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Élmer Mendoza escribe porque tiene el gen, por Mirtha Rivero

Decidió dejar la ingeniería y dedicarse a la literatura cuando tenía casi treinta años, a finales de la década de los setenta. Un escritor e historiador venezolano que vivía instalado en un hotel de Ciudad de México fue su tutor en sus comienzos, y a él le debe una de las claves en la que asienta su oficio: la búsqueda perseverante de una escritura propia. Demoró veinte años en encontrarla, pero desde que la encontró no ha parado, y desde entonces el éxito lo acompaña. Su última novela, La prueba del ácido, la terminó de escribir en septiembre de 2010, y dos meses después, a mediados de noviembre, ya había sido publicada; quince días más tarde se habían vendido los derechos para la traducción alemana y en enero de 2011, para la edición italiana. Es miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, docente de Literatura Barroca y Literatura del Renacimiento en la Universidad Autónoma de Sinaloa, imparte además talleres de lectura y de creación literaria. De sus novelas, El amante de Janis Joplin obtuvo el Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares; Efecto Tequila fue finalista del Premio Dashiell Hammentt y Balas de plata consiguió por unanimidad el III Premio Tusquets Editores de Novela. Su obra ha sido traducida al francés, italiano, alemán, griego, portugués y ruso.

Por estos días, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara intervendrá en el evento “La guerra en México. Imagen, crónica y ¿ficción?”

De él se ha dicho que es uno de los dos escritores mexicanos que ha elevado a categoría estética el lenguaje, al punto de hacerlo protagonista. Antes –hace casi sesenta años- lo hizo Juan Rulfo con el habla del sur del estado de Jalisco, y desde 1999 lo hace él, Élmer Mendoza, con la expresión callejera que se escucha en el norte de México. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, todos los días se levanta a las cuatro y media de la mañana y se sienta a trabajar en el espacio imaginario que llama Latebra Joyce: Latebra -que significa escondrijo, madriguera- por la casa en donde hace muchos años escribía –una construcción larga, iluminada  en las noches solamente en el estudio y en la recámara- y Joyce, por su maestro y gurú: James Joyce. De ese refugio con nombre inventado han salido hasta ahora seis novelas, seis volúmenes de cuentos y dos de crónicas, sin contar las cinco novelas que escribió –y destruyó- antes de 1999, año en que con El asesino solitario encontró su voz, una voz que retrata el habla de “la raza” en la calle.

-¿Cómo llega un ingeniero a la literatura?

-Soy un hombre de rituales; uno de esos rituales que tengo es acostarme temprano y dormir suficiente. Suficiente no quiere decir ocho horas, pueden ser cinco, pero bien. Pues una noche –tenía yo veintiocho años- llegué a casa, estaba solo y me puse a escribir en un cuaderno… y ¡lo llené! No dormí en toda la noche. Cuando amaneció, estaba sorprendido, más que de haber llenado el cuaderno, de que no hubiera dormido y me sintiera eufórico, energético. Pensé entonces en lo que había hecho y dije: voy a ser escritor. Después, me hice la promesa de ser un escritor bueno, y busqué respuestas: ¿qué tenía que hacer para ser un escritor bueno? Una de las respuestas que encontré era que tenía que ir a la universidad a estudiar Literatura, y fui. Hice la carrera de Letras Hispánicas.

-Ya tenía una profesión ¿y lo dejó todo?

-Asumí ser escritor como destino, y cuando tú haces eso es como un acto religioso: tienes que dejar cosas, y lo hice. Cuando terminé la universidad en Ciudad de México, me regresé a Culiacán y me fui a la docencia.

-Antes de tener esa revelación habría hecho algunas lecturas ¿qué obras, qué autores le gustaban?

-De pequeño hice las lecturas que se pueden hacer en una ciudad como la mía, en donde hay muy pocas bibliotecas y una o dos librerías. En Culiacán lo que había era el hábito de leer novelas de vaqueros y comics. Después, leí algunas cosas que generaba el ámbito escolar, recuerdo que me impactaba cómo los sonetistas podían conseguir hacer esas rimas tan perfectas. Leía uno, y decía: no puede ser, cómo harán… Un día di con una biblioteca y me cruce con Julio Verne: el primer libro que leí en mi vida fue Veinte mil leguas de viaje submarino, entonces descubrí esa otra ruta, una ruta alterna. Pero antes, junto con las novelitas de vaqueros, leí mucho Selecciones de Reader’s Digest, especialmente una sección de viajeros, a la que de chico quise imitar al escribir crónicas de las excursiones que hacía los fines de semana.

Quiere decir que ya la escritura estaba ahí, iba a salir de algún modo…

-Hace años leí un artículo que hablaba de que uno tiene un gen, y yo creo que es así, porque en mi contexto nunca hubo condiciones para que alguien pudiera soñar con ser o tener cualquier actividad artística. Aquello era otra cosa, olvídate de que hubiera bibliotecas o conversaciones que tuvieran que ver con cualquier rama del arte. Yo escribo porque tengo el gen, y porque lo asumí…

-Y porque no puede hacer otra cosa.

-No. Yo puedo hacer otras cosas, no muchas, pero sí puedo hacer como dos o tres más, en donde seguramente me iría bien; pero sucede que tengo el gen y es un gen muy fuerte. Creo que resistí más de veinte años para tener éxito por eso, y esos veinte años, debo decirlo, tuvieron un sentido de formación muy profundo: por lo que tiene que ver con la paciencia, con creer en sí mismo, con confiar en que tienes un plan de vida.

-Estuvo veinte años perseverando.

