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Mirar hacia atrás para poder avanzar, por Francisco Rodríguez

1974: Cobrando conciencia

Cada familia tiene su repertorio de anécdotas, relatos, recuerdos y bromas.  La mía no es una excepción.  Entre mis preferidas hay una que ocurre el día en que se anunció el nombramiento de mi padre como próximo ministro de planificación de Carlos Andrés Pérez en 1974.  Un periodista visitó la casa con el objetivo de hacer un perfil personal que mostrase el lado humano del nuevo ministro.  Al conversar con mi hermana Carolina (quien tenía ocho años), decidió preguntarle qué opinión le merecía el nombramiento de su padre como ministro.  Mi hermana responde con una lógica sencilla e impecable: ella pensaba que un ministro era alguien más importante.

Yo tenía apenas tres años; bajo condiciones normales, no podría constatar la veracidad de esta historia.  Las anécdotas familiares (especialmente aquellas en las que un chiquito dice algo ingenioso) tienen un alto riesgo de ser al menos parcialmente apócrifas, transformadas por la memoria selectiva, el deseo de ensalzar la inteligencia precoz del niño, y las distorsiones inherentes a la memoria que a menudo se nutre más del recuerdo de recordar que del hecho acontecido en sí.

Estas, sin embargo, no eran condiciones normales, pues la entrevista en cuestión fue publicada en un diario de circulación nacional y forma parte del registro histórico para el que quiera revisarla.  Y si mi hermana fue sorprendida en esos días por la importancia súbita adquirida por mi padre, yo no puedo decir lo mismo, porque ya cuando se comienzan a generar mis primeras memorias había adquirido conciencia de que mi papá parecía estar metido en asuntos muy importantes.  Suficientemente importantes, eso es, cómo para que su foto apareciese a menudo en la prensa y como para que algunos de los adultos que venían con frecuencia a casa también hiciesen otras apariciones, sólo que metidos dentro del televisor blanco y negro de la sala.  Fue este el hecho que me llevó a percatarme, creo que un poco más precozmente que algunos de mis contemporáneos, que no eran pequeños muñecos muy hábilmente manipulados los que se encontraban dentro la caja con pared de vidrio los que producían las imágenes que yo veía.

Sólo después de muchos años, sin embargo, fue que llegaría a caer en cuenta de la relevancia histórica del rol que cumplió mi padre en la historia venezolana.  Gumersindo Rodríguez fue la persona a cargo de la formulación de la estrategia económica del país en el momento del primer boom petrolero, cuando el país tuvo acceso a las riquezas petroleras más elevadas en su historia hasta ese momento.  Venezuela nunca había tenido – y posiblemente no volvería a tener – una oportunidad como la de ese entonces de convertirse en un país desarrollado.  De los aciertos o desaciertos de las decisiones que se tomaron en ese momento dependería el rumbo económico del país durante décadas e incluso generaciones.  Es imposible – para mí, al menos – intentar trasladarme a ese momento sin sentir un enorme vértigo por las implicaciones de cualquier paso que se podía dar o dejar de dar.

1974-1979: Manual de instrucciones para ganadores de lotería

Si mi primera adquisición de conciencia en la niñez coincidió con comprender que mi padre era una persona muy influyente, los tiempos de descubrimiento intelectual que asocio con mi adolescencia coincidieron con la comprensión de que, por lo menos entre la gente con la que yo hablaba, la visión de su gestión distaba mucho de ser positiva.  Carlos Andrés Pérez dejaba la presidencia en 1979 fuertemente cuestionado, acusado de haber embarcado al país por un desastroso despeñadero, producto de una ambición desmedida y unos delirios de grandeza que habían generado la efímera ilusión de vivir en un país rico, aquel sueño de la “Venezuela Saudita” del que vendríamos a despertar con la debacle del viernes negro.  Si el problema de Venezuela habían sido los planes faraónicos, una buena parte de la responsabilidad recaería sobre el responsable de esos planes.  Mi padre pasaba a ser nada más y nada menos que el arquitecto de pirámides demasiado grandes como para ser construidas por gente como nosotros los venezolanos.

Es probable que la tendencia a cuestionar los consensos establecidos que ha marcado gran parte de mi trayectoria como investigador provenga precisamente de lidiar con la disonancia cognoscitiva generada por ese choque entre la opinión casi unánime de que el primer gobierno de CAP había sembrado las semillas de la posterior debacle económica del país y el enorme respeto intelectual y humano que tengo por mi padre. Esa desconfianza de los consensos no hizo más que afianzarse a medida que estudiaba más sobre economía venezolana y descubría cuál era el asidero sobre el que se sustentaban las críticas al primer gobierno de CAP.

