Actualidad

Evocación y elogio de Federico Alvarado Muñoz. A tres años de su muerte, por Dayana Fraile

El cuento que a continuación publicamos, de Dayana Fraile, obtuvo el primer lugar de la VI Edición del Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores (2012)

Por Prodavinci | 27 de mayo, 2012

para Renato Rodríguez
in memoriam

 

Ilustración: Carlos González

Ensayamos la lluvia. La indolencia de dejarnos arrastrar por la belleza: sentimentales y estúpidos. Tarde lenta y pesada. Caemos uno dentro del otro como gotas de agua sucia. Las nubes tienen formas de columpios rotos. Federico tiene forma de columpio roto. Forma de nube. Federico hojea una novela de Enrique Vila-Matas. No morirá sin haber leído a Vila- Matas pero lo enterrarán vestido de marrón, un color que detesta. El saco no será de su talla y le quedará fatal. Aún ninguno de los dos sabe esto. No podemos imaginar que en el futuro, de tanto revolcarse en su tumba, él terminará por convertirse en un zombi (condenado a deambular por los escalofriantes pasillos de la historia de la literatura nacional).

Por las noches vendrá a pedirme bolígrafos y yo me desvelaré contemplando sus manos que parecerán moldeadas en puré de guisantes. Su voz también cambiará, la escucharé siempre lejos, como si se tratara de una llamada de larga distancia. Sentado en el borde de mi cama, sacudirá las briznas de hierba y los pétalos de flores adheridos a las solapas de su camisa, hablará sobre sus relecturas de la novela de la tierra. Se interesará particularmente en Peonía de Vicente Romero García. Una novela pionera en la introducción de la figura del zombi en nuestra literatura. Luisa, el personaje femenino, muere en el penúltimo capítulo y revive en el último, nada más que para reanudar la agonía sin solución de continuidad.

Se irá de mi habitación siempre con el amanecer y a la distancia cobrará un aspecto vagamente ridículo: se tambaleará de un lado al otro como un personaje de La noche de los muertos vivientes. Oh piojo de pupilas torcidas. Mi mejor amigo. Mi enemigo íntimo. Pero no nos adelantemos, aún ninguno de los dos sabe esto. Estamos ahora en su apartamento de Bello Monte y faltan aproximadamente doce años para que él muera como un imbécil mientras intenta jugar al alpinista en Mérida. Ensayamos la lluvia. La indolencia de dejarnos arrastrar por palabras antiguas y pasadas de moda. La música que brota de los pequeños amplificadores nos mantiene despiertos. Repaso la figura de mi amigo cuando se incorpora para cambiar el CD. Primero, su cabello claro y pajizo, creciendo sobre la línea del atardecer como un amasijo de algas electrificadas. Luego su ampulosa silueta, jorobada por el peso del tedio y los malos poemas publicados en el pasado.

Su voz impostada, fracturada de tanto leer los cuentos de Raymond Carver a todo volumen, me anima a hablar sobre “nuestro proyecto”. Sus palabras suenan como ramas secas deslizándose en el interior de una batidora industrial y me obligan a reconstruir mentalmente, aunque no venga a cuento, el porqué de sus lecturas obsesivas del autor norteamericano, el porqué de ese firme propósito de mutilar su voz, de restarle fluidez (en este sentido, me tomó años comprender que mi amigo era un hombre valiente y honesto cuya más elevada aspiración consistía en ser un impostor y un travestido: cosas de la literatura y sus extraños caminos).

Hago entonces vanos esfuerzos por concentrarme; mi cabeza es terreno estéril para el pensamiento práctico. Sin salir de la cama, observo a la tarde ejecutar maniobras desastrosas, me conformo con ser testigo de su entrega, esa manera que tiene de estrellarse contra los edificios cuando cae sobre la ciudad. Borro totalmente a Federico. Por primera vez me tomo el tiempo para buscar palabras que puedan describir aquella imagen y, de súbito, esas maniobras abandonan su estado de realidad de facto y levitan en el horizonte del lenguaje como psicodelia pura: casi puedo ver como las antenas parabólicas le perforan el corazón: los bucares, tan encendidos, parecen la manifestación visual de esas heridas o simples metáforas, rodillas que sangran.

