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El príncipe negro (fragmento), por Norberto José Olivar

Transcripción de un cuaderno inútil

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La primera vez que escuché los tambores del país de los suicidas, era un imberbe huesudo y con mal aliento. Re­cuerdo que mi primo Heimar, otro imberbe desgreñado y con granitos en la cara, me despertó una nublada y calurosa mañana de agosto, en plena vacación del liceo y dijo, con ojos brotados y temblando de miedo, que Isi­dro se había ahorcado en la mata de níspero del patio de su casa. Y con tantos años que han pasado, no olvido que corrí sin lavarme y descalzo a verlo.

La gente se aglomeró frente de donde vivía Isidro. Pocos se atrevieron a entrar. Heimar y yo sí y miramos todo el tiempo hasta que la policía, haciendo malabaris­mos, lo bajó. Lo acostaron en una camilla de metal y su papá, con una lentitud triste, le cubrió con su arropijo favorito, quiero decir, con el arropijo que Isidro usaba por las noches y que habíamos visto montones de veces en su cama.

Cuando pienso en Isidro, no lo recuerdo jugando al béisbol, lo único que hacíamos, sino en lo alto del níspe­ro, de brazos caídos, la lengua afuera, ladeada y enne­grecida. Menos mal que cerró los ojos, porque la forma oblicua en que miran los muertos es más fea todavía. Y no puedo sacar de la cabeza el parsimonioso movimien­to de metrónomo del cuerpo allá arriba, hasta que los gendarmes, sudados y agitados, cortaron el mecate de nylon amarillo que le quebró el cuello.

Dice Javier Marías que uno no piensa nunca que vaya a morir en el momento más inadecuado, y que na­die habrá de morir junto a nosotros, pero pasa todo el tiempo. Esto me hizo pensar en Isidro, otra vez, pero en el Isidro muerto y no en el Isidro que atajaba elevados en el campo del Udón Pérez.

La muerte tiene ese defecto, cuando llega lo borra todo y se incrusta como la última imagen que vamos a retener, igual que los ojos de la víctima que guardan el rostro del asesino.

Así fue la primera vez que oí el tam tam de los tam­bores del país de los suicidas, los mismos que escuchaba Rosa Schwarzer —la vigilante de la sala del Kunstmu­seum dedicada a Paul Klee— proveniente de una de las obras: El príncipe negro. Un sonoro y maligno cuadro que provoca la muerte de quien lo mira.

Yo jamás he visto esta pintura, por suerte, pero el tam tam de los tambores perforó mis oídos ese día, como si el mismísimo Isidro los hubiera tarareado desde lo alto del níspero. Y cada noche resuenan en mi cuarto, en los aden­tros de ese cuadro que nunca he visto, repito, por suerte, repito, pero que me persigue como en el relato de Vila-Matas que releí, con estupor y complacencia.

2

“¿Por qué se mató Isidro?”, preguntó mi imberbe primo después de que la policía bajara el cadáver y lo lleva­ra a la morgue del Universitario. No respondí, primero porque no tenía idea de las razones por las que se ha­bría ahorcado nuestro center field. Y segundo, porque en el fondo no me interesaba. No obstante, reconozco que aquel cuerpo que volaba sin alas, provocaba una miste­riosa fascinación. Nuestro amigo había elegido, a motu proprio, la forma y el momento de morir y me pareció extraordinario. Bioy Casares decía que suicidarse era un menester elegante, que su familia llevaba la cuenta de tres y él se imaginaba como el cuarto de esa luctuosa lista, además, matarse en el momento justo es un alarde de buenos modales y consideración.

En Cómo me gustaría morirme de Vila-Matas, John Hus­ton relata la suerte de su tío Alec, tirado en una cama por una enfermedad, no recuerdo si grave, que decidió mo­rir un día específico, a una hora determinada, sólo para no pasar el mal rato de recibir a una desagradable prima en su habitación.

El tío Alec murió a voluntad para ahorrarse sufri­mientos e incomodidades. ¿No es el principio de la feli­cidad? Pero el autor catalán no para allí. En su encandi­lamiento por el tema, escribió un libro titulado Suicidios ejemplares para indagar cuáles eran sus relaciones con la vida y la muerte, sobre todo con esta última, puesto que la ventana de su sexto piso ofrecía fácil la tentación del vuelo, aunque sentía cierto temor a probar sus alas, rezongó exhausto y desgreñado, Vila-Matas, en una en­trevista para La Vanguardia.

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El príncipe negro
Norberto José Olivar
(Lugar Común, 2011)