son más que el resultado de un enfrentamiento tácito entre ambos clubes en el marco del cual el Barcelona supo reinventarse y el Espanyol no pudo hacerlo, con el consiguiente fracaso no sólo deportivo de la institución.

Una cuestión de fe tiene el raro mérito de hacer atractivo ese fracaso en un contexto en el que las identidades futbolísticas y los textos que las glosan se articulan en torno a victorias y no a decepciones. Si es cierto que “la identidad del Espanyol se ha construido desde la minoría, con derrotas muy dolorosas, una época de exilio y una constante necesidad de resistir” y es, por lo tanto, “la fe” (66) en los triunfos futuros y permanentemente postergados, es difícil imaginar por qué razón uno es del Barcelona, que hace de la épica del fracasado uno de sus argumentos principales. A mí se me ocurren dos: la plasticidad de su fútbol -que González se resiste aquí a llamar “belleza” (véase 48-50)- y el hecho de que su causa ha sabido inspirar textos magníficos (como el Rosario Central, por cierto). Éste de Enric González -que aparece en la colección de libros sobre fútbol de la pequeña editorial madrileña Libros del K.O. en la que ya han aparecido textos breves de Manuel Jabois, Marcos Abal, Julio Ruiz, Antonio Luque y Ramón Lobo- es tan bueno que merecería haber contribuido a la causa del Barcelona.