Después de algunos minutos de escueto silencio, Federico resurge detrás de un biombo de aire, está de nuevo en escena. Se atribuye a sí mismo el derecho de palabra y, bastante satisfecho, se larga a disertar sobre la plataforma digital más adecuada para “nuestro proyecto”: una revista literaria online. Camina hasta el reproductor y, con solemnidad, gira la perilla del volumen hasta llevarlo a un nivel casi inaudible, acto seguido se explaya en demostrar las ventajas de trabajar con WordPress. Continúo sin poder concentrarme. Ha bajado tanto el volumen que Pescado rabioso parece estar interpretando los acordes iniciales de “Cantata de puentes amarillos” en el interior de una cesta de basura; Spinetta canta envuelto, de pies a cabeza, en pliegos de papel periódico (ha quedado como una momia). La percusión se torna imperceptible… “vi la sortija muriendo en el carrusel, vi tantos monos, nidos, platos de café, platos de café”. Nada más desconcertante que un puñado de sustantivos entremezclados con verbos al azar. El tiempo pasa como algodón de azúcar entre los dedos, confiere al tacto una sensación pegajosa, insoportable.

Federico camina alrededor de la cama mientras habla, me recuerda a un samurái: comanda un grupo de guerreros de trajes brillantes, hermosos y dispuestos a todo lo terrible. Resulta imposible no notar que está poseído por esa sobrecogedora facultad que sólo le sirve para emprender metas cuya realización entraña absurdos peligros, esa que invariablemente lo condena a terminar boqueando, tendido sobre una atmósfera irreal, apenas delineado sobre un charco de sangre. Su exquisito y lacerante sentido de la disciplina me mueve a abrigar el deseo de que un golpe accidental le borre el disco duro y, en consecuencia, logre sepultar por el resto de la eternidad ese odioso proyecto. Me pregunto si el acto de escribir no es acaso una concesión exagerada a nuestra vanidad. Me pregunto si la vanidad puede instalarse en este desastre perpetuo que es el apartamento de Federico. Sólo el balcón vale la pena con sus nubes aplastadas y grises, desde allí los árboles se ven distintos (el cují, por ejemplo, deja de intimidarme, y aquella titánica sensación de realidad que me sobreviene cuando lo observo de cerca, empieza a desdibujarse lentamente. Es como si una fina llovizna lavara sus hojas y atenuara su presencia, adelgazándolo).

Su parloteo me aturde. Me importan bastante poco, por no decir nada, WordPress y los pajaritos pintados del Twitter. Su piel brilla como en un comercial de jabón. Lo interrumpo. Oye, cuéntame otra vez ese sueño, el de anoche. Rayos y centellas, al más clásico estilo cómic, convulsionan su frente. Está disgustadísimo. Le sube volumen a la música y se queda callado. Insisto. Oye, cuéntame otra vez ese sueño, vale.

*

Siempre recordaré esa llamada telefónica. Mi memoria tembló y una ciudad construida de recuerdos se desplomó sobre mi cuerpo. No hubo quien recogiera los vidrios rotos. Mis estados anímicos se arrugaron como hojas de papel llenas de anotaciones sin sentido: líneas inservibles con severos errores ortográficos. Durante semanas no pude dejar de pensar en su muerte, quizás, por exceso de amor a mi propia vida y, apesadumbrada, me entregué a arrastrarme entre los escombros con bastante libertad.

Después de esa llamada, los días corrieron en círculo detrás de la triste nueva, simulando a esos cachorros tiernos y un poco estúpidos que intentan morder su propia cola. Entonces, pude comprobar sin asombro que los suplementos culturales de los periódicos de circulación nacional optaron por pasar de largo ante la noticia de su muerte. Y si bien es cierto que algunas notas escuetas circularon por internet, sobre todo en los blogs y las redes sociales, no es menos cierto que muchas de ellas estaban plagadas de imprecisiones y de informaciones erradas sobre su vida y, más aún, sobre su obra. El silencio de los medios operó en él una transfiguración de carácter simbólico: lo convirtió en un cadáver sin sepultura. Otra cifra roja para las estadísticas.

