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¿Jamás esclavos?, por Martín Caparrós

Por Martín Caparrós | 26 de mayo, 2012

Yo empecé mal. Era tarde cuando me topé con que Cristina Fernández lo había hecho otra vez, y no supe evitar la indignación. Uno no debería indignarse por cosas como ésta: es pobre, repetido, casi humillante. Pero a mí me cuesta y salí de punta; fue un error.

El suyo había sido craso pero rimbombante. Con su verba inflamada sempiterna, la señora presidenta había dicho, ante su ¿colega? angoleño que “nosotros” –siendo “nosotros” los argentinos– “tenemos el orgullo de ser, en el año 1813, el primer país americano que abolió la esclavitud en la Asamblea del año 1813, y lo digo con mucho orgullo, los primeros en abolir la esclavitud”. Las repeticiones están en el texto, y también su corolario: “No es casual que también hoy seamos abanderados en el mundo entero en materia de defensa irrestricta de los derechos humanos”.

Era por lo menos osado que la señora Fernández hablara de su “defensa irrestricta de los derechos humanos” mientras almorzaba con un dictador que se los pasa por el forro. Pero no fue eso lo que me superó; sucumbí ante un ejemplo tan flagrante de la reescritura peronista de la historia, reescritura berreta de la historia.

Porque hay un dato incontestable, concreto: la Argentina no abolió la esclavitud en 1813. En 1813, la Asamblea de las Provincias Unidas decretó la “libertad de vientres”, que es muy diferente.

La libertad de vientres es una de las medidas más vergonzosas que han podido pensarse: señores probos y elocuentes peroraban contra la esclavitud pero no querían atentar contra la sacrosanta propiedad privada para no perjudicar a los dueños de esclavos –ellos mismos. Eran –por decirlo de algún modo– como los progres millonarios de hoy que peroran distribución de la riqueza pero se la guardan toda. Entonces inventaron la libertad de vientres: que los bebés que nacieran de esclava no serían esclavos pero que todos los demás esclavos seguirían siéndolo –porque liberarlos habría sido una incalificable violación del derecho a la propiedad.

El mecanismo suena tan actual. Sólo que entonces lo definían más claro -en la capitanía de Chile: “Aunque la esclavitud, por opuesta al espíritu cristiano, a la humanidad y a las buenas costumbres; por inútil y aun contraria al servicio doméstico, que ha sido el aparente motivo de su conservación, debería desaparecer en un suelo en que sus magistrados sólo tratan de extinguir la infelicidad; con todo, conciliando estos sentimientos con la preocupación y el interés de los actuales dueños de esta clase de miserable propiedad, acordó el Congreso (…): que los que al presente se hallan en servidumbre permanezcan en una condición que les hará tolerable la habitud, la idea de la dificultad de encontrar repentinamente recursos de que subsistir sin gravamen de la sociedad, el buen trato que generalmente reciben de sus amos y, sobre todo, el consuelo de que sus hijos que nazcan desde hoy serán libres, como expresamente se establece por regla inalterable”, declaraba su Congreso reunido en Santiago.

La resolución chilena fue promulgada el 15 de octubre de 1811, antes que la argentina, que la imitó en todas sus líneas. O sea que ni siquiera la libertad de vientres se dio aquí antes que en otros países latinoamericanos. Pero, queda dicho: la libertad de vientres no abolió la esclavitud; solo liberó a los hijos de los esclavos –que siguieron siendo esclavos.

El primer país que sí abolió la esclavitud en América fue, antes que todo eso, Haití en 1803. Después lo hizo Chile en 1823. Entre fines de 1840 y principios de 1850 la prohibieron México, Colombia, Ecuador, Uruguay. Solo Brasil, Perú y Venezuela seguían siendo esclavistas cuando buena parte de la Argentina dejó de serlo, el 1 de mayo de 1853, con la promulgación de la nueva Constitución, cuyo artículo 15 decía que “en la Confederación Argentina no hay esclavos; los pocos que hoy existen quedan libres desde la jura de esta Constitución, y una ley especial reglará las indemnizaciones a que de lugar esta declaración.” Siete años después, cuando Buenos Aires también juró la Constitución, recién se acabó la esclavitud en estas tierras, tarde, sin nada para enorgullecernos.

