Artes

Historia de horrores, por Mirtha Rivero

Por Mirtha Rivero | 24 de enero, 2012

Terminé de leer la penúltima novela del cubano Leonardo Padura Fuentes y sentí que unas manos invisibles llegaban para oprimirme el pecho y una sensación desagradable se me instalaba en el resto del cuerpo. Así de fuerte me batuqueó esa historia.

Había tardado mucho en acercarme al libro. Dos años exactos. Lo compré en diciembre de 2009, al descubrir el nombre del escritor en la tapa. En ese momento, no necesité hojearlo. Me bastó lo que  hasta entonces había leído del autor y, a decir verdad, el título atractivo con que bautizó a su gordo volumen –El hombre que amaba a los perros (Tusquets, 2009)-. Debo confesar, sin embargo, que lo primero en llamar mi atención fue la fotografía de la portada: una vieja escena en blanco y negro de un anciano jugando con dos perros. Me pareció la imagen hermosa de un abuelo entrañable. No reconocí al retratado (no tenía por qué reconocerlo en esa pose simpática), ni me detuve a ver de qué se trataba. En automático, como había hecho tantas otras veces, cargué con el libro.

Fue al llegar a la casa, después de leer el resumen de la contratapa, que me negué a darle el beneficio de la duda y decidí –también en acto reflejo- condenar la novela a mi isla privada de ostracismo: el tramo de la biblioteca a donde van a parar los títulos que leeré “más adelante”. ¿La razón? La obra se centra en los últimos años de vida de León Trotski… y he ahí el asunto: a mí nunca me había gustado Trotski. Ni él ni lo que encarna (tampoco la muerte que tuvo, es oportuno aclarar).

Como no me gustaba el hombre, decreté el confinamiento de la novela. Pesaba más la repulsión que me inspiraba el personaje que la atracción de la prosa de Padura. Temía que tras la lectura, la figura del político ruso se enalteciera ante mis ojos. Y me resistía.

Me seguí resistiendo hasta mediados de este diciembre, cuando me envalentoné animada por el comentario de una amiga –Cris- quien me aseguró que, más allá de la historia de un crimen, el libro trata de resentimientos, megalomanía y poder.

Y tenía razón Cris. Es mucho más que el cuento de un asesinato. Más que una historia con víctima y victimario. Es la puesta en escena de un entramado sórdido y doloroso de persecuciones, purgas y despojos que con la excusa de un ideal –un futuro mejor- comenzó a tejerse incluso bajo el amparo del propio Trotski, su artífice principal y, paradójicamente, su víctima más renombrada. Es la delicada y fidedigna estampa de un orden que se empeñó -¿que se empeña?- en armar y creer en una entelequia, exhibiendo, al mismo tiempo, un desprecio total por la vida ajena. Es el retrato fiel de la minoría enferma y obsesionada que puede llegar a gobernar una sociedad y de la mayoría –quizá igual de enferma- que se deja gobernar. Por si fuera poco, es además un grito de desesperación lanzado antes de que la realidad –como un techo desvencijado- nos caiga encima y nos aplaste.

Hoy, después de El hombre que amaba a los perros, Trotski sigue sin gustarme. Pero ahora puedo juntarme con Padura para decir: “…al carajo Trotski si con su fanatismo de obcecado y su complejo de ser histórico no creía que existieran las tragedias personales sino solo los cambios de etapas sociales y suprahumanas. ¿Y las personas, qué? ¿Alguno de ellos pensó alguna vez en las personas? ¿Me preguntaron a mí,…preguntaron… si estábamos conformes con posponer sueños, vida y todo lo demás hasta que se esfumaran (sueños, vida, y hasta el copón bendito) en el cansancio histórico y en la utopía pervertida?”

***

Publicado en Prodavinci por cortesía de día D, el suplemento dominical del Diario 2001

 

Mirtha Rivero 

Comentarios (3)

José Miguel Roig
24 de enero, 2012

Estoy de acuerdo, una magnífica novela. Fue un placer leerla.

Calique
24 de enero, 2012

la buscaré y la leeré- Gracias

Juvenal Freites
25 de enero, 2012

La leí hace un año. Me pareció excelente el retrato de la guerra civil española, el stalinismo de la URSS y la dictadura cubana. El odio y la venganza política llevada a su ultimo extremo, como consecuencia de la inferioridad intelectual, política y de liderazgo, de Stalin con respecto aTroski.

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