Bien enraizado en la tradición, Federico era el más fantasma de los escritores vivos (insisto en proponer su imagen como barco fantasma, condenado a vagar, a arrastrarse, flemático y torpe, sobre el océano gris, en la búsqueda eterna de un espejismo: un puerto que aparece y desaparece entre la niebla. Ese puerto está hecho de palabras. Ese puerto es un libro pero no cualquier libro. Es el libro que se insinúa en cada nuevo boceto de historia y que finalmente logra sustraerse al proceso de escritura. Es el libro que siempre intenta escribir. El que siempre está a punto de escribir. El que jamás logra escribir). Y si seguimos esta línea de sentido, resulta evidentísimo que Federico continúa bien enraizado en la tradición porque es el más zombi de los escritores muertos.

Es por esto que quiero dibujar con estas palabras una pistola y una bala sobre el papel. Es por esto que quiero que estas palabras me ayuden a liquidarlo al viejo estilo de los zombis de George Romero. Sobre el papel dibujo un osario, una hoguera, un ataúd. Si Federico no se hubiese ido a morir como un imbécil en Mérida, le gustaría seguirme el juego, diría ahora, como tantas veces, que él no era un barco fantasma a la deriva sino, apenas, un pobre barco de papel hundido. La verdad es que nunca me pareció que hubiese una gran diferencia entre ambos.

Creo que solo logré presentir el verdadero sentido de su observación al leer un correo, fechado el 7 de julio de 2004, que me escribió durante su estancia en Roma y que comienza de esta manera: “Barquito de papel a la deriva recubierto de calcomanías siniestras. Santo Niño de la Cuchilla durmiendo en el parabrisas, o bien, en la losa de un sepulcro recreado en el parabrisas. Imágenes religiosas flotando descabezadas, ausentes, colgadas de las ventanas como sórdidos ahorcaditos de tinta circulando por la Avenida Lecuna. Igual que en los autobuses que deambulan por toda Caracas. La calavera es una almohada y la pelota simboliza al mundo. El mundo termina desinflado por la cuchilla del niño que duerme sobre la calavera. El mundo desinflado rueda por la Avenida Lecuna, formando parte de una composición general que da miedo”.

Sin embargo, del presentimiento a la interpretación clarividente hay largas e insalvables distancias. Y aunque estas oscuras construcciones de su imaginación poética pusieron a temblar los cimientos de mi teoría personal del barco fantasma, los términos aún me resultan crípticos en exceso, hasta el punto en que prefiero no precipitarme a establecer débiles conjeturas. A fin de cuentas, Federico sólo intentaba describir sus estados de ánimo.

*

Nos conocimos en un taller de escritura creativa que coordinaba el poeta Agustín de Iturbide en el Centro Cultural Las Mercedes. Me había inscrito en el taller sin abrigar demasiadas expectativas, sólo porque estaba desempleada y tenía mucho tiempo libre. Durante los primeros diez minutos de la sesión inaugural quise alejarme corriendo de esa maldita sala. Contando al coordinador, éramos doce. Doce personas que, a simple vista, no tenían nada, pero absolutamente nada, que ver la una con la otra. Esa vez, de Iturbide nos propuso un ejercicio que consistía en que todos los asistentes nos presentáramos en tercera persona. Sus ojos rasgados vacilaban en el alféizar y caían como pájaros muertos en medio del tráfico, mientras el resto de su persona dilucidaba acerca del carácter ineludible de emprender ese aprendizaje en la fase inicial del taller. Sé que parece poético por la manera en que lo cuento pero la situación real dista bastante de eso.

En realidad, de Iturbide asustaba mucho con aquellos ojos atrapados en algún punto del paisaje, sinceramente, asustaba con esa mirada tan perdida que tampoco alcanzaba a convalidar la conclusión de sus explicaciones: el ejercicio exigía desdoblarse en narrador y, al mismo tiempo, en personaje, el truco estaba en reflexionar de forma objetiva sobre los detalles que definían nuestra manera de estar en el mundo.

