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Cuando en Huntsville, por Edmundo Paz Soldán

Por Edmundo Paz Soldán | 27 de enero, 2012

A fines de los ochenta fui a estudiar ciencias políticas a Huntsville, una ciudad de ciento cincuenta mil habitantes en el norte de Alabama. No sabía mucho del sur de los Estados Unidos, excepto que el peso de la derrota en la guerra civil había hundido a sus estados económica y moralmente. Todavía había tensiones raciales; quizás siempre estarían ahí, las heridas eran profundas (“el pasado no está muerto; ni siquiera es pasado”, escribió Faulkner).

Huntsville era muy diferente a lo que imaginaba: un polo de desarrollo avanzado, en el que se apostaba por la tecnología de punta; en la universidad predominaban las carreras de ciencias y la mayoría de los edificios tenía paredes espejadas, como si fueran de una gran corporación. La ciudad era una de las cinco de los Estados Unidos con mayor consumo de comida chatarra (una buena proporción de sus habitantes eran científicos sin mucho tiempo para la cocina).

No solo la universidad atraía a los científicos; Huntsville también era sede de un centro espacial de la NASA y del arsenal militar Redstone, con una historia fascinante: durante la segunda guerra mundial fue una fábrica de armas químicas -entre ellas el gas mostaza–, y a partir de 1950 se dedicó al desarrollo de cohetes y misiles. El legendario científico alemán Wernher von Braun había llegado ese año a Huntsville y vivido allí durante dos décadas. Una vez mis amigos y yo nos topamos con un refugio antibombas en los alrededores del arsenal; a la entrada un letrero ordenaba no acercarse. Quisimos forzar la puerta pero no pudimos; nos quedamos con la curiosidad, pensando en quién habría sido el paranoico capaz de imaginar que los Estados Unidos podría ser víctima de un ataque aéreo.

La ciudad era una meca científica, per en materia de cultura era un páramo. El cine solo ofrecía los típicos estrenos de Hollywood; la película más arriesgada que vi fue una de Woody Allen. En el centro comercial había una librería de literatura chatarra. En las discusiones de política en clases, mis compañeros se ofendían ante cualquier cuestionamiento del patriotismo y el excepcionalismo de los Estados Unidos; ante una decisión francesa de mostrar su independencia en política exterior, una pelirroja sugirió que había que invadir Francia. Quizás me había equivocado; a Huntsville no se iba a estudiar carreras de humanidades.

La ciudad había sido construida para los autos; casi no había aceras para peatones. Debía caminar al supermercado bordeando una carretera, y no faltaban los insultos: ¡consíguete un auto! En esas caminatas descubrí una cantidad impresionante de iglesias de todo tipo de denominaciones, compitiendo por los feligreses con anuncios que prometían salvación y amenazaban con el infierno; algunos tenían luces de neón. Poco después salí con una chica que era hija de un pastor evangélico y me sentí en el mundo gótico sureño de Flannery O’Connor. Billy Ruth ayudaba a su padre en la misa de los domingos, pero durante la semana se emborrachaba a conciencia -más de una vez debí meterla casi inconsciente a su cuarto en la madrugada, procurando no hacer ruidos que despertaran a sus padres–. Soñaba con ir a Los Ángeles y posar desnuda para Playboy.

Trabajaba medio tiempo en la biblioteca, y allí hice amigos, entre ellos el único goth que conocí en mi estancia, un chico que se vestía a la manera del cantante de The Cure. Yo jugaba por el equipo de fútbol de la universidad y en pocos meses aprendí a tenerle cariño a ese lugar de costumbres raras. Viajaba por el Sur y descubría lugares como Athens, de intensa movida musical gracias a R.E.M. y los B-52s, y Nueva Orleans, de cuyo carnaval recuerdo las bandas de música negras y la tradición de que las chicas se subieran a los balcones de las casas y esperaran a que se arremolinara la gente en la calle para levantarse la camisa y mostrar los pechos. Mi último año en Huntsville pude al fin conocer Oxford, la ciudad de Faulkner. En la casona del escritor de Santuario, mientras contemplaba el estudio en el que escribía, me dije que extrañaría el Sur pero que ya estaba listo para reemprender el viaje.

 

Edmundo Paz Soldán es escritor y es profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Cornell. Su más reciente novela se titula Norte (2011, Mondadori). Pueden seguirlo en twitter en @edpazsoldan

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