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Zona libre de reggaetón y vallenatos, por Norberto José Olivar

Zona libre de reggaetón y vallenatos
(Brevísimo tratado de moral educativa)

Mi abuelo era un burro muy sabio, no dejaba que mi mamá saliera a bailar con mi padre porque decía que eso era una excusa para los abrazos licenciosos. Las letras de los boleros, refunfuñaba, eran de una depravación insultante, un atentado a las buenas maneras: despecho, suicidios, adulterios, fornicación, y pare usted de sufrir. Esas líricas eran la constatación del declive púdico de los últimos tiempos, y él, mi abuelo, era defensor fogoso de la moral cívica y familiar. Entonces tomó una gran decisión: prohibió que mi madre y sus hermanas salieran a bailar, con quien fuera, y que cualquier LP que entrará en su casa, tenía que ser, estrictamente, de música instrumental: ¡la poesía es un invento del diablo!, perjuraba fúrico cuando mi madre, tratando de enfrentarlo, gritaba que las novelas que le obligaban a leer en el liceo también tenían sus descalabros: «¡esa que me compraste, por ejemplo, Madame Bovary, mejor ni te la cuento pa’ que no te de un soponcio!», pero no había manera de hacer entrar en razón al desquiciado viejo, que en el fondo, solo quería proteger a sus hijas de una barriga prematura y de otras calamidades que hoy son invisibles para todos, menos, para quien le toca el padecimiento.

El burro de mi abuelo no alcanzó a ver el baile de la Lambada, ni a escuchar la salsa erótica, ni los escandalosos merengues. Se salvó de un infarto moral de tanto entretenimiento y arte desvergonzado que estaba a la vuelta de la esquina, pero gracias a Dios que el viejo murió a tiempo, porque no lo imagino fastidiándome por estar leyendo Cumboto, o algunas otras novelas venezolanas del bachillerato para masturbarme y pasar unas tardes divinas, o aprobando qué película podíamos ver o no, y en cuanto a la biografía de mi abuelo, pues mejor no hablemos, sus travesuras eróticas son de una “normalidad muy rara” y ya estaban allí, digo, antes que el bolero, la Lambada, la salsa erótica, y de esos libros insolentes de Vargas Llosa, García Márquez, de un tal Shakespeare o de la mismísima Biblia que tanto veneraba el anciano jefe de mi tribu.

Estos retazos de memoria familiar me asaltan ante el asombro de la resolución de la Zona Educativa del Estado Zulia que no ha tenido la inteligencia, como diría McKey, pero sí el coraje de prohibir el reggaetón y el vallenato en las escuelas de la región por «obscenos» y «promiscuos. ¿De verdad dejarán los muchachos (y los maestros) de escuchar esta música porque ahora es una decisión burocrática?, ¿los colegios revisarán las listas de reproducción en los celulares de estudiantes y docentes? Si se trataba de tomar alguna iniciativa académica, el camino más sensato sería el de promover el acervo criollo, eso sí, luego de un examen lírico-policial para determinar que esas obras autóctonas no inciten a las bebidas alcohólicas, al sexo, a la desunión del núcleo familiar, a las relaciones extramatrimoniales, al despecho y a un largo etcétera de desmadres, que es lo que expresa el documento oficial para justificarse —y que pareciera redactado por mi abuelo, por cierto— porque cientos de gaitas, por mencionar un género e ilustrar el asunto, exaltan la «parranda» desaforada y la «caña» a niveles despiadados para cualquier hígado promedio sin mención del decoro y la conveniente compostura.

Creo que el tiempo es el mejor juez y laxante para limpiar las «inmundicias» sociales, si es que lo son, porque todo se reduce a los gustos y la libre elección de cada quien, por supuesto. Pero que un reggaetonero pase más tiempo en el gimnasio que en la escuela de música es una buena noticia para quienes odian esta «manifestación sonora», pero insisto, será el tiempo quien dé el veredicto y no una turba de moralistas trasnochados. No va igual con el vallenato, aclaremos, que a estas alturas del partido, ha demostrado su perdurabilidad y buena salud entre nosotros, aunque cause grima reconocerlo.

Para cerrar estas líneas y por pura curiosidad, llamé a mi sobrina Nohelia, que anda elaborando, casualmente, una lista de reproducción para la celebración de sus 15 años, el próximo 28 de enero, y dijo muy feliz y despreocupada, que la cosa va de Lady Gaga, Beyoncé, entre otras y otros, y de mucho reggeatón.

Le expliqué lo de la mentada resolución  y de cómo tendría que pasar, ahora,  ese repertorio festivo por alguna de las taquillas de la Zona Educativa para el respectivo aval y certificación. Me ripostó un «¡ajá!» irónico, burlón y colgó sin despedirse siquiera. Yo recordé, al instante, a aquel gobernador del Zulia, de los años 70, que prohibió, vía decreto, que los hombres menores de 18 años anduvieran por ahí con el pelo largo, «mechúos», porque no era honorable que un varón de estos lares luciera tan estrafalariamente afeminado.

No pienso hacer una enumeración de «improsólitos» burocráticos acontecidos en esta playa insalubre, pero por lo visto, acá en el Zulia tenemos una propensión genética al ridículo voluntario que resalta, escandalosamente, y con cierta alegría, nuestro gentilicio único y sideral. ¡Gloria a ti Casta Señora!

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