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Atletas o políticos, por Juan Gabriel Vásquez

Ya sabíamos que el fútbol es inseparable de la política (es su termómetro a veces y a veces su espejo involuntario), pero en esta Eurocopa lo está siendo más que nunca: Europa está en crisis y las crisis exacerban todas las pasiones que también exacerba el fútbol, del nacionalismo ramplón a las ansiedades identitarias.

Antes de que comenzara el campeonato, Rajoy hizo un pequeño ridículo cuando se fotografió, con la camiseta de la selección española, mientras rogaba a los jugadores que por favor ganaran, que España lo necesitaba. Portugal ha hecho un ridículo un poco más grande: se trata de uno de los países más pobres de la unión, candidato constante al desequilibrio económico, y ha sido sin embargo uno de los que más dinero ha gastado en su misión futbolística (por no hablar de sus jugadores pavoneándose por la ciudad con sus carros de cientos de miles de euros).

Pero lo más comentado en Europa ha sido la visita de tres jugadores alemanes y el técnico Joachim Löw al campo de concentración de Auschwitz. Ignoraré siempre por qué se trató de presentar la visita como algo de bajo perfil, cuando justamente su única utilidad era ésta: que se supiera. Muchos vieron el asunto entero con cinismo, y en ello no hay sorpresa: la imagen de tres veinteañeros con salarios ridículos visitando los escenarios del Holocausto se prestaba con facilidad al sarcasmo. En Der Spiegel, alguien preguntó: “¿Qué van a decir en Auschwitz estos jugadores? ¿Que lo sienten mucho?”. Por fortuna, los visitantes fueron pocos (no hubo unanimidad ni tufillo programático), y no es gratuito que dos de los tres jugadores, Klose y Podolski, fueran de origen polaco. Todas las preguntas que uno puede hacerse después de esa visita abiertamente simbólica son interesantes: ¿quiénes no quisieron ir? ¿Qué sabían Klose y Podolski antes de pasear por el campo? ¿Qué aprendieron allí? Los conservadores ingleses recibieron hace poco al sacerdote Tadeusz Rydzyk, cuya emisora Radio Maryja es uno de los baluartes del antisemitismo en Polonia, y eso causó un leve escándalo: ¿lo sabían los jugadores alemanes?

A mí, al contrario de tantos que en los medios europeos se mofaron de la puesta en escena, me pareció afortunada la coincidencia entre la visita de los muchachos alemanes y un campeonato de fútbol que se ha desarrollado, más que en años recientes, bajo el signo del racismo. Gritos simiescos a Ballotelli y multas a Croacia, un antiguo jugador inglés que aconseja a los hinchas negros no ir a Polonia para no “volver en un ataúd”, una Grecia que juega declaradamente para vengarse de Angela Merkel mientras un partido neonazi entra al Parlamento. El racismo, como tantas formas de la imbecilidad, se expande si se le tolera, pero se esconde si encuentra resistencia. ¿Qué hubiera pasado después de 1936, año de los juegos olímpicos abiertamente racistas de Munich, si Estados Unidos los hubiera boicoteado como lo hizo España, por ejemplo? Pero no los boicoteó: participó de buen grado e incluso retiró a algunos atletas judíos para no molestar a Hitler. Es que Avery Brundage, líder del comité olímpico de Estados Unidos, creía que la política no jugaba ningún papel en los deportes. “Los juegos olímpicos pertenecen a los atletas y no a los políticos”, dijo.

Si tan sólo las cosas fueran así de claras.