La crítica recibida del primer gobierno de Pérez es más o menos la siguiente: el país se embarcó en una serie de planes irrealizables que significaron un despilfarro significativo de recursos, llevando a su vez a la acumulación de una elevadísima deuda externa impagable y no generando mayores beneficios tangibles.  Este proceso insostenible pudiese haber sido evitado si el gobierno de CAP hubiese invertido los recursos con mayor prudencia y hubiese limitado el endeudamiento público.  Al no hacerlo, simplemente generó un boom de consumo insostenible, que tenía que acabar con una recesión como la del viernes negro.

Algo que siempre me ha impresionado es que nunca he podido conseguir algún trabajo académico medianamente elaborado que presente este caso detalladamente.  Tal vez exista, pero yo no lo conozco.  No hay, hasta donde yo sepa, una crítica articulada del primer gobierno de CAP escrita por alguien que maneje con soltura las estadísticas económicas de la nación y el instrumental analítico para interpretarlas.  Tal vez lo que más se acerque son un par de artículos escritos en los años setenta por Juan Pablo Pérez Alfonzo, pero estos fueron escritos durante las fases de diseño e implementación del V Plan, antes que se tuviesen suficientes estadísticas como para analizar a cabalidad sus consecuencias.[1]

Este ensayo no es el lugar apropiado para hacer una evaluación sistemática de los logros y consecuencias de las políticas adoptadas durante este período – eso deberá quedar para otra ocasión, y es una deuda que contraigo con entusiasmo.  Pero sí es el espacio apropiado para hacer unos breves apuntes sobre la impresión que yo me he llevado de estudiar las estadísticas del crecimiento económico venezolano durante este período.  Mi conclusión – inevitablemente parcial y tentativa – es que ellas muestran una realidad muy distinta de la hipótesis contenida en la visión convencional.

El primer punto relevante es que el período de CAP fue un período de muy alto crecimiento.[2] De acuerdo con mis cálculos, el PIB no petrolero venezolano creció a una tasa promedio de 10.1% durante el período de 1974-1978 (Cuadro 1).[3] En contraste, durante el segundo boom petrolero causado por la guerra Irán-Irak y administrado por la administración de Herrera Campins, el PIB no petrolero decrece en un 0.3%.  En otras palabras, la economía venezolana durante este período creció a tasas que sólo hemos visto en la época de la posguerra en los países del sureste asiático.  Podemos tener muchas discusiones sobre si este crecimiento era sostenible o no, pero como una primera aproximación nos da una indicación de que había algo funcionando en esa estrategia económica – y que dejó de funcionar en períodos posteriores, a pesar que estos contaron incluso con mayores recursos.

Es cierto que el crecimiento cae en 1978, a 4.8%.  Esto ocurre como consecuencia de un ajuste fiscal que se hace en 1978 para reducir el déficit que había surgido como consecuencia de la caída de la producción petrolera.[4] Lo que es impresionante es que en ese momento Venezuela ajusta y produce una disminución en los gastos de 6 puntos del PIB, y es sin embargo capaz de hacerlo sin forzar una contracción económica.  Este “aterrizaje suave” es bastante inusual en la historia venezolana, o incluso la historia latinoamericana, y creo que merece un análisis cuidadoso.  En todo caso, mi punto principal es que cinco años después de asumir el poder, CAP entrega un país con una economía que había aumentado su tamaño en dos terceras partes, crecía a una tasa de 5 por ciento y tenía un presupuesto equilibrado.

El punto débil de esta historia es el déficit en cuenta corriente en 1978, que alcanza 8% del PIB. Este déficit es producto de un crecimiento de las importaciones que se da a lo largo de estos cinco años y de la relativa reducción de las exportaciones en términos reales, producto de la estabilización de los precios nominales del petróleo, la pérdida del poder adquisitivo del dólar, y la caída de la producción petrolera.  La respuesta de política económica evidente habría sido hacer un ajuste cambiario, pero ese ajuste probablemente no se consideró viable en un año electoral como 1978 (en el que ya se había decidido hacer un ajuste fiscal).

Mi impresión es que un ajuste cambiario en 1978 habría sido factible e incluso no tan traumático como posiblemente se pensó, y en este sentido mi crítica principal a los formuladores de política de estos años es haberlo postergado por tanto tiempo.  La razón que creo que una devaluación a finales de los setenta no habría sido traumática es que el país no atravesaba una crisis fiscal.  Por lo tanto, devaluar hubiese generado un superávit fiscal que hubiese permitido una expansión del gasto público. A diferencia de muchas devaluaciones posteriores, esta no tenía por qué ser contractiva: si bien había que devaluar para resolver un desequilibrio cambiario, no había que devaluar para redistribuir riqueza de la sociedad al estado.

