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Por el estilo, por Martín Caparrós

Por Martín Caparrós | 29 de enero, 2012

Hace ahora cuatro años me embarcaba en un fracaso más: el principio de un diario. Aquel se llamaba Crítica de la Argentina, lo iba a dirigir Jorge Lanata y yo a subdirigir. Saldría en marzo de 2008; en esos días de verano lo estábamos armando. Para contribuir a ese armado organicé un pequeño ayudamemoria que titulé Por el estilo y subtitulé, swiftly, “Modestas proposiciones para mantener la buena relación y convivencia entre los escribas del diario Crítica y sus queridos puestos de trabajo”.

El que no las mantuvo fui yo. Duré muy poco en mi puesto de –relativo– mando; no estaba muy de acuerdo con la derrota general, y a poco de salir ya me había ido. El textículo siguió dando vueltas por ahí, para uso sobre todo de colegas, pero nunca quise publicarlo; hasta ahora –si es que esto puede llamarse publicar. Se habla tanto de periodismo, últimamente; ésta, creo, es otra forma de hacerlo.

Esto no es un libro de estilo. Por no ser, no es siquiera una libreta de estilo; sólo se trata de proponer ciertas normas de estructura y escritura que unifiquen los criterios de redacción de Crítica.

Pero, antes, una reivindicación vibrante sentida entrañable inverecunda: nada nos importa tanto como construir textos que produzcan placer, asombro, risa, indignación, ganas, respeto, envidia, malhumor –o algo. De últimas, eso es lo que hacemos: captar la atención de nuestro lector y producirle algo con cada texto que escribimos. Si no queremos o podemos, todo bien: hay tantas profesiones honestas en el mundo.

Pero si sí, nuestra herramienta central es la escritura. Un buen texto periodístico puede estar hecho de megagigas de conocimientos previos, horas y horas de búsquedas y charlas, descubrimientos increíbles, esperas infinitas, análisis sesudísimos, revelaciones súbitas, pero nada de eso sirve para nada si no está bien contado.

Está claro que queremos escribir lo más claro posible. La belleza no consiste en complicar al pedo: eso sería, más bien, el kitsch del jarrón de porcelana y flores falsas. Pero sabemos que hay cuestiones complejas que no son reductibles a la simplificación –y no queremos simplificar lo complejo sino contarlo, analizarlo, explicarlo.

Lo que sí queremos es no complicar lo simple.

Y sabemos también –debemos saber, convencernos– que nuestros lectores no son tontos: son, por el contrario, gente muuuuy inteligente y, por eso, ponernos a su altura merece todo nuestro esfuerzo.

Esfuerzo, escucharon: dije esfuerzo. Dice Alex Grijelmo, presidente de EFE y autor del Libro de Estilo de El País, que el peor vicio del periodismo actual es “la pereza. Cada vez se está más tiempo en las redacciones y se abusa de las notas telefónicas. Se sale poco a ver la cara de la gente y los escenarios; aunque se llegue tarde a la nota, siempre es mejor ver cómo era la calle y la casa de quien era el protagonista. Padecemos de pereza mental –esto es no buscar mejores palabras y títulos para nuestras notas–, y de soberbia, otro defecto.” Hay más, sin duda. Pero con estos ya alcanza para cargarse cualquier texto.

Qué contar.

Lo primero es descubrir qué se quiere contar y cómo. Parece obvio, y sin embargo. Es cierto aquello de que no hay malos temas sino malos periodistas, pero un buen tema ayuda tanto. Y, sobre todo, saber cómo encararlo. Entender lo que se va a contar. Dilucidar dónde está el corazón de la cosa. Preguntarme qué quiero que entienda o se pregunte el lector después de leerme. Qué va a hacer que valga la pena, qué lo va a hacer distinto de lo que se cuenta cientos de miles de veces en todo tipo de medios. Si algo me llama la atención especialmente, tengo que confiar en que eso va a llamarle la atención a los demás: confiar en ese entusiasmo por las cosas que me sorprenden o interpelan, y centrarme en ellas.

A menudo, notas que podrían haber sido muy buenas pasan justo al costado del foco de la cuestión. Errarle por un centímetro o por un kilómetro da lo mismo. Pero errarle por un centímetro es más triste. Para ayudarse a buscar este foco –y ayudar al mismo tiempo al progreso de esta noble institución– los periodistas de Crítica cuentan con una herramienta inestimable: antes de empezar a escribir cada nota, deben componer una pequeña síntesis de ella, que se usará, públicamente, para subir a nuestra página web y, privadamente, para aclararse las ideas.

