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Todos esos objetos inútiles en nuestras manos, por Patricio Pron

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Me di la vuelta al escuchar mi nombre y vi a uno de mis compañeros de clase, que corría hacia mí arrastrando un carro de la compra repleto de productos. En la somnolencia de las horas que precedían a las clases en el instituto, que a menudo se extendía a las clases y no me soltaba hasta el mediodía, no me resultó sorprendente que mi compañero arrastrase un carro de la compra por una calle desierta a una hora en la que todos los supermercados estaban cerrados; lo que me sorprendió fue su ofrecimiento: «Pron, ¿querés arroz?» / Negué con la cabeza. / «¿Querés fideos? ¿Sidra? ¿Yogures? Tengo de todo. ¿Chorizo?», insistió. / «¿De dónde has sacado todo esto?», le pregunté. / «Del supermercado de acá a dos calles, lo acabamos de robar. Ahora te dejo porque viene la policía», dijo y echó a correr. / A unos pasos de nosotros aparecieron unos policías que empezaron a disparar al aire con sus rifles y yo busqué el refugio del instituto. // Esto sucedió el veintinueve de mayo de 1989. Mi memoria está maltrecha tras años de excesos principalmente químicos, pero, si puede recordar la fecha exacta en que aquello sucedió, es porque forma parte de las efemérides de la ciudad donde nací, *osario. / Ese día y los siguientes las tiendas, los supermercados y los almacenes de alimentos de la ciudad fueron saqueados por una multitud espontánea que venía de los barrios de chabolas, tenía hambre y estaba furiosa; en apenas algunas horas, la muchedumbre asaltó más de trescientos comercios y la rebelión sólo pudo ser ahogada con un saldo de tres muertos, cien heridos y mil quinientos detenidos. Muchos, en particular los dueños de pequeños almacenes y tiendas de comestibles, lo perdieron todo y se deslizaron en el transcurso de esas horas al lado del hambre y de la indignación en el que se encontraban quienes les habían robado. / En mi recuerdo, ese odio y esa indignación estaban justificados, puesto que los meses anteriores habían sido de un flagrante desabastecimiento y de una inflación cuya descripción sólo puede ser considerada una exageración por quien no haya vivido por entonces en Argentina. A veces me sorprende que cierto tipo de literatura equipare lo real con lo verosímil, ya que en muchas ocasiones lo verosímil no es real y lo real no es verosímil, y esto sucede sobre todo en los tristes trópicos latinoamericanos en que se encuentra Argentina. A riesgo de no resultar verosímil, sin embargo, quizás valga la pena recordar la experiencia real de aquellos días: los precios cambiaban en el tiempo que mediaba entre que se cogía un producto en los anaqueles de un supermercado y se lo presentaba a la cajera; a veces, incluso, el comprador era asaltado por un empleado de la tienda que merodeaba por el local furtivamente y cuya tarea consistía en interceptar a los clientes en su camino a la caja para etiquetar con nuevos precios los productos, que el empleado arrebataba del carro de la compra o de las manos del comprador. Naturalmente, estas situaciones provocaban indignación y quejas por parte de los clientes; cuando estos comenzaron a dejar de quejarse y las tiendas de alimentos empezaron a llenarse de personas silenciosas y con la mirada extraviada, todos comprendimos que algo grave iba a suceder, y que lo haría pronto. / En esos días vi a policías balear a un grupo de adolescentes, vi a propietarios de las tiendas de comestibles contratando a los miembros de las fuerzas de seguridad y exigiéndoles que disparasen a matar si era necesario para evitar los robos, vi a tres personas disputándose un trozo de carne en plena calle como si fueran perros, vi a dueños de tiendas enzarzándose en discusiones con sus propios empleados, que engrosaban las filas de los saqueadores, y vi también -y esto es tal vez lo más interesante- cómo el dinero perdía toda utilidad y cómo la dificultad de comprar alimentos, porque las tiendas estaban cerradas por temor a los robos o habían sido saqueadas ya, y la imposibilidad en general de salir de la casa sin correr el riesgo de ser asaltado o baleado, convirtió al dinero en un objeto meramente decorativo, papel sin ningún valor excepto el de ser el fetiche de y la supuesta puerta de entrada a un mundo de posibilidades que, sin embargo, era completamente inalcanzable allí y entonces, no importaba cuánto dinero tuvieras.