En otras palabras, es probable que si Venezuela se hubiese decidido a devaluar en 1979 (o incluso en 1978) hubiese podido recuperar  altas tasas de crecimiento y al mismo tiempo  corregido el déficit de cuenta corriente.  Desde esta perspectiva, si bien es comprensible que el gobierno de Pérez haya decidido no devaluar antes de las elecciones en 1978, es mucho más difícil comprender por que el gobierno de Herrera haya decidido mantener la paridad cambiaria y hacer el ajuste de cuenta corriente vía la reducción  de demanda agregada, pagando un costo mucho mayor en términos de contracción económica.

Hay otro punto que vale la pena resaltar sobre el estado de las cuentas externas en 1978, y es que la mayor parte del déficit en cuenta corriente existente en ese momento se financia con un superávit de cuenta de capital que está más o menos igualmente repartido entre el sector público y el sector privado (Gráfico 3). Esta es una señal interesante porque implica que los acreedores externos tenían suficiente confianza en el dinamismo de la economía como para prestarle al sector privado que, en un evento de colapso económico, no tendría la misma capacidad de pago que le da al estado el monopolio de la autoridad tributaria.  Fijémonos cuán diferente era esto de la situación en 1982, en la cual el sector público se endeuda fuertemente mientras el sector privado está acumulando activos.  En otras palabras, en 1978 el gobierno y el sector privado se endeudaban para financiar el crecimiento, pero en 1983 el sector público se endeudaba para financiar la fuga de capitales.  La insostenibilidad de este subsidio implícito es lo que obliga al ajuste cambiario de 1983 a ser fuertemente contractivo, a diferencia de lo que pudo haber sido en 1978.

Fuente: Rodríguez (2008)

Fuente: López Obregón y Rodríguez (2002)

Mi conclusión de esta mirada somera a los números es que en 1978 Venezuela necesitaba un ajuste cambiario, pero este era un ajuste relativamente manejable porque ya el ajuste fiscal se había hecho sin generar una recesión y no existía un subsidio cambiario a la acumulación privada de activos externos.  Creo que este ajuste cambiario habría sido factible y que la historia hubiese sido distinta si se hubiese hecho en ese momento.  Pero los errores de política económica que son directamente responsables por el viernes negro – la contracción de demanda y el financiamiento de la fuga de capitales – ocurren en el siguiente quinquenio, cuando aquellos que criticaban al V Plan tuvieron la oportunidad de aplicar sus recomendaciones.

Fuente: Antivero, 1999.

Este análisis lo puedo hacer con el beneficio de la visión retrospectiva, pero tal vez la pregunta más interesante no es si el programa del primer gobierno de CAP fue el que produjo las mejores consecuencias ex post sino si es el programa que tenía más sentido ex ante.  En otras palabras, imaginémonos que estamos en Venezuela en 1973 y nos enteramos que el país va a recibir un influjo de recursos que va a triplicar sus ingresos externos.  Qué deberíamos planear hacer con esos recursos, dado lo que sabíamos en ese momento sobre el país y sobre los procesos de desarrollo económico?

En esos tiempos, las teorías en desarrollo en boga enfatizaban las restricciones en el acceso a recursos externos como uno de los principales, sino el principal, impedimento para alcanzar el desarrollo.  En esta visión, el problema de los países subdesarrollados era que no tenían el tamaño para poder sostener eficientemente los procesos de producción industrial alcanzables por los países desarrollados y por lo tanto quedaban sumidos en un círculo vicioso por las deficiencias de demanda que provenían de su bajo ingreso por habitante.  El subdesarrollo se convertía en un círculo vicioso que se retroalimentaba a sí mismo.  La idea, llamada ingeniosamente causación acumulativa por Gunnar Myrdal, tenía la implicación de que si un país pobre lograba sobreponerse a la carencia de recursos, podría adelantar un proceso expansivo que la permitiese dar el salto al desarrollo.

Los estudios cuidadosos de W. W. Rostow habían identificado la movilización de recursos como una parte fundamental del proceso de “despegue” hacia el desarrollo, y el boom petrolero significaba que países como Venezuela iban a tener por primera vez acceso a esos recursos.  Esto era algo nunca antes visto, e incluso inimaginable para aquellos que se adherían a la teoría de la dependencia, según la cual el subdesarrollo era la consecuencia de la extracción de recursos de la periferia por parte del centro.  Este podía ser el nacimiento de un nuevo orden económico internacional que permitiría que los países en vías de desarrollo y no los desarrollados pudiesen disponer del excedente generado por la producción de materias primas.

