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Breve sobre Bill Evans, por Armando Coll

Pasé días, tal vez semanas en que me sorprendía a hora diversa, bien tarareándola o siguiendo mentalmente las variaciones que elevaban la tonta melodía navideña a la cima de la interpretación, la forma de explorar un acorde una y otra vez para descubrir siempre una veta insospechada. Que solo Bill Evans lo hacía posible en un piano.

¿Pero por qué tengo pegada tan extemporánea melodía a toda hora?, me preguntaba sobre la recurrencia de “Santa Claus Is Coming To Town” en mi memoria auditiva, ese Ipod fidelísimo que todos llevamos en el alma.

El caso era que hubo un tiempo en que sí escuchaba una y otra vez el tema interpretado –una y otra vez– por Bill Evans, sobre todo en las versiones de Further Conversation With My Self, disco en el que el maestro, hace exactamente eso, conversa consigo mismo; ejecuta el tema sobre una toma previa para dar paso a un contrapunto infinito, suerte de juego de espejos sonoro. Un trabajo de estudio equiparable al del mismísimo Glenn Gould, tal vez sólo en que ambas obras se incubaron en el frío aire acondicionado de una cabina de grabación.

Pasó que su estilo resultó muy al gusto de Miles Davis y Evans devino el blanquito, el único, en la banda del célebre trompetista.

Entre genios no hay racismo, ellos saben reconocerse entre sí por encima de cualquier determinismo circunstancial, pero a Miles le gustaba gastarle bromas al tímido y retraído Evans y es testimonio del baterista Jimmy Cobb que cierta vez que el pianista manifestó su parecer en mitad de una grabación, el trompetista lo espetó: “Hombre, tranquilízate. No nos interesa la opinión de un blanco”. Evans no sabía si tomárselo en serio, mientras Davis contenía la risa a sus espaldas.

Miles sentía devoción por Evans. Sabía que el pianista blanco de New Jersey era el indicado para el tramo de creación que atravesaba en ese momento: el jazz modal.

Y no se trataba solo de que ambos pertenecieran de nacimiento al Olimpo del jazz, sino de una comunión de sensibilidades que transformó el jazz para siempre. Sería un Evans, una vez más, el que aquilatara el estilo de Miles; otro Evans, Gil, había influido de forma irrenunciable para el trompetista de Birth of The Cool.

Es lugar común advertir la influencia del impresionismo musical francés, Claude Debussy sobre todo, en el piano de Bill Evans: basta escucharlo.

Pierre Boulez, citado por Alejo Carpentier, deja saber a propósito de su compatriota Debussy: “…el autodidacta es temible cuando en él actúa una cierta voluntad de poder basada en lagunas e ignorancias” (1)

Contrasta Boulez con respecto a la ascendencia académica de Debussy: “…ese tipo de autodidacta primigenio descubre perpetuamente ciertos academicismos que sólo a él maravillan. Más que un frescor cándido y grato en el descubrimiento repentino de lo trivial, esa tendencia implica una esterilidad siempre en falta de procedimientos; una invención que no pasa de astucia; un aliento anémico. Debussy”, subraya Boulez, “en cambio, sabe, pero al propio tiempo, rechaza ese saber heredado y prosigue un sueño de improvisaciones vitrificadas”.

No sé si lo de “improvisaciones vitrificadas” aplique al arte de Bill Evans, pero algo coincide con Debussy en el análisis de Boulez. Bill Evans provenía de la academia. Tocó el concierto número 3 para piano de Beethoven al salir de la Universidad. Beethoven, vaya.

Evans sabía, y cómo, y ante ese saber no se ofuscó ni renegó sino que lo decantó en una sensibilidad que dejó estela en el jazz hasta hoy.

Habría que contrastar, por lo demás la apreciación de tan ilustres pedantes –Carpentier y Boulez—si el caso es que Red Garland, sin los estudios debidos, introdujera un tema con unos arpegios indudablemente tributarios de Bach. Tal vez Bach habría querido descubrir a Garland.

No conforme con su tarea beethoveneana que le valió su grado universitario, su entendimiento con la cromática de Debussy, animó a Evans a vérselas igual con Schönberg y la Escuela de Viena. El dodecafonismo.

Y compuso “Twelve Tone Tune”.

Bill Evans salda la deuda con la doctrina dodecafónica con un tema que tributa a los músicos de Viena al demostrar la fugacidad de sus pretensiones.

Todos sabemos cómo terminó sus días Bill Evans, con el hígado y los pulmones destrozados. Cualquiera que lo vea en los tiempos en los que hacía trío con el contrabajista Scott La Faro y el baterista Paul Motian; quien lo viera inclinado sobre las teclas, de traje oscuro y corbata, perfectamente peinado hacia atrás, la frente clara, anteojudo cual ensimismado scholar –que en otra y mejor vida habría de dictar una charla sobre la influencia de Claude Debussy en la música del siglo XX en algún distinguido campus–, tocando quedo el “Waltz for Debby”, tiernísimo tema a él debido, tendrá dificultad en juntar las piezas de tan oneroso destino para quien nació con todo lo que a Dios puede pedírsele.

Habrá quien se pregunte por qué escribo justo ahora sobre Bill Evans. No creo en efemérides ni en la pertinencia de los números redondos como pretexto. Escribo sobre Evans, sobre todo, por lo mucho que su música me acompaña, incluso sin que me dé cuenta. Pero, si a ver vamos, hay un dato coincidente con la fecha: hace 40 años, en 1972, el pianista conversaba con Les Tomkins y, entre otras cosas le decía: “No siento necesidad de expresar frustración o rabia, ni nada que se les parezca. De hecho, la única razón que tendría para hacerlo sería si se tratara de una obra dramática, como una ópera, o algo así. Pero jamás expresaría mi propia frustración o rabia, no le impondría eso a los demás”.

Así era Bill Evans. Así sonaba.

***

Una mañana desperté a tiempo para escuchar el bramido de la camioneta del vecino antes de salir. Y en la duermevela oí cuando abría la reja del estacionamiento sobre el insensible y monocorde bajo del bien entonado motor de su nave; un chirrido apenas que componía la melodía inicial de “Santa Claus Is Coming to Town”, exacto con todas sus notas y armónicos y entre trinos de querre querres confundidos y agrios gritos de loros y estridentes guacamayas, escalaba el éter, el cielo que ignoramos. Mi, fa, sol, sol…sol, la, si…

El mismo fraseo –sol…sol, la, si– que oiría yo cada vez que al salir, fatigaba el peso de la reja y el ruido de su oxidado mecanismo se elevaba hecho arpegio, suave sobre el espeso rumor de la mañana, sin yo advertirlo. Y volvía a sonar el arpegio en el mismo orden al cerrar la reja, mecánico como casi todo con lo que hemos de lidiar en la rutina del día. De ahí, que me pasara el resto de la jornada solfeando a ciegas “Santa Claus Is Coming to Town”.

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Notas:

1.-Carpentier, Alejo. Ese músico que llevo dentro. Alianza Editorial. 1987