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Nací en *osario en diciembre de 1975. Unos meses antes, en junio de ese año, el entonces Ministro Celestino Rodrigo lanzó un plan económico consistente en una devaluación del 160 por ciento de la moneda nacional con el fin de mantener bajo control los precios; el resultado de sus medidas fue que la tasa de inflación anual llegó a los tres dígitos, los precios subieron un 183 por ciento y reinó el desabastecimiento. Menos de un año después, la crisis económica y el enviciamiento de la situación política condujeron al golpe de Estado y a la dictadura más sangrienta que haya vivido la Argentina, un país cuyos militares nunca hicieron mucho de todas maneras por evitar que corriera la sangre. / Con múltiples pérdidas de valor -que llevaron por ejemplo a que las monedas dejaran de circular, puesto que nada podía comprarse con ellas-, el así llamado Peso Ley 18.188 extendió su reinado hasta 1983, cuando fue reemplazado por el Peso Argentino; unos meses antes se había emitido un billete de un millón de pesos, con el que por lo demás apenas podía comprarse algo, y la decisión de cambiar la moneda surgió del hecho de que las cifras que resultaban de las operaciones comerciales no cabían en las máquinas de calcular de la época. Un Peso Argentino equivalía a diez mil pesos ley, lo que permite hacerse una idea de la inflación de los años anteriores. Esta, sin embargo, tampoco remitió con el cambio de moneda, y dos años después el Peso Argentino fue reemplazado por el Austral, cuyas monedas y billetes debería recordar y sin embargo no recuerdo. El Austral fue la moneda vigente hasta 1991, pero hacia 1989 se había depreciado un 5.000 por ciento en relación al dólar y ya no significaba nada: contra lo dicho más arriba, tengo el recuerdo de ir a comprar caramelos con un billete de cinco mil australes y haber recibido un puñado de ellos, no muchos más de diez caramelos en la palma extendida de una mano infantil.

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Un tiempo atrás alguien me recordó que circulaba una moneda de mil australes y que con ella tampoco podía comprarse mucho, pero aquella moneda adquiere en la memoria un valor que nunca poseyó en la práctica, por cuanto permite preguntarse cuan mal debían estar las cosas en el país para que su dinero se deprecie hacia ese extremo; al hablar de aquella moneda de mil australes cuya forma o tamaño ni mi interlocutor ni yo recordábamos ya, pensé en una hipotética moneda de mil euros que épocas de auténtica penuria podrían poner en nuestras manos un día u otro, y me pregunté cuánto debían empeorar las cosas para que ese día llegara.

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La siguiente moneda comenzó su andadura con un valor de diez mil australes por Peso y la promesa de que cada peso equivaldría a un dólar, una promesa que alimentó la credulidad o la estupidez de la mayor parte de los ahorristas argentinos, que depositaban sus pesos en los bancos creyendo que algún día podrían sacar dólares de allí; sin embargo, el peso pronto se devaluó en relación al dólar -prácticamente perdió tres cuartos de su valor- y la imposibilidad de cambiar esos dólares por pesos, que condujo a la retención de los depósitos bancarios que adquirió el nombre popular de «el corralito», provocó una crisis política que obligó a renunciar al presidente de turno y puso en la jefatura de gobierno a la inusual cifra de cinco personas en una semana. Tampoco entonces se podía comprar nada a consecuencia del desabastecimiento y del desconocimiento por parte de vendedores y compradores de cuánto debían costar las cosas: una vez más, el dinero ya no servía porque quienes habían creído en él ya no podían hacerlo. // Qué vi durante los hechos trágicos de diciembre de 2001: vi a mis padres cerrando a cal y canto su casa para evitar ser robados por las muchedumbres que se habían dado al pillaje como en 1989, vi a manifestantes dándole la espalda a la policía montada y echando a correr por las calles, vi el humo que salía de las puertas del parlamento, que habían sido quemadas por los manifestantes, y vi que ese humo se metía en los ojos de todos nosotros y nos hacía llorar.

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A menudo olvidamos que el paisaje de las ciudades que habitamos es el resultado de nuestras propias prácticas y nuestros desplazamientos, y que cualquier modificación en estos lo enriquece o los altera. En esos días de diciembre de 2001 y en los meses posteriores el paisaje de las principales ciudades argentinas se vio modificado por la aparición de largas colas frente a las casas de cambio, puesto que muchas personas deseaban salvar sus ahorros en la endeble moneda nacional transformándolos en dólares; a esta modificación en el uso del paisaje le siguió la aparición de una nueva práctica, que con las semanas acabaría convirtiéndose en una profesión inédita hasta entonces: la del «colero», es decir, la persona que cedía su puesto en la cola a quienes no querían esperar a cambio de una propina. A esta nueva profesión se le sumó otra que fue rescatada durante aquellos días: la de los «arbolitos», personas que se plantaban cual árboles en las esquinas principales y en la cercanía de las casas de cambio y ofrecían dólares a un precio inferior al del cambio oficial. Al ver pasar a un potencial cliente susurraban «Tengo dólares» y uno no podía dejar de estremecerse al compararles a los vendedores de drogas, cuya mirada torva y andares sigilosos copiaban, uno no podía sino pensar en el dinero como en la nueva droga del pueblo argentino, y en que esa droga provocaba euforia y olvido al mismo tiempo.