Nunca antes país en desarrollo alguno había tenido la oportunidad de dar el gran salto hacia el desarrollo, y tal vez nunca más la volverían a tener.  Si los ingresos petroleros se podían invertir en generar infraestructura, en industrias productoras de bienes con alta capacidad de encadenamiento en el proceso productivo, en la creación de un capital humano capaz de manejar procesos de producción suficientemente avanzados, se podría generar un proceso de producción autosostenida que más adelante ya no requeriría del petróleo para mantenerse. La crítica de que estos proyectos estaban ”sobredimensionados” carecía de sentido precisamente porque no se debía evaluar los proyectos con respecto a la economía que existía sino con respecto a la economía que se estaba creando.

Tal vez el mayor exponente de esta visión fue Paul Rosenstein-Rodin, quien elabora la idea en un artículo sobre los problemas de industrialización de Europa oriental y sur-oriental, y quien fungió de asesor de Cordiplan bajo la dirección de mi padre.  Yo conocí las ideas de Rosenstein-Rodin mucho más tarde, a mediados de los años noventa, en medio de mis estudios doctorales cuando me topé con el artículo “Industrialization and the Big Push”, escrito por tres profesores de la Universidad de Chicago en 1989, y que formalizaba las ideas de Rosenstein-Rodin bajo un modelo de equilibrios múltiples.[5] La significancia de este artículo estriba en que demuestra que la ideas de Myrdal y Rosenstein-Rodin, que habían sido ignoradas por la comunidad académica por su aparente inconsistencia con los modelos macroeconómicos convencionales,  cabían perfectamente dentro de la lógica de la economía neoclásica. Hoy en día existe una literatura vigorosa sobre los equilibrios múltiples en teoría del desarrollo, pero fue sólo en los años noventa que esas ideas fueron redescubiertas por la tradición neoclásica.

¿Podría haber funcionado el Big Push venezolano?  ¿O, en las palabras de mi padre, era posible la Gran Venezuela?  Tal vez nunca lo sabremos, pues si el experimento tenía alguna oportunidad de funcionar ella fue totalmente destruida en el momento a partir de 1979 donde se aplica la gran contracción de demanda (justamente lo que no debes hacer si estás en medio de un Big Push) bajo la prédica de aquellos que creían que la economía estaba sobredimensionada.

Hoy en día sabemos más que hace 40 años, y hemos visto a muchos más países atravesar por este ciclo.  Varios más han dispuesto de abundantes recursos sin ser capaces de dar ese gran salto – y unos pocos, tales como Corea del Sur, Singapur y Taiwan, han dado el salto sin disponer de los recursos.  Esto nos permite ser mucho más escépticos sobre el énfasis de esta visión del desarrollo en la carencia de recursos como principal restricción al crecimiento.  Ciertamente sabemos que el desarrollo no se alcanza sólo a punta de dinero, aunque aún sepamos demasiado poco sobre cómo se hace para alcanzarlo.

Sin embargo, aun con el beneficio de esta visión retrospectiva, me es difícil retrotraerme a 1973 sin pensar que el país tenía frente a sí una oportunidad que no se debía desperdiciar, y que era la responsabilidad histórica de aquellos que tenían a su cargo el diseño de la estrategia económica buscar una forma de utilizar esos recursos para intentar que Venezuela lograse dar ese salto hacia un proceso autosostenido de desarrollo.

Posiblemente muchas cosas se podrían haber hecho de una forma distinta – y aquí, como en todo, es fácil ser manager después del partido.  Pero la principal decisión de fondo que se estaba tomando en ese momento era si  se intentaba utilizar esos recursos para impulsar el desarrollo del país o – como planteaba Pérez Alfonzo – se debía ahorrarlos en instrumentos externos.  Recuerdo una conversación que una vez tuve con mi padre sobre esto, en la cuál él argumentaba que si hubiésemos invertido esos recursos en bonos del tesoro norteamericano, habríamos estado escogiendo invertir en el desarrollo de los Estados Unidos y no en el nuestro.  Casi cuatro décadas después del momento en que el país se enfrentó a esa encrucijada, no me queda ninguna duda que apostarle al desarrollo de Venezuela era y sigue siendo la decisión correcta.

2001: Descubriendo un legado

Hace unos diez años, cuando dirigía la Oficina de Asesoría Económica y Financiera de la Asamblea Nacional, decidí que iba a cumplir un viejo sueño – e iba a saldar una vieja deuda – dando clases de economía en la Universidad Católica Andrés Bello, el mismo lugar donde hice mis estudios de pregrado.   En vez de escoger dar clases sobre crecimiento o economía internacional – materias que ya había enseñado antes en la Universidad de Maryland – decidí dar un seminario sobre historia económica de Venezuela.  Era la única forma de disciplinarme a mí mismo para aprender todo lo que no sabía sobre una materia cuyo conocimiento me parecía indispensable pero que había estado totalmente ausente de mi formación académica.