Estructura de los textos.

La lectura o no lectura de una nota, en general, se juega en el primer párrafo: la cabeza. Ahí es cuando se capta o no se capta la atención del lector. Para eso hay estrategias variadas: la concentración de información que solían llamar pirámide gay, el relato de una situación o anécdota interesante, el atractivo de un dato sorprendente, el establecimiento de un enigma a resolver y tantas más. Entre los cambios formales que introdujo entre nosotros el abuelito P/12 estaba el uso, en la cabeza, de esas historias, diálogos, anécdotas o datos que invitaban a seguir.

Las opciones son varias, y se puede elegir; lo que no se puede, de ningún modo, es aburrir, banalizar, darle al lector la sensación de que va a leer un informe burocrático sobre lo que ya sabe o no quiere saber.

Encontrar esa cabeza es el foco del periodista cuando se sienta ante su máquina. Un buen truco consiste en pensar qué le contaríamos a un amigo imaginario, mujer, marido, concubinos diversos a la vuelta de un viaje o una noche agitada. Qué nos impresionó más, qué nos llamó más la atención: qué puede llamarle la atención al interlocutor, como para que no deje de escuchar.

A partir de allí, la receta es tan simple que muy pocos la usan: desplegar información, datos y más datos, procurar que cada párrafo tenga por lo menos uno. Por supuesto que los datos no son sólo números y declaraciones; la camisa a rayitas de un ministro puede serlo, su mueca, el cuadro de detrás, el recuerdo de lo que dijo hace dos meses, tantas cosas, si ayudan a entender lo que se está contando.

Y, al final, bandera roja de remate. Los textos no se desvanecen; acaban, culminan en un remate digno. Remate no significa moraleja, consejo, editorial sedicente o solapada, sino un dato que funcione como síntesis, paradoja, puesta en cuestión, chanchán.

Editoriales sedicentes.

Las notas no son banquitos: no deben usarse para subirse encima, levantar el dedo y decir sho opino que. Por supuesto, cada cual tiene una opinión sobre cada cosa, y esa opinión influye en lo que escribe. Pero no hay nada más pavo que manifestar esa opinión con diatribas, chistecitos, guiños de ojo. Es una forma segura de incomodar al lector y, con frecuencia, de espantarlo: de darle una excusa fácil para que descalifique lo que uno lo cuenta: ah, éste me quiere convencer de que el capitalismo es una mierda. Si alguien quisiera –dios no lo permita– exponer semejante idea o cualquier otra, lo haría en la forma en que categoriza lo que cuenta: qué dice primero, qué después, qué datos junta o separa, qué subraya, en cuáles se extiende, en cuáles no. Es lo que hacemos todos todo el tiempo, aunque la mayoría simule que no y se escude tras la famosa objetividad, trabajadora sexual de precio escaso. Y, ya que lo hacemos con o sin intención, mejor es con.

Personas.

Muchos de ustedes saben –o por lo menos han oído comentar– que el verbo en castellano admite tres personas –y otras tres en plural, que ahora no nos interesan. La segunda tampoco es asunto nuestro: son contadas las notas que alguien alguna vez escribió en segunda persona. Se va la segunda.

La más habitual, por supuesto, es la tercera: si no media una razón muy poderosa, las notas de este diario se escriben en tercera persona.

Hay, sin embargo, de tanto en tanto, historias que justifican el uso de la primera: situaciones en que la presencia del cronista –sus experiencias, sus observaciones– forma parte de lo que queremos contar. Hay que dosificar muchísimo este uso. Y aún así, cuando corresponda, importa cuidar la diferencia fundamental entre escribir en primera persona y escribir sobre la primera persona. El cronista, aun cuando dice yo, tiene que centrarse siempre en lo que cuenta. Que un fulano haya estado en tal lugar nos importa un carajo si no sirve para contarnos mejor lo que pasaba.

Unas palabras.

–Escribir es, contra todo lo que se pueda pensar, un ejercicio muy simple: consiste en elegir palabras. Ni mucho más ni mucho menos: ELEGIR palabras.

Cada cinco, siete, ocho, tres, nueve tecleos hemos elegido una palabra en lugar de tantas otras. Interesémonos por las palabras: son la materia prima. El asunto sería saber –tratar de saber, dentro de lo posible– por qué, en cada momento, estamos eligiendo ésta y no aquéllas. Cuanto más sepamos por qué elegimos cada palabra, mejor vamos a escribir, decía Perogrullo, y escribía cualquier paparruchada.

