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En suelo prestado, por Mirtha Rivero

Es domingo por la mañana. Estoy sentada al frente de la mesa del comedor y miro hacia el patio a través de la puerta de vidrio. Tengo frío. Hace rato que estoy despierta. Ya desayuné, e incluso me leí todo lo que me faltaba del periódico de ayer (mi marido aún no sale a comprar la edición de hoy). Me acompaña Paulina, mi gata, recogida sobre un tapete en el piso.

No llevo reloj en la muñeca pero sé que son las ocho en punto porque hasta mi casa, al pie de la sierra, acaban de llegar las campanadas de la iglesia que está como a dos kilómetros. Desde hace seis años, todos los días a esta hora las escucho. Sin falta. Como en un pueblo de mi infancia. Pero no estoy en un pueblo; vivo en una ciudad de casi siete millones de habitantes, una urbe inmensa que tiene cada vez más fábricas, edificios, centros comerciales, hoteles, autopistas y carros y más carros.

Es una ciudad en constante movimiento; sin embargo, aunque cueste creerlo, el agite citadino no impide que, diariamente, escuche las campanas de una iglesia llamando a misa. Es un sonido agradable, pienso mientras me abrazo y encojo los hombros –me acurruco más bien- buscando darme calor.

Dentro de poco ya no escucharé ese tañido. En unos días me mudo, y en vez de unas campanadas puntuales, oiré –no sé con qué frecuencia- el silbato y el traqueteo de un tren de carga.

Me siento rara. A lo mejor es el frío.

Me he mudado muchas veces en mi vida, y sé de las emociones encontradas que una mudanza provoca. A veces cohíbe enfrentar y acostumbrarse a un espacio nuevo, por deseado o bonito que sea; acomodarse a una luz y unos sonidos distintos. Instalarse en otras rutinas. Más, si la mudanza es para una casa propia. El alquiler sugiere caducidad; habla de tránsito, de algo pasajero, provisional. La propiedad, en cambio, implica afirmación, establecimiento, echar anclas.

Me he mudado varias veces en mi vida, vuelvo a decirme… Pero nunca antes me había tocado hacerlo en un país que no es el mío.

Desde que mi marido y yo llegamos a México, rentamos una casa pequeña en las faldas de una montaña. Es una construcción hermosa y acogedora –una casa prestada, siempre he dicho- adonde un día llegó, para quedarse, una gata mestiza. Ahora, después de seis años de vivir en este suelo –un suelo prestado-, tomamos la decisión de cambiarnos. La nueva casa también es hermosa, también es en la misma ciudad y está al pie de una montaña. Pero ya no será una casa alquilada.

Comprar una propiedad simboliza posesión, pero comprar una propiedad para habitarla (no, para vacacionar; no, por invertir) más que dominio, significa establecerse. Apunta al largo plazo. Comprar una casa para vivir en un país que no es el de uno insinúa el arraigo. Y también un desarraigo.

Me siento rara. Ya sé que no es por el frío.

Acabo de desayunar, pero en este instante se me antoja una comida como la de mi casa. La propia, la de antes, la de siempre. Y eso será nuestro almuerzo dominguero. Lo acabo de decidir: ahora mismo salgo para el supermercado, porque hoy comeremos arepas (sí, aquí sí se consigue Harina Pan, aunque hecha en Colombia) con jamón, queso, caraotas refritas (a Dios gracias, por todos lados las venden hechas), plátano frito y aguacate.

Evocando a mis sabores –los que me dicen de dónde vengo, de dónde soy- me preparo para la vida en una nueva casa.

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Publicado en Prodavinci por cortesía de día D, el suplemento dominical del Diario 2001