Recuerdo mi impresión cuando como parte de mi preparación para esa clase, leí el primer capítulo de Venezuela, política y petróleo.  Sigo pensando que hoy por hoy, ese capítulo contiene posiblemente la mejor historia de la explotación petrolera venezolana que se haya escrito.  La calidad y minuciosidad de la investigación histórica se combinan con una claridad de argumentación y análisis cuidadosamente hilvanados con una apasionada y razonada defensa de una postura nacionalista.  Al leer esas páginas me percaté de que Rómulo Betancourt era una figura intelectual descollante que había escogido a la política como forma de poner su capacidad de pensar al servicio de la sociedad.

No me sorprende que la reacción de mi padre al leer el libro por primera vez – mediando la distancia del tiempo y las diferencias en nuestra formación – haya sido tan parecida a la que yo tuve casi medio siglo después.  Para un joven militante de Acción Democrática con inclinaciones académicas, ese libro debe haber sido no sólo una fuente de conocimiento, sino también de orgullo, admiración y emoción.

Al mismo tiempo, como él describe en estas páginas, la relación entre mi padre y Rómulo Betancourt estuvo marcada por acercamientos y distanciamientos.  Los distanciamientos más fuertes se dan como consecuencia de confrontaciones políticas dentro de Acción Democrática – la primera fue el proceso que lleva a la división del MIR a inicios de los sesenta;  la segunda fue el enfrentamiento entre Carlos Andrés Pérez y la jerarquía de Acción Democrática en la lucha por el control del partido a finales de los setenta.  Esas desavenencias interrumpieron una rica y fructífera conversación entre dos visiones y experiencias;  siento que este libro es el intento por parte de mi padre de reabrir esa conversación.

1977, 1989: Tiempos de definiciones

La segunda de esas desavenencias ocurre a mediados de 1977.  En ese momento, a poco más de un año antes de las elecciones presidenciales, ya se comenzaba a hacer evidente el conflicto dentro del partido de gobierno entre los partidarios de Carlos Andrés Pérez y gran parte de la  jerarquía del partido, incluyendo a Betancourt.  Entrevistado en el programa televisivo Frente a la Prensa, mi padre hace unos comentarios muy críticos sobre los cuadros de dirigencia media del partido.  Vale la pena ver estos comentarios con detenimiento:

“Yo, por ejemplo, en la comunidad donde vivo, no me siento representado, y lo debo decir con absoluta sinceridad, ni por las autoridades municipales ni tampoco me siento representado por las mismas autoridades, por la misma dirigencia local de mi partido político…. esto es muy grave para el sistema democrático, sumamente grave, cuando la dirección está aislada de la población….creo que aquellos factores dirigentes que procuren lograr ahora y profundizar en el futuro una mayor comunicación entre la dirección de sus partidos y las grandes masas de militantes e independientes…estarían dando una excelente contribución a la permanencia y profundización del sistema democrático”

Estos comentarios merecieron una reacción enfurecida de Betancourt, quien los veía como un ataque a la estructura de partido que él encabezaba y a las fuerzas que le eran más leales en lo que cada día era un enfrentamiento más frontal con Pérez.  Y si bien es relevante desde el punto de vista del análisis histórico entender el contexto político que llevó a esta discusión,  pare mí es más relevante entender por qué una organización como Acción Democrática – y un hombre de la trayectoria y perspectiva de Betancourt – no fueron capaces de entender la necesidad urgente de transformación que enfrentaba.

Porque la queja que hizo mi padre sobre la dirigencia de los partidos políticos fue la misma queja que tenían muchos venezolanos y que fue llevando progresivamente a un deterioro de la credibilidad de la clase política en el país.  Esa falta de representatividad de los políticos venezolanos, esa sensación de que las maquinarias políticas buscaban promover su propio interés y poder más no el del país, tuvo mucho que ver con la incapacidad que tuvo Venezuela para sobrevivir las grandes convulsiones económicas que vendrían durante las próximas décadas.  La consecuencia de este proceso fue la desaparición progresiva de los partidos de centro del escenario político venezolano, tal vez una de las principales razones detrás del proceso de polarización hoy vivido en nuestro país.

Si la entrevista de Frente a la Prensa es impresionante por la forma en que se anticipa al sentimiento antipartidos que va a capturar la política venezolana desde finales de los ochenta y que va llevando a los electores a buscar planteamientos cada vez más  radicalmente opuestos al sistema, hay otro documento escrito por mi padre que me parece de aún mayor significación histórica.  Se trata del memorándum que él escribe a Carlos Andrés Pérez el 31 de enero de 1989 (y que hasta este momento no ha sido publicado), una semana antes de la toma de posesión de su segundo período presidencial, momento para el cual ya se conocían los lineamientos básicos del programa de ajustes que iba a ser implantado por el presidente electo.