Nos dio quince minutos para planificar nuestra presentación y sentí que se elevaban mis niveles de ansiedad. Formas indefinidas se movían lentamente en mi cabeza. Me había inscrito en ese taller con la idea de pactar con la ficción, creyendo que las sesiones nocturnas eran la excusa perfecta para estar lejos de casa, para borrarme de mi vida durante unas horas. Y ahora estaba allí con la agobiante misión de excavar y remover mi interior con un bulldozer. Todo en quince minutos. Realmente no deseaba analizarme, ni, mucho menos, tener ideas sobre mí -de todas las ideas había regresado humillada; nadie se había tomado la molestia de ponerme en autos y la rabia era un pequeño sol artificial, inflado de helio, que iluminaba ese súbito despertar-. Terminé por decir una estupidez: mi personaje se llamaba Anabella, era filósofa y no podía realizar el ejercicio porque no estaba en el mundo de ninguna manera, porque se limitaba a flotar a su alrededor como un satélite. El poeta de Iturbide me miró a los ojos por primera vez y me contestó que, incluso, los satélites tenían que trabajar en su taller.

Minutos más tarde, Federico me interceptaría en las cercanías del ascensor para invitarme a tomar un café. Acepté porque le había escuchado decir que el corazón de su personaje era una pelota de playa de colores brillantes que rebotaba contra la ausencia de una mujer llamada Agustina. Cuando estuvimos sentados en la mesa del café del Centro Cultural se tomó la libertad de darme consejos para estimular mi creatividad. Aunque sus consejos me estaban cayendo como patadas de Karate, permanecí en silencio y me regocijé pensando en que llevaba un corte de cabello atroz. Inmediatamente se atrevió a pronosticar que en breve las cosas caerían por su propio peso. Pues sí, si tienen o no tienen peso de todas formas caen, le contesté bastante escéptica, señalando hacia el suelo con la mano bien recta y haciendo un ruidito con la boca como de avión que planea en el aire y se estrella e, incluso, me animé a hacer la pantomima de las volteretas del avión cuando cae a tierra, y sonaba así como puff cuando chocaba con una pequeña montaña y paaafff cuando alcanzaba la carretera y puuuff cuando finalmente estalló en pedacitos que saltaron en todas las direcciones acompañados de un chisporreteo leve, medio siseo y medio chasquido. Y fue en ese momento cuando algo hizo click en mi interior, fue en ese momento, mientras él rescataba los pasajeros de mi avión y los embarcaba en su mano, que parecía haberse convertido en un Boeing 747, de pronto, y se disparaba como un cohete hacia el cielo (sólo que a los pocos segundos se vio obligado a detener la pantomima porque los ruiditos no le salían tan bien como a mí y porque, además, estaba consciente de que un avión que no se estrella no resulta especial ni divertido). Sin embargo, su fracaso no importaba porque ya algo había hecho click en mi cabeza y el avión se borraba en el cielo de esta historia: un cielo recompuesto con cinta adhesiva, un cielo-colador, resaca de mil balas perdidas, saldo estético de un fin de semana de muertes violentas -El cielo que empezó a doler en la parte baja de mi espalda cuando nos despedimos en la parada del metrobús.

Nos hicimos amigos. Él se aprendió de memoria mi teléfono, empezó a prestarme sus libros y a relatarme sus sueños, unos sueños raros e intensos. Esa etapa de su vida onírica estuvo signada por los caballos: caballos salvajes en las pampas borgeanas del Martín Fierro; caballos que, en 1987, caminaron junto a él y Jack Kerouac en el Lower East Side de New York; caballos azules que sobrevolaron Caracas con el tiránico propósito de secuestrar al poeta de Iturbide. Yo admiraba su natural propensión a recordar de manera nítida esas retorcidas composiciones porque era una virtud de la que yo siempre había carecido. Yo no soñaba o, al menos, no podía recordar lo que soñaba. La fase REM en el cerebro de Federico era mi gran vendetta: durante uno de sus sueños me fui de gira con los Pixies y escribí una novela cyberpunk, cuya protagonista era una especie de cyborg creada con el improbable ADN de María Lionza, la diosa criolla que cabalga la danta y domina las serpientes. La historia transcurría en la Caracas del 2050, una era en la que la polarización y los desacuerdos políticos se habían intensificado hasta tal punto que todos los sobrevivientes decidieron olvidar la ciudadanía para formar pequeñas comunidades anarquistas esparcidas por El Ávila.