Es triste –es tan triste– ver cómo tantas veces tanta gente escribe lo que no quería escribir: cuando usa una palabra que no dice lo que quería decir sino otra cosa. Hay que tratar de dominar a las palabras, para no dejarse dominar por ellas. Saber qué es lo que uno dice cuando dice: escribir.

(En caso de duda –y es bueno dudar cuando uno no sabe, lo difícil es saber que no se sabe–, el diccionario es un amigo fiel, perrito sanbernardo. Muy útil, en estos tiempos cibernéticos, un sitio ibérico: www.fundeu.es, la “Fundación del Español Urgente”).

–En los textos periodísticos abundan lo que alguien llamó las “segundas palabras”, o sea: esos exabruptos que aparecen cuando el periodista piensa hospital y escribe nosocomio, piensa llegó y escribe arribó, piensa entró y escribe ingresó, piensa después y escribe luego, piensa policía y escribe servidor del orden, piensa calle y escribe vía pública, piensa termómetro y escribe columna mercurial y así de seguido o sucesivamente. (Nos dirán que este párrafo es falaz: describe a un periodista que piensa como doce veces; es sólo una hipótesis).

Esas segundas palabras –o lugares comunes, muy comunes– llegan a la jerigonza de prensa por contagio: suelen venir de jergas policiales, políticas, deportivas. Pero un texto periodístico no es un campeonato de sinonimia, y en general las segundas palabras son mucho más imprecisas, feas y berretas que las primeras. Así que, salvo error u omisión: ¡usen las primeras palabras, que tan bien dicen lo que dicen!

Una variante particularmente insidiosa de las segundas palabras son los eufemismos. Duro con ellos: la guerra de Irak es guerra y no conflicto. Si hay torturas no es abuso. Un reajuste o reestructuración de tarifas suele ser un aumento.

Otra son las siamesas. Hay palabras que se siamesaron y formaron monstruitos antipáticos: la atención ya no puede ser llamada poderosamente, los admiradores no son más fervientes, el dramatismo hondo, las lloviznas pertinaces. Empuñen, sin temblor, el bisturí: para reinar, dividan.

–Mientras no se demuestre lo contrario, el lugar de los adjetivos está después de los sustantivos. Los adjetivos están muy cómodos detrás, soplando nucas: la estructura con que pensamos nuestro idioma tiende a situar primero el sustantivo y después adjetivarlo –a diferencia, por ejemplo, del inglés. En el castellano corriente el adjetivo antepuesto es un signo de la misma supuesta belleza mersokitsch donde militan las segundas palabras: aquel bello jarrón y sus violetas flores.

Los adjetivos, además, deben mezquinarse. Son como la merca, un suponer: un pase de vez en cuando te puede poner en órbita, pero si no parás vas a necesitar cada vez más para producir algún efecto. Así, los adjetivos: para que sirvan, para que adjetiven, no deben ser una costumbre sino un sacudón que aparece cada tanto. Caso extremo: dos o más adjetivos sobre un solo sustantivo lo destruyen –y destruyen, en general, al periodista que los arroja cual confetti viejo.

–Los verbos tienen tiempos y los tiempos son tiranos. No al libertinaje: cuando uno empieza a escribir en un tiempo debe sostenerlo a lo largo del texto. Puestos a elegir, el pasado suele ser el más útil, manejable, creíble.

Los verbos se relacionan entre sí según reglas, los muy rigídos. Existe lo que los antiguos llamaban la “consecutio temporum”, o correspondencia de los tiempos. No se puede decir “me dijo que piensa en mí”, sino “me dijo que pensaba en mí” –sí, la saben. ¿Entonces por qué todos escriben “no soporté que me hable de él” en vez de “no soporté que me hablara –o hablase– de él”?

Conviene –conviene es poco– evitar los verbos en infinitivo y utilizar siempre que sea posible las conjugaciones. Nada lleva adelante una narración tanto como el verbo. Verbos simples, directos, decididos. El verbo es la forma de describir una acción. Y, para no ir contra su esencia, quedan mucho mejor cuando se los usa en activa. La naturaleza del verbo es la voz activa. La pasiva, en cambio, es un bar clásico de la avenida 18 de Julio, Montevideo, Uruguay, vamos con los franfruter.