Frente al planteamiento de la adopción de un programa de shock que buscaba restablecer los equilibrios macroeconómicos a través de un ajusté simultáneo de cuentas fiscales y externas, la liberación de precios y tasas de interés, y el comienzo de un programa agresivo de privatizaciones, mi padre advierte sobre cómo este programa contenía “una pérdida de identidad concep­tual con los valores del paradigma social democrático de avanzada, y un riesgo de incompatibilidad con las realidades del poder político en la sociedad venezolana.”  Expresa preocupaciones con la consistencia económica de algunas de las medidas, en particular aquella referida a la liberación de las tasas de interés, pero su principal preocupación es con las consecuencias políticas y sociales de aplicar una terapia de shock:

“La liberación de precios y de las tasas de interés, la flotación del tipo de cambio, el aumento de sueldos y salarios, la reducción o disminución de subsidios indirectos, etc., cuyos efectos a lo mejor podrían ser asimilados gradualmente en un plazo mayor, al administrarse de un  solo golpe, en una especie de “Shock Treatment”, van a generar de inmediato una serie de reacciones en la estructura política del país…[que] con toda seguridad obligarán a rectificaciones accidentadas casuísticas que mermarán, como hemos señalado, la credibilidad interna y externa en la política económica del nuevo gobierno.”

El cuidado prestado al diseño económico del paquete, argumenta mi padre, contrasta fuertemente con la ausencia total de un diseño de política social:

“La logística para la red de comedores populares, para las becas a los estudiantes de las clases pobres, para los programas de vivienda de interés social, etc., es, en medida substan­cial, inexistente. La única vía compensatoria inmediata es la que puede instrumentarse mediante un aumento de sueldos y salarios…el valor real de esta compensación salarial se extinguiría en un período relativamente corto.”

Por último, en el fondo del diseño de este paquete hay una inconsistencia básica con los objetivos de un movimiento de amplia base popular y orientación de centro-izquierda:

“Esta forma de instrumentación de políticas económicas… no puede conducirse de manera soste­nida y consistente por partidos socialdemócratas, con una poderosa presencia interna del movimiento popular organizado…representativo de los sectores donde se concentra, en el corto plazo, el costo social de las medidas correctivas correspondientes. Son para ser aplicadas en un marco de mayor continuidad por gobiernos autoritarios como los de Pinochet y Jaruzelski, que son los arquetipos de buenos estabilizadores y paga­dores de los banqueros occidentales, y el de Margaret Thatcher, quien no tiene en el seno del Partido Conservador al Congreso de Sindicatos Británicos ni al Sindicato de Mineros que pudo destruir implacablemente en la reciente huelga carbonífera.”

Si los planteamientos de 1977 son impresionantes por haberse anticipado en una década a la crisis de representatividad de los partidos políticos venezolanos, los de enero de 1989 lo son por haberse anticipado a la crisis social y política generada por la aplicación del paquete de ajustes y a la reacción ante las políticas del consenso de Washington que se generaría mucho más allá de las fronteras de nuestro país.

La crítica que hace mi padre en ese momento era inusual entre los economistas de su época – de la misma forma que la crítica de 1977 fue inusual entre los políticos de su época. Sin embargo, son las mismas críticas que a lo largo de esa década comenzarían a cobrar más y más fuerzas en la discusión de políticas latinoamericana  y a capturar adherentes incluso en el campo de los economistas tradicionales.  Los años noventa trajeron múltiples ejemplos de cómo los programas de ajuste de corte de mercado minaban sus propias posibilidades de éxito al ignorar la necesidad de programas sociales compensatorios, descuidar las realidades políticas y permitir fuertes incrementos en la desigualdad.  En este sentido, al igual que la entrevista de 1977, el memorándum de 1989 parece haber sido escrito diez años más tarde.

2011: Lo que podemos aprender de estas páginas

No creo que la capacidad de estos dos documentos de anticiparse a la evolución de las ideas políticas en nuestro país sea casual.  Si bien muestran una gran agudeza y perspicacia analíticas, la razón que los traigo a colación es que creo que lo acertado de su análisis es consecuencia de una serie de influencias intelectuales y vivenciales de las cuales aquellos que pertenecemos a generaciones posteriores tenemos mucho que aprender.  Esa es la misma razón por la cual creo que este libro es valioso mucho más allá del restringido público con un interés por el pensamiento de Betancourt.

