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El acertijo del asesino en la puerta, por Umberto Eco

Hace no mucho tiempo, siguiendo las huellas de Jonathan Swift y su panfleto The Art of Art of Political Lying, publicado en 1712, escribí acerca de los grandes mentirosos y mencioné la vieja disputa entre moderados rigoristas.

Los primeros conceden que, en última instancia, es aceptable decir algunas mentiras (por ejemplo, en aras de la diplomacia o la cortesía), en tanto que el segundo grupo siempre ha mantenido que no se debe mentir: ni siquiera para salvar la vida de una persona.

El clásico acertijo del “asesino en la puerta” fue planteado por San Agustín, quien era un rigorista: un pobre hombre busca refugio en tu casa, y tú accedes a ocultarlo en tu hogar. Al cabo de un rato el asesino llega y pregunta acerca del paradero del hombre que está buscando. ¿Qué es lo que haces? El sentido común nos dice que debemos mentir y decirle al asesino que ignoramos el paradero del otro hombre o que lo vimos encaminarse hacia otra parte. Pero el rigorista te dirá que, dado que no debemos mentir bajo ninguna circunstancia, debes confesar al asesino que el hombre está oculto en tu propia casa. Naturalmente, con el tiempo han cambiado las convenciones al respecto, y este acertijo parece menos severo hoy en día: una persona puede simplemente abstenerse de dar la información al asesino, sin mentir abiertamente. No obstante, en general los rigoristas nunca han abandonado su completa oposición a mentir.

Esto nos lleva a Immanuel Kant, uno de los más renombrados defensores de la posición rigorista.

Kant, quisiera señalar, fue también una de las grandes mentes en la historia de la filosofía. Pero en ocasiones emitía declaraciones que, como Homero, nos dejan desconcertados todavía hoy en día. Una de las más conocidas de ellas fue su condena de la música como una forma inferior de arte, en The Critique of Judgement (1790). La música no es más que un arte “agradable”, escribió, porque “sólo juega con las sensaciones” —a diferencia de las artes “formativas”, como la pintura, la escultura y la arquitectura, que dejan una “impresión más duradera”. También señaló que la música altera a aquellos que no desean escucharla: la comparó con el pañuelo perfumado que los hombres acostumbraban llevar en los bolsillos y sacaban de vez en cuando, forzando a otros a inhalar involuntariamente su aroma.

Sin embargo, en el tema del asesino que pregunta si el hombre que pretende convertir en su víctima está en tu casa, Kant ofreció un argumento extraordinario. En In a Supposed Right to Lie From Altruistic Motives (1797), escribió:

“Si por decir un mentira has prevenido un asesinato, te has hecho legalmente responsable por todas las consecuencias; pero si te ha atenido rigurosamente a la verdad, la justicia no puede castigarte en modo alguno, cualesquiera que sean las consecuencias imprevistas. Después de que has contestado honestamente la pregunta del asesino acerca de si su víctima potencial está en casa, puede suceder que ésta haya huido de la casa para no toparse con el asesino y, en consecuencia, el asesinato no se comete. Pero si hubieras mentido y dicho que no estaba en casa cuando realmente se había escapado sin que tú lo supieras, y si el asesino se lo hubiera encontrado al salir y lo hubiera matado, tú podrías ser acusado justamente de su muerte. Porque si hubieras dicho la verdad tal como la conocías, quizás el asesino hubiera sido aprehendido por los vecinos mientras buscaba en la casa y, en consecuencia, el crimen se hubiera prevenido. Por tanto, quien diga una mentira, por más bien intencionada que ésta pueda ser, debe responder por las consecuencias, por más imprevisibles que éstas sean, y cumplir la condena por ellas incluso ante un tribunal civil”.

Espero que el propio buen Kant nunca haya sido castigado por mentir debido a “motivos altruistas”. En cuanto a su fe en esos hipotéticos vecinos, si tuvieran el mismo valor que Kant, entonces la víctima potencial estaría condenada.

¿Por qué estoy narrando nuevamente esta historia, que hubiera sido generoso (para el legado de Kant) olvidar? Siempre me siento fascinado por la estupidez, pero cuando expresiones de estupidez aparecen en los escritos de hombres verdaderamente grandes, es como ser sacudido por una visión redentora: el hecho de que incluso los genios pueden decir tonterías es una fuente de gran consuelo para el resto de nosotros, que ponemos en duda nuestro sentido común cada día.