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Los rostros de la ficción, por Patricio Pron

Vasco Szinetar y Jorge Luis Borges

 

“Al enseñarnos un nuevo código visual, las fotografías alteran y amplían nuestras nociones de lo que merece la pena mirar y de lo que tenemos derecho a observar” escribió Susan Sontag; su observación posee una validez extraordinaria cuando se piensa en ese singular capítulo de la fotografía contemporánea que es el retratismo de escritores, un tipo de retratismo paradójico que extrae sus temas de una disciplina artística de escasa visibilidad cuya principal característica es la falta de autonomía.

A él le debemos imágenes extraordinarias como la fotografía de Jorge Luis Borges que Daniel Mordzinski (Buenos Aires, 1960) hizo en 1978 y que lo muestra de perfil junto a un cono de luz que no puede ver mientras una mano irrumpe a sus espaldas, pero también una buena cantidad de imágenes ridículas que no apelan tanto al humor como a ese incómodo sentimiento que llamamos vergüenza ajena y que los ingleses llaman al parecer “Spanish shame” o vergüenza española: un escritor exhibiendo fotografías de sí mismo, otro esgrimiendo una aspiradora contra el cielo, uno en posición fetal sobre una mesa de billar (por mencionar sólo tres fotografías de Mordzinski).

No parece necesario decir que ninguna de estas tres actividades son realizadas regularmente por escritores y que ninguna de ellas tiene que ver con lo que los ha convertido en escritores en primer lugar y ha suscitado el interés del fotógrafo por ellos, pero importa mencionarlo porque lo que estas imágenes muestran es una solución (correcta o errónea, poco importa) al problema de que la escasa materialidad del acto de escribir hace imposible dar cuenta de él de otro modo que fotografiando a quien escribe. A diferencia de otras disciplinas artísticas, la escritura es muy poco atractiva desde el punto de vista de la fotografía (el escritor que trabaja resulta singularmente menos interesante desde ese punto de vista que el pintor que pinta o el actor que actúa), un problema al que debemos sumar uno vinculado con la propia naturaleza de la escritura: el de que quien la realiza ha decidido sustraer su presencia a la mirada ajena desde el momento en que ha escogido un tipo de arte no presencial y que tiene lugar en su ausencia durante el acto de la lectura.

Ambos problemas no son irresolubles, sin embargo, y todo el interés de ese tipo de retratismo que es el retratismo de escritores se deposita en los procedimientos que el fotógrafo utiliza para dotar al escritor retratado de los atributos que el observador de la fotografía asocia a los escritores y a la literatura. Algunos de los más visibles de esos procedimientos (pueden verse regularmente en la prensa diaria principalmente) son un puñado de gestos que se repiten con escasísimas variantes en las fotografías de escritores: basándose en Georg Christoph Lichtenberg, el ensayista mexicano Andrés Virreynas ha contado algo más de sesenta en su 62 maneras de apoyar la cabeza (y unas cuantas más) en 2007. A estas maneras de sostener la cabeza con las manos de las que habla Virreynas hay que sumar las variantes del cruce de brazos y de piernas que están en el repertorio más básico del fotógrafo de escritores y entre las posturas más elementales de estos a la hora de ser fotografiados; se trata de un tipo de fotografía descriptiva que opta por la literalidad y, por lo tanto, tiene poco de literario (excepto la profesión de su retratado), pero que renuncia igualmente a su autonomía, en el sentido de que se convierte en subsidiaria de los textos literarios.

Afortunadamente, sin embargo, hay otros modos de aproximarse al escritor (narrativos, por decirlo de algún modo), y algunos de los mejores fotógrafos latinoamericanos del momento dan buena cuenta de ellos. Uno de ellos es el fotógrafo Vasco Szinetar (Caracas, 1948). Al igual que Mordzinski, Szinetar huye de los gestos que plagan el retratismo convencional de escritores y la escenificación de la situación de escritura (el ordenador, la mesa de trabajo, la biblioteca; en el peor de los casos, la pluma abierta), de la que era una maestra la española Colita, para ofrecer una imagen del escritor fuera de su contexto habitual; para ello, Szinetar fotografía a sus retratados en el espejo de un baño, a menudo incluyéndose en la imagen: se trata de un tipo de retratismo ambiguo, que recurre tanto al humorismo ligeramente surrealista de la situación como a una cierta intimidad que no se deposita del lado del hecho de que fotógrafo y retratado se encuentren en un baño sino precisamente en que la fotografía testimonia una proximidad entre ambos que, incluso aunque sea circunstancial, parece incluir para el espectador la promesa de un encuentro en cualquier otra circunstancia con el escritor retratado. Cuando no recurre al espejo como superficie productora de sentido, Szinetar pone al escritor frente a fondos cuidadosamente escogidos que sirven de contraste o de proyección de una cierta idea sobre su obra: una de sus fotografías más famosas muestra a José Hierro contra un fondo poroso de concreto sobre el que el poeta parece fundirse, como si su rostro hubiera sido esculpido en la roca; otra, tiene a Ángel González abrumado por las arquitecturas aéreas del Parque Central de Caracas.