La singularidad intelectual de las reflexiones que hizo mi padre en esos documentos y a lo largo de su trayectoria intelectual le debe mucho a una combinación inusual en su formación académica.  Se trata de la fusión entre un amplio conocimiento de la literatura marxista y una formación sólida en el instrumental analítico de la economía neoclásica.  Si bien mi padre no es la única persona que ha hecho la transición entre esas dos perspectivas analíticas, sí creo que es de las pocas que ha pasado del marxismo a la economía neoclásica sin renegar del primero de estos.

Tal vez otra persona habría usado la oportunidad de estudiar economía en la London School of Economics después del fracaso de la aventura izquierdista del MIR como el momento apropiado para deslastrarse de su formación marxista.  Pero creo que el respeto básico de mi padre por el conocimiento y su fuerte convicción social le impidieron hacer esto.  De esta forma, al adelantar sus estudios de economía en Inglaterra, mi padre estaba formando una concepción propia e inusual, que combinaba la perspectiva de los textos clásicos del marxismo con una comprensión mucho más sólida del funcionamiento de los mercados.

La capacidad de juntar estas dos perspectivas marca una diferencia clave entre el pensamiento de mi padre y el pensamiento de la mayoría de los economistas de su época.  En mi opinión, la principal contribución del marxismo a nuestra comprensión de las sociedades no está en su análisis económico sino en su instrumental para analizar la interacción entre los fenómenos económicos y los conflictos políticos.  Al enfatizar que los conflictos políticos son en gran medida conflictos distributivos entre distintos grupos con intereses contrapuestos, y que los cambios en la economía y la adopción de políticas económicas generarán reacciones, reacomodos y respuestas de cada uno de esos grupos, la tradición marxista nos obliga a siempre contemplar la dinámica política cuando pensamos en economía.  En ese sentido el marxismo ha sido y es la economía política por excelencia.

Por el contrario, la economía política no era parte del instrumental de los economistas encargados del diseño de las políticas económicas de los años noventa.  De hecho, la caracterización hoy por hoy aceptada del consenso de Washington, propuesta por John Williamson en 1992, no contiene ningún elemento ni referencia a la política.  Esto no es coincidental.  Por un lado, la economía política estaba asociada con las visiones heterodoxas que habían permanentemente cedido espacio ante el avance neoclásico en las universidades norteamericanas e inglesas.  Por otro lado, los primeros intentos por desarrollar un análisis político neoclásico, a través de las contribuciones de la escuela de Public Choice, son para los años ochenta aún relativamente marginales dentro del campo, además de estar fuertemente enfocados en comprender la ineficiencia de los mercados políticos más que la forma de tomarlos en cuenta para el diseño de políticas.

La combinación inusual de dos tradiciones intelectuales  no es, sin embargo, la única razón por la cual el pensamiento de mi padre era tan distinto del de la mayoría de los economistas de esa época.  A diferencia de ellos, mi padre no era sólo economista, sino también – y tal vez fundamentalmente – dirigente político.  Desde la experiencia de la resistencia al perezjimenismo, pasando por las duras lecciones aprendidas durante los años sesenta, mi padre aprendió a pensar y razonar en el contexto de los conflictos y negociaciones políticas.  Conocía muy bien el significado de la negociación y las consecuencias de su ausencia y entendía cómo las iniciativas más lógicas y llenas de sentido común pueden fracasar cuando no hay un proceso básico de entendimiento entre los grupos que tienen la capacidad de obstaculizarlas.  A un nivel más fundamental, tenía ese conocimiento de la realidad del día a día de la gente que se podía adquirir a través de la participación activa en un partido de amplia orientación popular como AD, esa vinculación básica que permite entender las realidades y complejidades humanas inherentes al proceso de toma de decisiones públicas.

Es este el sentido en el que mi padre y Rómulo Betancourt, a pesar de sus muchas diferencias y desacuerdos, más se parecen. En ello son representantes de una época de la que creo que tenemos mucho que aprender.  Porque ambos fueron venezolanos con el talento y sagacidad intelectual como para convertirse en grandes académicos pero para los cuales la dedicación de esa capacidad de pensar a la transformación activa de la sociedad tenía que estar en primer plano.  Fue justamente ese deseo de transformar al país lo que los movió desde un primer momento a buscar entender el mundo a su alrededor.

Esta realidad cambió cuando los tiempos de los intelectuales políticos dieron paso a una división del trabajo cada vez más exacerbada entre los que se dedican a investigar y los que se dedican a decidir. La separación creciente ente el pensar y el transformar nos dejó en un mundo en el cual la vaciedad del pensamiento de nuestros políticos compite con la ingenuidad del de nuestros economistas.

Confieso una gran envidia por la época en que cualquier venezolano militante o simpatizante del principal partido de oposición encontraba las principales ideas de los dirigentes de su partido en su obra escrita.  Eran esos tiempos en que el primer dirigente político del país podía ser también el autor del mejor libro sobre el petróleo en Venezuela, o en los cuales el ministro de economía no sólo estaba formado en las mejores universidades del mundo sino también había pasado tiempo en las cárceles de la dictadura perezjimenista.

