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Infeliz, por Mirtha Rivero

Hace unos días, ordenando el escritorio encontré una hoja amarillenta que escondida –más que sujeta- bajo un pisapapeles se ha resistido una y otra vez a terminar en el cesto de la basura. Se trata de un recorte de periódico –viejo y maltratado por lo mucho que se ha doblado y desdoblado en los últimos dos años y medio- que recoge dos ensayos de la escritora croata Dubravka Ugresic, incluidos en su libro No hay nadie en casa (Anagrama, 2009).

De los textos, entresaco fragmentos del titulado Derecho a la infelicidad:

“En las calles de ciudades extranjeras [a los ex yugoslavos] se les reconoce enseguida. Acechan ceñudos el entorno, se mueven con cautela, dispuestos a defenderse igual que si estuvieran en la selva, igual que si detrás de cada arbusto los estuviera esperando una cosa espantosa… Cuando se les pregunta: ¿Cómo estás?, mis paisanos suelen responder: Mejor, no preguntes. Lo más que se puede obtener de ellos es: Así, así, podría ir mejor…”

Termino de repasar ese párrafo y pienso, en automático, en Venezuela y en el sempiterno “chévere” o el más reciente “fino” que se lanza al responder un saludo. Pienso también -¿cómo evitarlo?- en las encuestas internacionales que hace unos meses dieron cuenta de que somos uno de los pueblos más felices del planeta: una, elaborada por la Televisión de Corea del Norte, decía que junto con China, Irán, Cuba y la propia nación norcoreana, el nuestro formaba parte del selecto club de los cinco países más felices del mundo (es inútil detenerse a calificar la fuente o calibrar los compañeros de combo); otra, el Barómetro de las Américas 2011, de la norteamericana Vanderbilt University, señala que ocupamos la tercera casilla en el hemisferio –escoltando a Brasil y Costa Rica- en materia de sensación de bienestar; y la tercera, realizada por la prestigiosa Gallup, asegura que entre ciento diez países, los venezolanos ocupamos el puesto doce en el Índice de satisfacción.

Así que no hay tutía: somos, nos sentimos o nos creemos de los seres más happies del universo.

Puedo imaginar la sonrisa de los encuestados a la hora de enfrentarse a los encuestadores. Lo que no me termina de caber en la cabeza es la manera en que –según tan distintas fuentes- somos capaces de mentir de un modo tan descarado.

¿O será que hemos llegado a un estado tal, que la gente es feliz simplemente porque puede respirar? Porque se bandea con la inflación y la escasez. Porque la delincuencia no lo ha tallado (que levante la mano quien no la ha visto de cerca). O porque el cachazo que nos propinaron al robarnos –gracias a Dios- no nos dejó gafos. O porque se metieron en la casa y se llevaron hasta la alcancía del hijo más pequeño, pero “no nos hicieron daño”.

Entiendo que, en Venezuela, alguien –cualquiera- se sienta aliviado si tiene trabajo, y no lo orillan estrecheces ni el hampa ha tocado a su puerta. Pero ¿y qué pasa con el que vive al lado? ¿Acaso no afecta lo que le sucede al hermano, al primo, al amigo o al vecino de la esquina? ¿Cómo se puede ser feliz cuando la miseria, el miedo y el horror se instalan en la cuadra, en la ciudad, en el país entero?

“Mientras otras sociedades –dice Dubravka Ugresic- tiene en sus paquetes ideológicos un apartado dedicado al derecho de los ciudadanos a la felicidad personal, mis ex paisanos han luchado por lo contrario (y lo han conseguido), el derecho a la infelicidad personal.”

Hay pueblos –me digo- que tal vez se regodean en su tragedia. Hay otros, en cambio, que la esconden bajo la cama, y encima le sonríen a una cámara.

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Publicado en Prodavinci por cortesía de día D, el suplemento dominical del Diario 2001