En los retratos de Szinetar (basados en la captura) se pone en escena un procedimiento que es también el de Lisbeth Salas (Caracas, 1971). Al igual que Mordzinski y Szinetar, la fotógrafa residente en Barcelona suele sacar a sus retratados de sus espacios habituales, pero, a diferencia de los dos fotógrafos mencionados, suele colocar a sus retratados en escenarios que den cuenta, si no de su obra, sí por lo menos de un cierto estado de ánimo que la permea o que se proyecta en el personaje retratado.

Acuclillados entre juncos, caminando entre ruinas, los escritores retratados por Salas son tratados por la fotógrafa como los objetos abandonados y de uso cotidiano de su serie “Apuntes de un diario”, que pudo verse en PhotoEspaña en 2007: como simples manchas y objetos que perderían todo significado si se los desprendiera del entorno específico en el que la fotógrafa los ha ubicado y que en su fotografía tiene tanta importancia como los personajes retratados.

Aun cuando no lo parezca a simple vista, en sus imágenes suele haber una suerte de interpretación por su parte de la atmósfera de los libros del retratado o del tipo de motivaciones que lo inducen a escribir (véanse por ejemplo sus retratos de Enrique Vila-Matas y de Sergi Pàmies: dos de los principales maestros de la ocultación y el disimulo en la literatura hispanohablante son retratados frontalmente y en una pose sencilla que parece un comentario irónico a su obra); esa interpretación (que lleva a pensar en Salas como lectora de sus retratados, sea esto verdad o no) aparece como una estrategia de aproximación al escritor semejante a las de la argentina Alejandra López y la española Chus Sánchez (A Coruña, 1983), cuyas fotografías de escritores los muestran siempre agazapados mientras se exhiben ante la cámara al tiempo que guardan un secreto, y difiere radicalmente de la de Mordzinski, basada en la creación de situaciones en los que, en palabras del escritor argentino Martín Kohan, el autor “ya no se reconoce”.

Mediante una cuidadosa elección de situaciones y objetos (a menudo sombreros, que el fotógrafo utiliza como parte de una técnica compositiva sencillamente magistral), Mordzinski evita recurrir a la pose, que es el modo natural de relación del retratado con la cámara fotográfica, aunque lo hace a riesgo de crear otra pose; es decir, de cambiar la imagen del escritor adusto por la del que hace monerías. A veces sus imágenes parecen sugerir que Mordzinski lee a sus retratados: piénsese en la famosa fotografía de César Aira sentado transversalmente en una bañera (y aquí es esa transversalidad el detalle significativo) o en la de Elena Poniatowska retratada junto a un policía; también en las de Raúl Zurita al pie de una escalera mecánica y Marcelo Cohen detrás de la puerta de una cocina. Algo inaprensible (y por eso mismo, atractivo) acerca del escritor y de su obra parece haber sido contrabandeado deliberadamente en la fotografía, de allí su valor.

Quizás haya algo paradójico en el hecho de que una disciplina de una materialidad tan poco atractiva como la literatura suscite una atención tan grande por parte de fotógrafos talentosos como los mencionados (una atención que ya constituye un subgénero del ámbito del que proceden sus retratados, con libros como El ojo en la letra de Salas, El país de las palabras de Mordzinski y re-tratados. España 1974-2003 de Szinetar, por nombrar sólo algunos); también, que el rostro del escritor nos interese allí donde lo único que debería importarnos de su persona es su obra.

Volviendo a Sontag (quien recuerda en el ensayo ya mencionado que los tres primeros usos que se le dieron a la fotografía consistieron en la celebración de la familia, la normalización de la mirada sobre el paisaje y la colaboración con las instituciones de control del Estado), tal vez sea pertinente pensar si al menos alguna de esas funciones no es reconocible todavía en el retratismo de autores, particularmente la del control (en ese sentido, resulta significativo que, desvinculándolo de su ámbito de producción y de la clase social a la que pertenece, el retratismo de escritor muestre a éste como la manifestación de una realidad sin conflictos).

Más allá de esto, sin embargo, es un hecho que el retratismo de escritores tiene como función (si no principalmente, al menos accesoria) contribuir a dotar de visibilidad a una disciplina que carece de ella, de resultas de lo cual las suyas son las imágenes de una disciplina invisible, los rostros de un arte cuyas visiones son fugaces y no pueden ser aprehendidas; también, ofrecer un simulacro de conocimiento del autor que parece necesario en un período histórico en el que su multiplicación dificulta su lectura: en ese marco, el rostro del escritor (y lo que su retrato pueda decirnos sobre su carácter así como sobre sus gustos y sus intenciones) adquiere una importancia significativa, ya no como apéndice de su obra sino como lo único que el lector promedio conocerá de ella.

Puesto que la fotografía no reproduce tanto como crea su objeto, la finalidad última del retratismo de escritor no parece ser dar cuenta del rostro de un escritor y de algunos rasgos de su personalidad, sino (en algún sentido) inventar ese rostro y esa personalidad, y, de forma más general (y esto es particularmente visible en álbumes como HAY, Crónica de un festival de Mordzinski, de 2008) contribuir a la ficción amable de la existencia de una escena literaria y de una comunidad de escritores. A pesar de que Jean-Luc Godard afirmó famosamente que “la fotografía es la verdad”, hay poco más engañoso que estas imágenes de escritores, pero su falsedad pertenece al terreno de ese tipo de verdades que son todo el tema de la literatura. Esa es la única verdad trascendente en estas fotografías.

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