Nos empezamos a encontrar por las tardes con el fin de emprender largos paseos por la ciudad. Él hablaba a menudo de un libro que estaba escribiendo, una recopilación de cuentos bastante siniestra que, si mal no recuerdo, iba de una serie de experimentos llevados a cabo en un grupo de seres humanos y sus células familiares: método de Pavlov, orgasmos, incestos y ondas electromagnéticas. Decidí escribir un libro también, aunque la historia no estaba inscrita formalmente en la corriente cyberpunk para disgusto de Federico, que creía que la novela de su sueño llegaría a ser un hit si algún día yo me sentaba a escribirla.

A decir verdad, en un principio la decisión de escribir estuvo impulsada por mi voluntad de reducir la cantidad escandalosa de horas muertas que conformaban mi agenda. Me sentaba ante la computadora para pedirle en silencio a la tarde que se desplomara sobre la ciudad, que se colgara de un árbol, que se asfixiara con una bolsa de plástico. Le pedía cualquier cosa. Tenía la sensación de que el día no se acababa jamás y eso me hacía sentir desorientada.

Pronto llegaron las sesiones de clausura del taller y aunque yo no había alcanzado sino a garabatear unas escasas páginas de mi supuesto libro, estaba tan excitada como Federico por la inminente presentación de nuestros trabajos ante el círculo del poeta de Iturbide. Lo cierto es que nunca nos detuvimos a pensar en que podíamos estar del lado de los perdedores. Nuestros turnos de lectura fueron sucedidos por críticas encarnizadas que demarcaron el primer fracaso literario de ambos. El cineasta, un hombre bastante entrado en años, el mismo que insistía hasta el bochorno en calificar mi rostro como “virginal” (programa que constantemente estimulaba en la concurrencia chistes verdes y otras agudezas), opinó esta vez que la estética de Remolinos de retracción: baños de sonido e imagen -el manuscrito de Federico- era sencillamente asquerosa. La intervención del cineasta fue extensa y alcanzó distintos picos  – una gradación del rechazo que principió con el repudio moral y culminó en una sobreactuada compasión por las generaciones venideras (definitivamente, el viejo estaba disfrutando de ascender hasta la cumbre para clavar sus banderitas en la vapuleada prosa de mi amigo). La guinda del postre fue la conclusión: esos cuentos establecían correspondencias insólitas con las tarjetas de los Garbage Pail Kids, muy populares en la década de los ochentas y significativas en tanto ilustraciones repulsivas de la imaginería contemporánea, cifradas en una estética de la basura y la deformidad.

Cuando el viejo regresó a su pose habitual –la de dormitar en la mesa de trabajo-, pude visualizar a mi pobre amigo temblando en una esquina del salón. Parecía una cucaracha aplastada por un zapato cósmico. Mi caso definitivamente fue menos dramático. El profesor de ingeniería se limitó a preguntarme si había escrito mis textos bajo el efecto de drogas duras. Nunca entendí si debía tomarlo como un halago o como un insulto.

La derrota, a menudo, viene acompañada de sentimientos muy oscuros. Como era de temer, la desesperación, en el sentido más romántico del término, tomó posesión del cuerpo de Federico. En el plano físico empezó a desarrollar un asombroso parecido con los personajes de Tim Burton, estaba tan demacrado como Edward manos de tijeras. En el plano mental continuaba siendo el mismo nerd de siempre, el mismo que cultivaba manías incomprensibles como coleccionar distintas ediciones de un mismo título. No obstante, su visión de la literatura pareció quedar irremediablemente trastocada e inició su apostolado en las filas de los que intentan transfigurar esta parcela del arte en un barranco desde el cual desmadrarse, esos tipos sufridísimos que escriben poemas sólo para demostrarle a los demás que sus vidas son una verdadera mierda. Esta nueva faceta vino de la mano con genuinos síntomas de bibliomanía. Leía sin orden ni concierto, sin objetivo alguno. Leía fugazmente y con igual velocidad olvidaba.