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Años después, en una de las salas del Museo Británico de Londres conocí las inverosímiles prácticas monetarias de las etnias Topoke, Songo Meno y Nktushu de la actual República Democrática del Congo. Entre estas, la riqueza fue representada hasta bien entrado el siglo XX mediante piezas de bronce de enormes dimensiones que reproducían objetos cotidianos como azadas, hachas, espadas y hoces; su tamaño y su altísimo valor -por ejemplo, según el antropólogo Emil Torday, una espada de gran tamaño se cambiaba por mil doscientas cabezas de ganado o por dos hachas arrojadizas- las hacían completamente inadecuadas para circular como moneda, de modo que tan sólo eran exhibidas en ocasiones especiales como fetiche y representación del dinero, puesto que los intercambios económicos se realizaban con otros valores y mediante otras prácticas. Al ver aquellos objetos que alguna vez habían sido dinero y sin embargo nunca habían circulado como tal, yo recordé que algo similar había sucedido en Argentina en los meses a los que hago referencia: ante la imposibilidad de saber cuánto valía el dinero, y el deseo de abandonar el país de miles de personas que no podían comprar las divisas extranjeras que eran necesarias para ello, una economía paralela se instaló en Argentina pero su moneda de cambio no fueron absurdas espadas de bronces y hoces sino el cuerpo. / Un tiempo después alguien me comentó que lo mismo sucedía en Cuba: la única manera de abandonar ambos países pasaba por la utilización del cuerpo como mercancía y su comercialización mediante la prostitución o la práctica de deportes como el fútbol, el baloncesto o el polo. A diferencia de ciertas prácticas habituales en culturas antiguas en las que los orificios del cuerpo eran utilizados como alcancía, aquí el cuerpo no era el depositario del dinero sino el dinero mismo y su explotación, la única manera de escapar de un país convulsionado.

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El Peso sigue siendo la moneda de curso legal en la Argentina, pero sus valores y su propia materialidad han cambiado: los billetes de un peso fueron sustituidos en 1994 por monedas del mismo valor, y les siguieron el de dos pesos en 1997 y el de cinco y el de diez al año siguiente. A veces, en las pocas oportunidades en que he regresado a Argentina desde que me marchara, los he tenido en mi mano con cierta perplejidad, como si fueran las ruinas de una civilización desaparecida cuyo lenguaje ya nadie comprende.

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En las últimas décadas la impresión de billetes ha mejorado de forma extraordinaria, y los billetes argentinos -como sus homólogos europeos- cuentan ahora con marca de agua, tinta ópticamente variable, motivos complementarios tanto en el dorso como en el frente realizados en offset, identificación para ciegos, imagen latente, hilo de seguridad, impresión en una tinta invisible que sólo puede verse con luz ultravioleta, etcétera. El pacto que se establece entre los ciudadanos y el gobierno que garantiza la vigencia y el valor de la moneda, un pacto que está en el origen de la existencia del dinero como fetiche, no ha gozado del mismo desarrollo, sin embargo. Una vez leí a Gore Vidal preguntándose acerca de qué sucede cuando un gobierno odia tanto a sus ciudadanos como sus ciudadanos al gobierno; la respuesta es que cuando eso sucede deja de tener efecto el pacto tácito por el cual los ciudadanos se comprometen a creer que los papeles y trozos de metal que tienen en sus manos poseen algún valor y el gobierno respalda esa ilusión y hace posible las compras.

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Que esa ilusión se desvanezca, sin embargo, no supone que dejen de tener lugar los intercambios comerciales. Una vez estuve en una ciudad paraguaya junto a la frontera argentina; allí compré algunas cosas y pagué con reales brasileños, pesos y dólares, a veces todos juntos; un producto podía costar tres dólares o tres pesos y dos reales o seis reales y un peso, las posibilidades eran infinitas, pero lo que importa es que nunca vi un guaraní -la moneda de curso legal en Paraguay- en las manos de ningún vendedor y jamás tuve uno durante toda mi estancia.

