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The Help, por Naky Soto

“Eres lista. Eres amable. Eres muy importante”.

La película The Help es una narración profúndamente femenina, y habida cuenta de nuestra predisposición al drama y del poder matricéntrico de esta sociedad, su belleza no reside en las lágrimas que convoque, sino en la interpretación que despierta. Estas son las mías:

Venimos de una hallaca

Cuando era pequeñita, mi abuela Julia Dolores me dejaba hacer hallacas aunque quedaran choretas. Las mías llevaban más pasitas y aceitunas de las necesarias y gastaba tanto pabilo como un papagayo.

Alguna vez me explicó por qué se hacían las hallacas y lo olvidé. Pero alguien tuvo a bien recordármelo. Desde entonces sé que ese bollo caliente y colorido es el mejor resumen de lo que somos. Lo que comenzó como una zambumbia, un cofre suave para los restos de las comidas de otros, devino en el plato principal con el que celebramos la navidad. Un pueblo mestizo, con un poco de cada cosa, todos amuñuñados, cociéndonos juntos, abrazados entre hojas que nos protegen al hervir.

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Probablemente en la complejidad que supone hoy hacerlas, se pierde el secreto de su origen sencillo. Así se nos olvida igual por qué carrizo en este país hay chinos morenos, negros de ojos rayados, indias que trabajan en Hollywood y catires pescadores de costa. Son muchos años siendo lo que somos: igualados en un pantone tan diverso, que sólo en nuestras maneras, palabras y acentos es que otros se arriesgan a definir la venezolanidad. Hacerlo nosotros mismos es difícil, nuestras fronteras históricas son más poderosas que las geográficas. Pero ahí vamos, con garbanzos en una región, encurtidos ácidos en otra, más onoto y papelón, o un toque de almendra. Somos una hallaca, muchas hallacas, y lo recordamos cada año.

La polarización como barrera

Somos híbridos. Por eso que a estas alturas del partido venga alguien a imponer la negritud como causal de discriminación en Venezuela, es una falacia arbitraria y absurda. Políticamente absurda. El único poder del KKK en su apogeo residía en el temor a romper un vademécum social que jamás fue consensuado. Sólo era. Sin embargo, a pesar del lado de la barrera racial que le tocara vivirlo, el horror no era diferente. Un crimen siempre es un crimen. Y, a diferencia de esa sociedad narrada en la película, nuestros crímenes no han sido ni son raciales.

Muchas de las narraciones de las mujeres en The Help reforzarán la noción de infancias abortadas, saltando a un destino que no eligieron pero les corresponde. Una esclavitud con salario. Designios de un status quo que necesitó de la post-modernidad y el trabajo sostenido de activistas, que entendieron en sus propias emociones lo irracional de la sociedad a la que se habían acostumbrado. Por eso el progreso es siempre mestizo.

¿Cuántas niñas y niños son obligados a abandonar sus escuelas -si alguna vez fueron inscritos- para trabajar y apoyar económicamente a sus padres? ¿A cuántos ha visto acercarse hasta su mesa vendiéndole una rosa en papel celofán o pidiéndole algo para comer? La ayuda se mantiene en la explotación de la dignidad de otros, porque no se les reconoce.

El activismo requiere, como lo demuestran las criadas, del valor de masificar nuestras causas, de exponer ante otros las circunstancias, razones e injusticias de aquello que debemos cambiar. Tantos años acostumbradas a expresar su solidaridad sólo con miradas, fomentó la dificultad de despertar sus voces para narrar sus vidas. La indignación fue el detonante ante un racismo criminal que tras decenios de práctica, languidecía.

No hay manera de sustituir el activismo con un retuit, pues en el silencio de lo que todos saben pero igual temen decir primero reposa la relatividad del poder. Sólo la más auténtica racista del reparto es la que menciona la palabra racismo en las dos horas de película.

Poder y contrapoder

Hilly es una villana cabal. No hay productor de telenovela mexicana preparado para inventarse una como ella, a pesar de lo mucho que se parece a las benditas “rubias populares” que cualquier serie o película han explotado hasta la saciedad. Hilly es la trendy, la que marca la pauta, la directora de una orquesta de voluntades inexistentes. Su eslogan para explicar el mundo era: iguales pero separados.

Su contraparte, Skeeter, asume la responsabilidad de ser la agente literario de unas mujeres que necesitan de su pasaporte racial para expresarse. Juega en una arena distinta y por eso acaba con el control de Hilly. Es imposible competir con quién no desea lo que tienes.

El poder se hace relativo cuando lo quebranta igual una madre con Alzheimer, una criada colérica o una granjera transformada en dama de sociedad. El poderío de Hilly queda destrozado en la majestuosa escena de su jardín, plagado de los objetos solicitados en el diario ocal para sus obras de caridad. El humor es un arma implacable.

El refugio de la fe

“Si puedes amar a tu enemigo, has logrado la victoria”, dice el pastor. Sólo en el templo son sustituidos los uniformes por la ropa que desean llevar; del mismo modo que cualquiera de nosotros prescinde de sus roles cuando se sabe en confianza y no tiene que ser inteligente o audaz, ni bilingüe o anti-algo, cuando se puede comer un pollo frito con las manos.

Homologados en la liberación de cantos alegres con el amén como mantra, los negros de Missisippi se reunen para compartir sus mejores energías.

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Tras 13 años, es probable que en Venezuela nuestros centros electorales cumplan con la misma función: recordarnos que somos muchos, que este es un asunto colectivo y que tenemos que ponernos de acuerdo para cambiar lo que nos agobia.

Nuestros peores enemigos están por venir. No habitan en las verosímiles tesis de grupos armados dispuestos a matar para mantener en el poder a quien nos gobierna. Nuestros enemigos más voraces aguardan en la potencialidad de una victoria diferente. ¿Seremos capaces de apostarle a la reconciliación, de trabajar por ella, en ella?

Antes de enviar el libro, Aibileen le dice a Minny: “No estamos peleando por derechos civiles, estamos contando una historia”. Pero las historias cambian la historia. Construyen sus curvas. La victoria de Aibileen reside en el abrazo final de la última niña blanca que crió, en el desconsuelo de esa pequeña que clama por Aibi desde la ventana de su casa. La de Minny, en el agasajo de una desviada dentro del canon imperante, en la oferta de un empleo de por vida que le permite emanciparse de un marido maltratador. La de Skeeter, en la renuncia al sistema gestado para ella y el viaje a una ciudad forjada con otros prejuicios.

¿Y la nuestra? No sabemos dónde residirá la victoria de una sociedad bombardeada por trincheras discursivas, por incentivos electorales y odios planificados. ¿Seremos capaces de recordar que somos una hallaca, que nuestra tintura puede desvanecerse en el agua de un placer que nos hace iguales?

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