Vivir

Restaurant cubano, por Mirtha Rivero

Por Mirtha Rivero | 20 de marzo, 2012

Hace unos meses abrieron en Monterrey un restaurant de comida cubana. Unos amigos me insisten para que vaya. La música es cheverísima, dicen.

El negocio es uno más de una cadena que con el mismo nombre funciona en por lo menos otras dos ciudades mexicanas –cual si fuera franquicia gringa-, con igual servicio, menú, música y hasta boutique (venden gorras “Mi comandante”). El personal en su mayoría es mexicano, pero por lo menos una cocinera, todos los músicos y los dos hombres de seguridad que custodian la puerta son de nacionalidad cubana. Y contra lo que pudiera pensarse, todos los cubanos salieron de Cuba por el Aeropuerto Internacional José Martí. Sin angustias ni sofocos. Con su pasaporte en la mano y un permiso gubernamental para ausentarse de la isla por un año entero. Cuando lo supe, automáticamente pensé en Yoani Sánchez y en sus fallidos intentos para conseguir una autorización de viaje; también pensé en Frank Álvarez, un joven cubano que arribó a Caracas a principios de los noventa.

Frank tenía doce años cuando su mamá –Raquel-, aprovechando unos acuerdos entre los gobiernos cubano y venezolano, comenzó a pedir permiso para salir de Cuba. La idea era emigrar para “donde fuera”, antes de que el muchacho cumpliera la edad de hacer el servicio militar (dieciséis años). Al saber de ese convenio con Venezuela, los trámites se enfilaron hacia Caracas, en donde Raquel, además, tenía amigos que la podían recibir a ella y a su hijo. Sabía que a Rodolfo, su marido –padrastro de Frank-, sería muy difícil que le permitieran salir.

Raquel –docente con doctorado en Historia- inició las diligencias a mediados de 1989. Hizo las mil y una filas que debía hacer, llenó los papeles que le exigían llenar y buscó todos los documentos, recomendaciones, fotografías, firmas y sellos que a cualquiera se le ocurría pedir. En esos trajines gastó dos años, hasta que un día –empujada- se decantó por la opción B: salir en lancha hacia Estados Unidos. La fecha escogida fue una de agosto de 1991, en medio de la bulla por la celebración de los Juegos Panamericanos en La Habana. De nueva cuenta, sólo partirían ella y su hijo; Rodolfo los acompañaría nada más hasta verlos zarpar.

Pero ese día tampoco tuvieron suerte. En la playa –ellos, y veinte personas más- fueron sorprendidos por una patrulla, y se los llevaron presos. Alguien los había delatado.

Frank y Raquel durmieron tres noches tras las rejas; Rodolfo fue juzgado y condenado a cinco años de prisión, por intento de salida ilegal. Ella también encararía un juicio, aunque en libertad porque debía hacerse cargo de su hijo, menor de edad.

Lo más triste de esta historia es que cuando Raquel y Frank regresaron a su casa –aporreados, estragados por el hambre, y con el ánimo en el piso-, encontraron en el buzón de la puerta un sobre con la autorización para salir de la isla. Parecía maquiavélico.

Raquel no quiso perder esa oportunidad; aunque ella no podría viajar por el juicio pendiente, su hijo sí. Frank llegó a Caracas en diciembre de 1991 al seno de una familia amiga. Tenía 15 años de edad, jamás había visto una escalera eléctrica, sólo conocía la malta de probarla en los carnavales y nunca había tomado una ración de helado sin hacer fila. Dos semanas después de aterrizar en Maiquetía, se había tomado cinco maltas, y un día devoró veintiún bolas de helado de una sentada.

Hoy, acordándome de Frank (y de Yoani) decido que no puedo entrar a ese restaurant cubano de Monterrey. Como diría mi mamá: es algo más fuerte que yo.

***

Publicado en Prodavinci por cortesía de día D, el suplemento dominical del Diario 2001

Mirtha Rivero 

Comentarios (4)

Alfredo Ascanio
20 de marzo, 2012

Claro tienes toda la razón de no ir al restaurante cubano en Monterey, debido a esas injusticias de un gobierno comunista que no respeta al ser humano.

Lorena
20 de marzo, 2012

Ese es el muchacho que arreglaba las computadoras? Me acuerdo de él! Qué será de su vida? Será que todavía se siente “libre”?

Carlos Hernandez
21 de marzo, 2012

Entiendo tu decision solidaria amiga… en Diciembre del 92 fui a la habana, donde por cierto, los cubanos de a pie me preguntaban al saber que era venezolano, quien era ese loco que queria tumbar a Perez; un dia fui a Copelia, vi la grandisima cola que tenian que hacer los cubanos para comerse su helado de dos bolas, acostumbrado a las colas de Caracas, decidi hacer la cola, y asi conversar con la gente, pero unos funcionarios, al verme me sacaron de alli, habia una entrada para los turistas, donde no habia que hacer cola…no probe los helados de Copelia, a pesar de su fama, en solidaridad con los cubanos que tenian que ser discriminados en su pais. Mas tarde, a una cuadra de Copelia, fotografie cuatro jovenes que venian con dos helados cada uno.

Alix Elena Rosales
21 de marzo, 2012

Una historia sin fin…al parecer. Qué triste.

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