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Que el dinero es básicamente ilusión resultó patente para los argentinos en el período previo a 2001, cuando las provincias comenzaron a imprimir su propia moneda: la provincia de Buenos Aires tenía el Patacón; la de Entre Ríos, el Federal; etcétera. A la impresión de monedas por parte de los gobiernos regionales le siguió la emisión de bonos por parte de las ciudades e incluso por particulares. Esas monedas tan sólo tenían valor legal en el ámbito de su emisión, pero el hecho de que los negocios no se restringían exclusivamente a ese ámbito y a que las personas tendían a desplazarse llevó a la aparición de un cierto mercado de divisas sin validez legal cuyos baremos eran establecidos por circunstancias azarosas y por una cierta impresión del estado de la oferta y la demanda que tuviesen las personas en sus intercambios. Un Patacón podía cotizar para una persona a dos Federales y para otra podía hacerlo a tres; una tienda podía aceptar la totalidad del pago en la moneda provincial pero otro podía aceptar tan sólo el cincuenta por ciento o el cuarenta o una cifra así. Un amigo mío, que instalaba redes de telefonía móvil en toda la geografía nacional se alimentó durante aquel tiempo exclusivamente a arroz, que en los buenos días podía aderezar con un poco de salsa de tomate; un día me mostró su cartera: rebosaba de billetes provinciales, que había ido recogiendo involuntariamente por todo el país. En algunas de las regiones emisoras de esos bonos mi amigo era extraordinariamente rico, pero en la nuestra -donde esos bonos no tenían validez legal- mi amigo pasaba hambre. Algunos de esos bonos parecían billetes de tren o de teatro, casi todos estaban impresos precariamente a dos tintas, muchos sólo habían sido impresos de una sola cara para ahorrar costes, todos estaban arrugados y tenían las manchas que deja en los objetos el sudor de la desesperación.

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A veces el dinero adquiere la forma de esas monedas japonesas que tienen un agujero en su centro; en ocasiones, también, ese agujero parece agrandarse y el dinero pierde su valor gradualmente hasta que en la palma de la mano la moneda ha sido completamente consumida y tan sólo queda su ausencia. En determinados períodos históricos sucede eso con todas las divisas: uno debería sentirse afortunado de no estar sosteniendo una de esas monedas en este mismo momento.

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Una vez soñé que trabajaba como cajero de un supermercado y me entregaban un curioso billete: su valor era enorme, tenía un tamaño inusual y su textura era como la de un puzzle, ya que su superficie estaba dividida en pequeñas celdas troqueladas que parecían a punto de romperse a cada momento cuando se lo tenía en las manos. Uno de los empleados a mi lado me decía que esos eran los nuevos billetes, y me mostraba otros. Todos tenían la misma textura de puzzles y sus valores eran absurdos -seis, dos con cuarenta, siete, once, cuatro con cincuenta- pero su tamaño aumentaba a medida que aumentaba su valor. Los últimos billetes eran de doscientos y tenían el tamaño de un folio y yo me preguntaba si el cambio de divisa obligaría a todos a comprar nuevas carteras, y cómo deberían ser esas carteras para transportar billetes tan grandes y frágiles. Naturalmente, desperté gritando.

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Mucho tiempo después de haber tenido aquel sueño comprendí que quizás su sentido, su mensaje que el sueño enturbiaba, era mostrar el dinero como un puzzle, algo frágil y de difícil obtención y que, sin embargo, uno debe conseguir y conservar a como dé lugar. Al pensar en ello recordé también lo que yo había aprendido acerca del dinero en Argentina; me recordé sosteniendo en la mano esos billetes cuyo valor era reducido y efímero y también pensé en el dinero como en el indicador de la credulidad de una sociedad, puesto que su valor y su utilidad dependen tan sólo del valor y de la utilidad que otorgan sus usuarios al gobierno que lo emite, como si éste fuese el profeta de una religión laica que promete el Paraíso en la Tierra como si ésta no fuese el sitio más improbable para alojar ese Paraíso. Al pensar en aquel sueño me dije que, de ser así, de ser el dinero el fetiche de una religión anónima, la credulidad de los españoles, que un tiempo atrás habían creído que su dinero tenía valor porque estaba apoyado por un gobierno en el que confiaban, debía ser enorme, y pensé que -más allá del problema real de cuantos perdían su casa y su trabajo- había algo de rabieta infantil en el hecho de reclamar por el valor de un dinero que, en realidad, nunca lo tuvo, como si los españoles fuesen niños que hubieran insistido a sus padres para que estos les compraran aviones de juguete y ahora estuviesen enfadados porque estos no vuelan. También pensé en Paraguay y en su prescindencia del dinero y me sentí bien por un rato recordando todos esos billetes de diferentes países arrugados en mis manos, que se extendían hacia el vendedor señalando otro objeto más que yo quería y no me hacía ninguna falta, y en la promesa de felicidad que veía a punto de concretarse cada vez que me libraba de los billetes, esos objetos inútiles como los sueños o la literatura, de la que el dinero es el único tema verdadero.