Y, por si no lo notaron: los gerundios huelen a podrido. Todos son feos, sucios, malos, pero algunos son venenosos: nos referimos a esta noble adición –¿adicción?– reciente a nuestro idioma consistente en utilizar el gerundio anglo para decir –y creerse que uno es muy fashion o muy corporativo o muy moderno– “las clases van a estar empezando el 2 de marzo”. Los que vayan a estar usando semejante adefesio van a estar escribiendo la lista de las compras mucho antes de lo que pueden estar imaginando. Así de mal.

–El sujeto y el verbo se necesitan como el sol y su luz, la perra y su baba, este diario y ustedes, la demagogia y yo –o lo que sea. No hay nada más letal para esa relación que intercalarles una coma. Las comas son la segunda causa de muerte en accidente laboral periodístico pero, aún así, queridos desairados: las comas no sirven para respirar, sino para darle estructura a una frase.

La coma es un signo ortográfico que organiza el sentido de una oración. Así como con el punto termino una exposición y empiezo otra, la coma sirve para que dentro de una idea haya un sector separado del otro: lo que aparece entre comas, por ejemplo, es una enunciación de otro nivel. Por eso, si uno pone una coma al empezar ese sector debe poner otra cuando el sector termina, para indicar que ha vuelto a la idea principal. En tal caso, uno debe poder sacar la frase que ha quedado encerrada entre comas y la frase principal debe conservar su sentido, su sujeto, su predicado. La coma también sirve para acumular unidades de una enumeración: los perros, los gatos, los periodistas, los sillones. O para separar un complemento de tiempo, de lugar, de causa, de modo: en aquellos días, algunos escribían en castellano. Hay más posibilidades, que no vamos a agotar. Pero una coma mal puesta, queda dicho, es arma muy nociva para todos y, más que nada, un búmerang fatal. Así que, en caso de duda, por favor abstenerse.

La coma abunda silvestre; el punto y coma, en cambio, tan útil, es animal raro. El punto y coma, como su nombre podría indicar, es poco más que una coma y poco menos que un punto. Cuando se quiere separar dos ideas, pero no tanto como para decir aquí termina una enunciación y empieza decididamente otra, se puede usar el punto y coma. En periodismo no se usa casi nunca. Ha sido reemplazado por el punto: seguimos resignando posibilidades, activos trabajosamente adquiridos a lo largo de siglos, rematando las joyas de la abuela.

Y los nunca bien ponderados dos puntos: un modo tan gauchito de establecer una sucesión causal –u otras– sin tener que hundirse en chucruts tales como “por lo tanto”, “en consecuencia” y tantos más que la pluma repele.

Los tres puntos, en cambio, como ha quedado claro en simposio reciente, son caca de la vaca: sono fuori.

–Estamos, grosso modo, en contra de las relaciones de poder: las oraciones subordinadas, subordinadas como están a otras oraciones, suelen ser un espectáculo denigrante para cualquier amante de las libertades públicas. Y, además, complican, pesan, aburren, atontan. Cuando vayan a usarlas, piensenlon dos veces, a ver si encuentran otra solución. Casi siempre las hay.

–Un problema habitual: cómo empiezo esta frase. A veces se complica: uno se cree obligado a alguna introducción, a poner algo antes para ayudarse, una muleta que no sirve para nada: antes de hablar quesería decir unas palabras. Usamos algún tipo de adverbial de tiempo o de consecuencia –entonces, por lo tanto, sin embargo y el larguísimo etcétera– y ésos suelen ser los momentos más pesados de una frase. Hay que cuidar esas transiciones: crecen silvestres, son dañinas, pueden arruinar cualquier jardín. La forma en que uno empieza la frase determina de qué modo se va a leer. Chequeen la frase sin esos conectivos: tantas veces se van a dar cuenta de que no servían ni pa’aca y, sin ellos, al final, la vida sigue igual –o mucho mejor.

Otro principio triste es el académico-forense: uno que te dice ésta es la historia del perro que mordió al futbolista, y después te cuenta la historia del perro que mordió al futbolista. Sí, papá, ya me lo habías dicho. En principio, en los principios, no hay que enunciar lo que se va a hacer sino hacerlo. Y lo mismo en cualquier otro lado.

–La primera cita –y las demás, que todas nos excitan en este amor que persevera. Cuando lo que alguien dice resulta tan maravilloso fascinante estremecedor como para merecer una cita directa –entre comillas si está dentro de un texto, tras guión si va en una entrevista–, la frase del citado o entrevistado debe aparecer con su sintaxis y forma original. No somos la oficina de prensa de los entrevistados, para andar mejorándoles la prosa. Y, sobre todo: la forma en que alguien dice las cosas es tan importante, tan significativa, como las cosas que trata de decir.