Estar en el lugar del testigo fue como retroceder en una máquina del tiempo hasta el año 1900 porque, a veces, llegué a sentirme profundamente identificada con los primeros espectadores de Explosion of a motor car, esa película muda dirigida por Cecil M. Hepworth en la cual, luego de una espectral explosión, partes mutiladas de cuerpos humanos llueven en pantalla. Al igual que esos espectadores, pronostiqué el desastre desde mi butaca, sólo que esta vez se trataba de presenciar el descuartizamiento ontológico de mi mejor amigo, en esta pantalla llovían sus pulsiones más oscuras e, incluso, algunas partes de su cerebro (lo que revestía la función de un matiz significativamente más sangriento).

Entregado a la separación y al exilio interior, Federico engavetó el manuscrito en el que había estado trabajando con implacable vehemencia y se entregó al tétrico oficio de realizar una autopsia del cuerpo literario de Vadim Maslennikov, el protagonista de Novela con cocaína de M. Aguéev. Lo sedujo el misterio que rodeaba a esta obra: la historia alrededor de la historia.

Durante años la crítica había pensado que detrás del seudónimo M. Aguéev se escondía, nada más y nada menos, que Nabokov. Lo cierto fue que nadie pudo comprobarlo. Durante los ochentas, la gente de Seix Barral puso anuncios en los periódicos intentando rastrear al auténtico M. Aguéev con la intención de extenderle un contrato editorial pero nadie se presentó. A mediados de la década del noventa, vaya a saber cómo, se empieza a correr la bola de que este seudónimo encubría a un tal Mark Lázarevich Levi, profesor universitario de idiomas. De este tal Levi se sabe muy poco. Al parecer, era de ascendencia judía. Había nacido en Rusia pero a lo largo de su vida se estableció en distintos países, como Alemania, Francia y Turquía. Suponen que escribe Novela con cocaína en 1934, durante su estadía en Estambul. Luego simplemente se lo traga la tierra.

De este cúmulo de intrigas, surge de una manera casi accidental el primer libro de Federico en ser publicado: Vadim Maslennikov, silencio mineral, tintineo de la parálisis. A propósito de esto, transcribiré un fragmento de un correo que conservo en mis archivos personales. Está fechado el 3 de febrero del año 2000 y recoge un episodio curioso suscitado durante el proceso de redacción del ensayo y que, en mi humilde opinión, esclarece las condiciones en las cuales se gestó la original lectura de Federico: “Ayer la acumulación de tantos trasnochos causó estragos en mi percepción de la realidad. Mientras caminaba por Plaza Venezuela experimenté un acceso epifánico rudísimo, de pronto, yo era Vadim, el rusito drogadicto de 1919. Pobre y acomplejado, moría en la indigencia más absoluta, aplastado por el consumo y el delirio. TE LO JURO. Estas impresiones eran MUY VÍVIDAS, una vaina arrechísima. Mi cara eran unas líneas de cocaína que se borraban, que ascendían a través de los orificios nasales del gran dios: esta energía violenta que mueve al universo. YO, Vadim, atravesaba las calles congeladas de Moscú. YO, Vadim, rata de cartón, pato de hule, flotaba en las cañerías subterráneas de la capital rusa durante la Primera Guerra Mundial. Estaba al borde del desmayo y me senté en un banco a esperar que se me pasara el malestar. El pánico me entró durísimo. Me puse a llorar como un carajito cuando internalicé que Federico había muerto porque de otra forma yo no podría ser Vadim. Estaba en un infierno de hielo y siendo Vadim, lloraba por mí, por Federico. Pasé una eternidad enfrascado en el duelo. Pero luego, no sé ni cómo, fui calmándome. Volví a ser Federico y salí disparado a esconderme en la casa antes de que me agarrara esa vaina otra vez en la calle.

Hoy me siento como si nada hubiera ocurrido, sin embargo, me he trazado el firme propósito de ser más responsable con mis horas de sueño. Ese Vadim es un cabrón. La literatura rusa me resulta de una tristeza insoportable. Leer a los rusos siempre me deja con los cables cruzados, es como si todas mis partes se interconectaran de una manera diferente al terminar cada libro ¿Te parecería demasiado excéntrico si comprara un samovar? ¿Podrías venir a visitarme hoy en la tarde, por favor?”.