Posiblemente, esa realidad emanaba de una comprensión básica de que la política económica era demasiado relevante para dejársela sólo a los políticos, y demasiado peligrosa como para dejársela sólo a los economistas.  La labor de gobernar en serio sólo podía ser desempeñada por dirigentes que juntasen lo mejor de las dos tradiciones, que fuesen intelectuales y políticos a la vez y para los cuales el trabajo de pensar al país no fuese separable de la labor de transformarlo. Tal vez esa singular visión sólo podía emerger después del duro encontronazo con la realidad que vive el movimiento estudiantil cuando a partir de 1928 sale de las aulas a comenzar a sembrar las semillas de la transformación política de nuestro país.  Guardo la esperanza de que esta lección guíe las acciones de los valientes jóvenes herederos de esa tradición que hoy, desde las principales casas de estudio del país, se han dedicado a comenzar la lucha por volver a unir a nuestra nación.

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Francisco Rodríguez es economista egresado de la Universidad Católica Andrés Bello (1993) con Ph.D. en Economía de la Universidad de Harvard (1998).  Ha sido profesor de la Universidad de Maryland en College Park, Universidad de Wesleyan y el Instituto de Estudios Superiores de Administración.  Entre 2000 y 2004 dirigió la Oficina de Asesoría Económica y Financiera de la Asamblea Nacional.  Entre 2008 y 2011 se desempeñó como Director de Investigaciones de la Oficina para el Informe sobre Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. A partir de agosto de 2011 se desempeña como Director  para Investigaciones sobre la Región Andina en Bank of America Merrill Lynch.

Referencias

Pérez Alfonzo, Juan Pablo (1976) Hundiéndonos en el excremento del diablo.  Colección Venezuela Contemporánea. Editorial Lisbona.

Pérez Alfonzo, Juan Pablo (1978) Venezuela se acerca a la debacle, reimpreso en Banco Central de Venezuela (1999) La economía contemporánea de Venezuela. Ensayos escogidos, tomo II, pp. 231-297.

Banco Central de Venezuela (2000) Series Estadísticas de Venezuela. Tomo I-B: Balanza de Pagos (Serie 1940-1999) Caracas: BCV.

Kevin M. Murphy; Andrei Shleifer; Robert W. Vishny (1989) “Industrialization and the Big Push,” The Journal of Political Economy, Vol. 97, No. 5. (Oct., 1989), pp. 1003-1026.

López Obregón, Clara and Francisco Rodríguez (2001) “La política fiscal venezolana:  1943-2001,” in OAEF (2002) Reporte de Coyuntura Anual 2001. Caracas: OAEF.

Rodríguez, Francisco (2007) ““The Anarchy of Numbers: Understanding the Evidence on Venezuelan Economic Growth,” Canadian Journal of Development Studies 27(4), 2006.

Rodríguez, Francisco (2008) “Un nuevo índice encadenado del producto interno bruto venezolano,” Revista BCV, XVIII (2), julio-diciembre: 99-118

Rosenstein-Rodan, Paul N. “Problems of Industrialisation of Eastern and South-eastern Europe.” Economic  Journal. 53 (June-September 1943): 202-1 1.


[1] Pérez Alfonzo (1976, 1978)

[2] Como he señalado en otros escritos, la mejor medida para evaluar el desempeño de la economía en el largo plazo es el crecimiento del PIB no petrolero.  Esto se debe a que el PIB petrolero se ve distorsionado en momentos en que el país hace uso de su capacidad de fijación de precios (como lo hizo como parte de la OPEP en los setenta) para aumentar el nivel de ingreso real – en ese caso el PIB petrolero a precios constantes baja aunque el nivel de ingreso real del país esté subiendo.   Ver Rodríguez (2007)

[3] La data proviene de Rodríguez (2008), en la cual explico las diferencias con la metodología uilizada en el índice de producción a precios constantes construida por el BCV base 1968.  De acuerdo con la serie del BCV base 1968, el crecimiento del PIB no petrolero en ese período fue 7.8%.

[4] Este descenso, que fue principalmente producto de  la desinversión que había ocurrido previo a la nacionalización, llevó a que la producción venezolana bajase de 3.0 mmbd en 1974 a 2.2 mbd en 1978.  Creo que entre los analistas de esta época hay un consenso más o menos unánime de que este descenso fue causado por decisiones y dinámicas establecidas previas a la nacionalización, y que la fuerte inversión petrolera hecha en los años setenta permitió detenerlo.

[5] Murphy, Shleifer and Vishny (1989).