Por otro lado: el castellano ofrece unas 100.000 palabras. Se sospecha que un argentino medio sólo módicamente analfabeto usa, en promedio, entre dos y tres mil. O sea: hay muchas, no es necesario decir Crítica cada dos renglones –ni, mucho menos, este diario, esta publicación, este periódico, aggg. Cuando alguien habla en una nota, es bastante probable que se lo haya “dicho a Crítica”: no vale la pena repetirlo como si tuviéramos que convencer a alguien –convencernos– de que algunos nos hablan.

–Pero, más en general, cuando uno relee su nota –quizás la primera, o la segunda, o la tercera vez que relee, porque releer lo propio es una práctica casi tan útil como leer lo ajeno–, encuentra que ha incluido materia innecesaria. Es el momento de eliminar las adiposidades: liposucción de las palabras. La aspiración máxima es que todo lo que haya en el texto sea necesario: descartar lo superfluo, lo que no quiere decir necesariamente ser seco ni austero ni antipático ni malaonda. Sólo preciso, sólo capaz de elegir y dominar las palabras usadas y de contar lo que vale la pena de ser contado.

En esa relectura, ya que estamos, canten: ¿suena bien lo que acaban de escribir? Más allá de los significados, un texto también es un conjunto de sonidos. Leerlo, oírlo, repetirlo, ver qué suena mejor. Buscar frases entonadas. Para lograr un ritmo, un arrullo, es central ir oyendo lo que se escribe y hacer pequeños ajustes que permitan que cada frase fluya. Eliminar esos ruidos que parecen tonterías pero marcan diferencia. Hacer que el texto cante, aunque sea bajito, desfinado, mal, duchado pero cante.

–El mundo está lleno de palabras mal usadas, pero qué bello sería que Crítica no rebosara de ellas. Esperamos que esta lista se expanda con sus amables colaboraciones. De mientras, algunos ejemplos:

Primer tiene femenino. Aunque no lo crean, aunque imaginen que son todas de segunda, las mujeres también pueden ser primeras. Así que no existe la primer vez, existe la primera vez –y así sucesivamente. O sea: el femenino de primer no es primer sino primera.

No es tan fácil esperar por. Se puede esperar por boludo, por quedado, por optimista, por tantas razones, pero en cada uno de esos casos el esperador espera a o simplemente espera. Si espera a una persona espera a; si espera una cosa espera. Pero no por, por favor.

Si no saben si sino se escribe sino o si no, siempre pueden ir y preguntar. Por ahora: si no es sino de destino, si no quiere decir que no tienen que escribir eso sino esto, sino se escribe si no. Y si no, sino. Más claro, agua, vecino.

El castellano rebosa de adverbios de cantidad: mucho, más, menos, poco, bastante, demasiado, muy, mucho, apenas, casi, algo, nada, entre otros. “Fuerte” no es uno de ellos, por más que Clarín parezca creerlo y lo haya convertido en su gran aporte al idioma de los argentinos. Si quieren, usenlo: sepan que estarán mimando a uno de los diarios peor escritos de la lengua.

Cuando alguien dice, dice. No confiesa, revela, asegura, repite, define, declara, subraya, etcétera etcétera. Confesar, revelar, asegurar, repetir, definir, declarar, subrayar etcétera etcétera son acciones muy precisas, distintas entre sí y distintas de decir, y hay que guardar esos verbos para cuando eso es lo que el personaje hace. Cuando no hace nada de eso, cuando dice, dice, y nosotros somos valientes y, sin miedo, decimos que dice –y que al que no le guste tururú y que se anote en aquel torneo de sinonimia, a ver cómo le va.

Y así hasta el infinito, o un poco más acá, que tampoco es tan cerca.

***

Texto publicado en el blog Pamplinas, de Martín Caparrós en El País y reproducido en Prodavinci con autorización del autor.

Martín Caparrós 

Comentarios (2)

@manuhel
13 de febrero, 2012

Hay tantas reglas acerca de como ecribir; hay tantos estilos como religiones: cada quien con la fe intacta en su dios.

Pero, escribir es como batear, como patear una pelota, como bailar: cada quien tiene innato un particular estilo y nunca se sabe quien encajara mejor.

Encontre muy buenos consejos, en todo caso, aplicables a lo que se quiera contar y dependiendo siempre de la ocasion.

@manuhel
13 de febrero, 2012

Recientemente lei un re-twitter de @hectorres que decia algo asi como: “Escribir una buena novela solo consta de 3 reglas, desafortunadamente nadie las tiene consigo”.

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