La publicación de Vadim Maslennikov, silencio mineral, tintineo de la parálisis por un respetable sello editorial nacional estimuló la vocación de Federico. La reconquista de su dignidad lo animó a desempolvar su primer manuscrito. A pocos meses del lanzamiento del ensayo, Remolinos de retracción: baños de sonido e imagen, la muestra narrativa, estaba circulando también en las librerías.

Además de estos libros, alcanzó a publicar dos poemarios, Pautas metálicas del silencio y Fragmentos de fotomontaje, y una novela, La máquina de viajar por la luz, considerada, a menudo, por la crítica como su mejor obra. Definitivamente, la concreción de su proyecto estético, en ella cristaliza su sed de exploración y su voluntad inconforme.

La obra está, de cierta manera, adscrita a la corriente de la autoficción. Esta vez Federico elige tramar con admirable maestría una máquina de delirios en torno a su propia figura, entablando así un juego de correspondencias lúdicas, paródicas, que desafían su posicionamiento subalterno en el sistema cultural dominante. Federico, el personaje principal, es un escritor que plagia las historias que su gato redacta en una vieja máquina de escribir. Las temáticas del doble y el plagio parecen arrastrarse por campos minados, saltan por los aires protegidas con trajes blindados y chalecos antibalas.

*

Gimnasia de la memoria: describir a una persona: domesticar los leones del recuerdo.

El látigo de papel: describir a una persona es hablar en el vacío: dibujar un circo de tinta donde eres el único payaso.

Por eso sé que todo lo que pueda decir de Federico sonará hueco. Un poeta escribió que las personas eran el color de sus ojos y los volantines que flotaban en sus ojos. Los ojos de Federico eran de color negro y sus volantines eran apenas una huella, una ausencia prolongada. Creo que sólo vale la pena mencionar cuatro detalles:

1) Presumía de no tener libro o escritor preferido y de no practicar ningún ritual a la hora de escribir.

2) Su canción era “Killing An Arab” de The Cure. Le fascinaba el hecho de que fuera una canción y, al mismo tiempo, un puente, porque conducía a un libro (El Extranjero de Albert Camus). Una vez me dijo que el libro y la canción conducían, ambos, a un desierto. Y eso le parecía hermoso y, también, horrible.

3) Durante su adolescencia se enamoró de un personaje de ficción: Anna Karenina.

4) Todos sus gatos se llamaron del mismo modo: Micifuz.

*

El cielo está encapotado. Resulta difícil comprender el registro de las nubes, sus trascendentales desalojos. La calle está casi desierta. El heladero haitiano continúa hablando por su celular en la esquina. Un niño está intentando encaramarse en el cují, lleva un disfraz de los Power Rangers, otro niño disfrazado no-sé-de-qué intenta ayudarlo con una pata de gallina. Parecen cáscaras de luz, grillos de lycra con espadas de plástico y pretensiones heroicas.

Oye, cuéntame otra vez ese sueño. Federico se ha acostado a mi lado. Spinetta canta sobre las hojas, el viento, la muerte y el sol… las únicas cosas que pueden importar en una tarde como esta. Federico duda, de nuevo, ha tenido un sueño apocalíptico. Ha soñado con el futuro (el futuro siempre es terrible por incierto). Federico dice: fue una pesadilla, no un sueño. No importa: digo: cuéntamelo otra vez. ¿No te asusta hablar del futuro aunque sea hipotético? pregunta. No: digo. Federico me fastidia, a conciencia, con sus metáforas deportivas: a mí me asusta. Lo que más me asusta del futuro son las patadas que te sacan del campo de juego que conoces y te dejan más allá de todas las estúpidas rayas blancas que te habías concentrado en pintarrajear: dice: y entonces, cataplum, ya ni sabes dónde está la línea de corner y eres como un futbolista ciego, trocado en pelotica de goma de eso que llaman futuro y que, al parecer, es otro plano del tiempo. OK: digo: creo que entiendo, el futuro es un punto y seguido, descolocado, sordo, en una frase de cuello azul quebrada por la lluvia. Federico: no dije eso, no inventes. No invento: digo: ¿Por qué intentabas salvarte si sabías que era el día del fin del mundo? Por histérico, supongo, o por desinformado, o por ambas razones: dice: puede ser que no fuera el día del fin del mundo, que nada más lo pareciera.