El caso del sapo angoleño no admitía muchas dudas y, para colmo, era como un caldito de historiografía kirchnerista: mentir la historia para atribuirse una vez más la bandera –“en el mundo entero”– de la “defensa irrestricta de los derechos humanos”. Nada importante: solo un ejemplo tan claro de cómo funciona su discurso. Y yo postée un tuit levemente iracundo:

“Qué burra! Hoy en Angola CFK dijo q ‘los argentinos abolimos la esclavitud en 1813’. Fue en 1853, doctora. ¿No sabe o miente a sabiendas?”

Queda dicho: quizá no debería haber sido tan tajante –porque no tiene ningún mérito sustraer los juguetes de un infante. Pero lo que ahora me hace escribir esta columna no es eso sino la discusión que mi tuit provocó. Porque hubo cientos de respuestas y creo que los argumentos que allí se cruzaron son un buen ejemplo del modo de discutir argento de estos días. Que empezó por dividirse en las dos líneas básicas:

1) los comentarios que “apoyaban” mi tuit con andanadas de odio, del estilo: “Pedís mucho, de pedo habla espaniol” (@9160victor) o “La ‘libertad de vientre K’ es mover el vientre sobre todo el pais libremente…” (@Titto335) o “Miente la HDMP hizo un Master de Oratoria en Mentiras. YEGUA HDMP¡¡¡” (@demotoress).

Es uno de los efectos más curiosos del peronismo actual: la resurrección de esa costumbre argentina arcaica, el gorilismo, con todo lo que tiene de irracionalidad antagonista. La imposibilidad de ver más allá del propio odio –y la glorificación de ese odio como una defensa de ciertas libertades o tradiciones o razones. Un mecanismo propio de los que se creen con derecho a algún poder y comprueban que lo han perdido. Mientras rumian cómo recuperarlo, se indignan por la supuesta injusticia de la pérdida. Ese gorilismo, por desgracia, puede llegar de la derecha o de la izquierda y a veces las confunde. Lo digo sin distancias: a veces me caben las generales de esa ley, y lo lamento.

2) pero estaban, desde la famosa vereda de justo enfrente, los que lanzaban andanadas equivalentes contra el autor de la frase –o sea yo: “escribi para el pais vemdepatria cipayo” (@kumpasito) o “¿que tal zurdito que cobra por derecha?… ¡que lindo oficio!” (@carlosaf1) o “falsificador, elitista, aristocrático, ‘personaje emblemático de la izquierda de salón’, gauchiste divin, pensador banal” (@urantia_606) o la más performativa: “sos un sorete cagon decir burra a la presidente, decime donde te encuentro y te afeito a trompadas, puto del orto” (@elartilista).

Completadas con otras de sus variantes actuales más en boga: mercenario, cipayo, traidor, maricón. Son variaciones del neoestilo Clarín miente: se trata de constituir al emisor del mensaje como enemigo y deslegitimarlo, definirlo como un productor de falsedades: si podemos establecer que el que dice perro o japonés no merece ninguna confianza, no necesitamos discutir perro o japonés, no es preciso evaluar argumentos, datos, líneas, razones. Es un mecanismo clásico de los poderes fuertes pero temerosos, que necesitan usar su máquina para aplastar a los que plantean cuestiones cuyo debate podría molestarlo.

Hasta aquí, las dos posturas que producen la incomodidad, la esterilidad del debate argentino actual: dos formas del poder tratando de ahogar a la otra sin tener que discutir argumentos. Las conocemos, las sufrimos. Pero los comentarios que más me impresionaron –los que constituyen, creo, la novedad de nuestra cultura contemporánea– eran los jíbaros: los que reducían el problema, decían que no era para tanto, que total. Algunos preguntaron honestamente si las dos medidas no eran más o menos lo mismo; son el resultado de un sistema educativo cada vez más pobre, que seguramente no supo o quiso explicarles que una cosa es decretar que los hijos de esclavos no lo serían y otra muy distinta definir que no habría más esclavos, no más esclavitud. Como no supo ni quiso explicarles casi nada: por falta de intenciones, por falta de exigencias.