Me habla entonces desde el fondo del océano: barco hundido y tripulado por los espíritus de todas las focas muertas. Me habla desde el avatar de una voz inmaculada, una voz pura que habla sin cuerdas vocales, sin lenguaje. Finalmente accede a contarme el sueño. Estamos los dos en un hotel alineado frente a una majestuosa bahía. El lugar, a ratos parece Caracas, a ratos, New York. El hotel se está quemando. La gente corre desesperada intentando salvarse. Los más impacientes se lanzan por los ventanales. Observamos dos o tres caballos corriendo por la azotea hasta caer en el vacío. El mar es una pecera de cristal, atestada de bultos de colores oscuros que sobresalen del agua rojiza y recuerdan espaldas humanas. Pesadillas incrustadas en el reflejo del cielo de la pesadilla. Nosotros tomamos el ascensor y abandonamos el edificio por la puerta principal, calmados y ligeros, como si la calamidad no pudiera abrasarnos. Ya afuera, notamos que el incendio del hotel es un asunto menor. Se ha iniciado un gran cataclismo que, sospechamos, borrará a la humanidad entera de la faz del planeta. Caminamos por las calles de la ciudad hasta que decidimos regresar al hotel con el fin de rescatar nuestras maletas y entonces nos perdemos en los pasillos de la planta baja, hundidos en la ceniza. Después de algunos minutos que parecen eternos, encontramos el ascensor y nos dirigimos a la habitación que tenemos reservada. Estamos empacando cuando Federico recuerda que el principal baluarte de la poesía nacional está hospedado en el hotel. Lo ha visto, por azar, en el lobby. Propone buscarlo y llevarlo con nosotros. Cree que se trata de un deber de orden moral aunque es capaz de admitir que el principal baluarte de la poesía nacional es antipático, pretencioso y, en líneas generales, insufrible. Yo manifiesto estar en rotundo desacuerdo, no tenemos tiempo que perder, mejor olvidarse de ese señor. Cada argumento de Federico a su favor, acicatea más mi negativa. Empuño ese no con violencia, como si se tratara de la cacha de un revolver. Federico comienza a llorar cuando, tomándolo de la mano, lo obligo a caminar hacia el estacionamiento, donde nos espera el carro. La tensión de la escena onírica trasciende al plano de la realidad real cuando se cae de la cama. Y así acaba todo, con su cuerpo tendido en el piso de la habitación simulando un costal de papas.

Se manifiesta una extraña sincronía, cuando pronuncia esta última frase los niños disfrazados se caen del cují. Es muy gracioso verlos intercambiar pescozones mientras se masajean las piernas y los brazos. Yo corono las palabras de mi amigo con una sonrisa, amplia y humana, como el aplauso de una multitud. Lo que más me intriga del sueño es la fascinante presencia de un cordón umbilical que lo une, de alguna manera, al canon que el principal baluarte de la poesía nacional representa; un cordón umbilical que, al mismo tiempo, sólo puede existir como máscara, como pantalla de sombras chinescas que oculta la imposibilidad verdadera de esa relación escritural. No obstante, decido reservarme este análisis. Prefiero agradecerle con un beso por permitirme practicar en sus sueños ese ejercicio simbólico, determinante y liberador. Llevar al principal baluarte de la poesía nacional con nosotros, a nuestra nueva vida como supervivientes del día del fin del mundo hubiese sido como arrancarte los huevos: digo.

*

Al final, después de mucho discutir y planear, nunca llegamos a lanzar la revista literaria online. Elegimos escribir en el aire tal y como lo hacían sus gatos.

*******

Lea también: Mondadientes, por Delia Mariana Arismendi (2do lugar)A medio camino, por Miguel Hidalgo Prince (3er lugar)

Prodavinci 

Envíenos su comentario

Política de comentarios

Usted es el único responsable del comentario que realice en esta página. No se permitirán comentarios que contengan ofensas, insultos, ataques a terceros, lenguaje inapropiado o con contenido discriminatorio. Tampoco se permitirán comentarios que no estén relacionados con el tema del artículo. La intención de Prodavinci es promover el diálogo constructivo.