Pero muchos otros se ponían beligerantes: decían, por ejemplo, que “en 1813 se prohibió el comercio de esclavos y libertad de esclavos, medida ejemplar para la época. Infeliz mala leche!” (@polacobarzante): con resto de puteada, argumenta que la medida de 1813 era ejemplar para la época, pero nadie discutió si lo era o no, y esa medida ejemplar sigue sin ser la abolición de la esclavitud. Viejo truco: cambiar el eje, hablar de otra cosa para eludir lo que no se puede contestar.

O “no es muy fuerte e irrespetuoso lo que decís? En el XIII fue la libertad de vientres y en el 53 casi no había. Sabe y mucho” (@pmdelvalle). La aparición del casi como criterio histórico: ¿qué quiere decir que casi no había? ¿Que fulanita era casi virgen? ¿Que fulanito era casi esclavo? Viejo truco: suponer que el rigor es un lujo innecesario; contra la pretensión elitista de la precisión, la imprecisión como recurso válido, la chantada discursiva como un principio de la política populista.

Y, también: “un error de fechas no cambia como se tratan los derechos humanos en este país, tu odio te enseguece” (@MatiasRomn). La reducción al principismo: hay esencias que no cambian por un “error de fechas”. Hablábamos de historia; hablábamos de 40 años, pero las esencias se establecen por voluntad superior, inmutable, y los hechos históricos no las influyen. Lo que aquí se llama “un error de fechas” implica las vidas de miles y miles de esclavos que siguieron siéndolo. Ese mismo error de fechas llevado al presente supone que daría lo mismo que algo hubiera sucedido en 1972 o en 2012. Viejo truco: pretender que hay ontologías, formas del ser -generalmente nacional- que están por encima de las circunstancias, que hacen inútil discutir los meros hechos.

Son, para empezar, muestras de la falta de conciencia histórica –de conciencia de la historia– que nos ataca cada vez más en estos días falsamente historicistas. Y son, sobre todo, exponentes del posibilismo: de bueno qué querés, si en 1813 no liberaron a los esclavos por lo menos les dijeron que sus hijos no iban a serlo, te parece poco, qué querías, que cambiaran así todo de golpe? Muestra del cualunquismo de una cultura donde cada vez más cosas dan lo mismo: donde da lo mismo ser casi esclavo que esclavo, donde 40 años más o menos no importan demasiado, donde una intervención ferroviaria de 15 días puede llevar 90, donde una forma de explotación del petróleo puede ser espléndida hoy y espantosa mañana, donde “no estaremos haciendo tanto como queríamos pero mirá de dónde veníamos”, donde los debates estériles, construidos de puteadas inanes, florecen para suplantar a los que importan, a los que se callan: donde importa tan poco lo que se dice que se puede decir cualquier cosa y simular que importa, total a quién le importa.

***

Texto publicado en el blog Pamplinas, de Martín Caparrós en El País y reproducido en Prodavinci con autorización del autor.

Martín Caparrós 

Comentarios (3)

Ramón Nuñez
26 de mayo, 2012

Definitivamente genial el artículo, y fácilmente aplicable a la Venezuela actual. Se mezcla el divisionismo auspiciado desde las más altas esferas del poder y el relativismo moral tan en boga en estos días. Excelente Martín Caparrós.

Guadalupe Montoya
27 de mayo, 2012

Mientras leía su artículo, pensé en las semejanzas de muchos políticos; no importa de que país sean. Y, lo más preocupante, la irracionalidad manifiesta de algunos sectores de la sociedad: los que están a favor o en contra -de tal o cual político, de tal o cual ideología, etc.- se asemejan en cuanto a la falta de argumentos y las continuas descalificaciones.

Douglas Arcia
26 de agosto, 2012

Muy buen el articulo, aunque me parece que la “leve iracundia” de Caparros (me refiero al insulto,no al argumento,que es valido,ni a la pregunta,que es pertinente)no es ubicada en ninguna de las categorias que con tanta precision menciona (y seguro que mi comentario si entra en una de ellas). El Sr. Nunez acierta en la comparacion con Venezuela, aunque mi interpretacion es que las “altas esferas del poder” no se trata solo del lado gubernamental (completamente de acuerdo) sino que incluye tambien a los llamados poderes facticos (entre los que estan los medios de comunicacion, instituciones religiosas y empresariales como actores politicos), expertos tambien en usar el divisionismo creado para sus propios intereses (o crear divisionismo, si hace falta; ese debe ser el relativismo moral). El comentario de la Sra. Montoya lo suscribo en su totalidad.

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