-Sí, tenaz: tengo que conseguirlo, decía, tengo que conseguirlo. Trataba de encontrar mi voz, una voz en donde me quedara cómodo contar a mis anchas.

-¿Cómo llega a esa voz, que, de paso es novedosa? ¿Y cómo hace para que se la acepten?

-En esos veinte años había aprendido algunos principios. El primero de ellos fue gracias a un venezolano que conocí cuando estaba empezando. Él se llamaba Edgar Gabaldón, un historiador y escritor, un tipo que leía como en ocho idiomas y que vivía en Ciudad de México en una habitación de hotel que era, prácticamente, una biblioteca. ¡Una maravilla! Él me prestaba libros y me orientaba. Un día me regaló un libro soviético, pero yo se lo rechacé diciéndole que a mí no me interesaban lo libros manipuladores, que no me gustaba la literatura con asuntos políticos. Pero él insistió: este te va a interesar, me dijo. Para aquel momento habíamos conversado mucho sobre todas esas ideas que yo tenía en la cabeza, él me escuchaba y me daba confianza. Por eso mismo, como había sido un hombre muy generoso conmigo, acepté leer la novela: Mi daguestán de R. Gamzatov. Leí ese libro y ahí encontré una de las guías fundamentales que después explican por qué resistí esos veinte años y por qué razón no tengo miedo de ser diferente. Ahí decía: “hay que escribir la línea que nunca se ha escrito”. Eso nunca se me olvida. Después, en una entrevista a Louis Armstrong encontré tres consejos que él daba, que también me han servido: uno, tener el instrumento; dos, aprender todas las técnicas; tres, tocar con el alma. Y eso es lo que le digo a mis alumnos: tienen que tener el instrumento –la máquina, la computadora, el lápiz…-; dominar las técnicas, y para eso hay que leer, investigar, ver cuáles autores tienen propuestas, ver sus obras; y por último, hay que dejar que salga todo del corazón.

-¿Y Élmer Mendoza escribe con el corazón?

-Escribir desde adentro, y aplicar eso a la realidad me llevó su tiempo. En esos veinte años debí escribir unas cuatro o cinco novelas antes de El asesino solitario y las destruí, todas. Un día di con esa voz, tenía una historia y tenía esa voz… y fue como un júbilo escribir. Después, ya cuando lo había hecho, me di cuenta de que era un riesgo. Por eso, siempre reconozco que fue una fortuna haber caído con la editorial Tusquets, porque allí, en vez de rechazarme, me orientaron: esto debe ser así, debes ir por aquí. Me dijeron: ¿sabes qué? esta novela tiene muchas cosas, tiene el lenguaje, pero tiene estructura diferente, un ritmo diferente, un trabajo con el discurso diferente.

-¿Eso fue con El asesino…?

-Sí, porque yo se la di en 1998 pero la publicaron en 1999, y todo ese proceso de corrección que llevó un año fue muy duro, muy intenso y muy largo. Fue un año tremendo, pero aleccionador.

-Tuvo éxito con una voz distinta, pero también con un tema muy atractivo como es la historia del sicario que no llega a matar al candidato Luis Donaldo Colosio ¿El asesino solitario es totalmente invención suya o es una reinterpretación de lo que fue el asesinato de Colosio en Tijuana? ¿Se documentó o armó su propia teoría?

-No leí ningún texto. Jamás. No hice ninguna investigación. Me basé en conversaciones que escuché en las cantinas. Los parroquianos tenían teorías sobre quién lo había hecho y por qué, y dentro de esas teorías circulaba la de que se había planeado el asesinato para la noche anterior en Culiacán. En las cantinas contaban cómo iba a suceder y dónde. A mí me encantaban esos cuentos, y de ahí armé la historia. Pero sucede que todo lo que uno escribe son recuerdos, aunque sean recuerdos de una hora antes, y cuando llega uno a la máquina puede pasar cualquier cosa.

-Es un autor muy prolífico: tiene seis libros de cuentos, dos de crónicas, seis novelas; además, es docente universitario, coordina talleres de promoción de lectura y, a veces, también talleres literarios. ¿Cómo se reparte? ¿Cuál es la receta para poder hacer tantas cosas y encima seguir escribiendo?

-Me encanta que digas eso, pero tengo sesenta y un años y medio y empecé a escribir a los veintiocho. Si divides todo esto, a lo mejor no soy tan prolífico.

Pero desde 1998 para acá ha escrito seis novelas y un libro de cuentos…

-Es verdad, desde entonces no he parado. Lo que hago es que organizo estrictamente  mis veinticuatro horas. Y como organizo un día, así son todos los días. Creo que eso tiene que ver con mi formación científica. Yo antes de ser ingeniero quería ser físico, seguramente porque me gustaba eso de las leyes que fallan por lo mínimo. Es decir, hay rangos en donde los eventos ocurren; las cosas no suceden en un punto exacto sino que hay un rango, y yo procuro mantenerme en ese rango. Soy muy lento al escribir, y trabajo siempre. Trabajo todos los días, y en esa división que hago del día soy como muy exclusivo: me levanto a las cuatro y media, me siento a escribir; luego, cuando se levanta mi esposa, salimos a caminar, desayunamos y, más tarde, el café me lo termino en mi estudio fumando un puro. A las once de la mañana tengo que estar en el Instituto de Cultura Sinaloense en donde trabajamos en talleres de fomento del hábito de leer. Regreso, como, doy alguna siesta como desde las dos y cuarto de la tarde hasta las tres, me levanto y me pongo a escribir. Hay dos días a la semana que tengo que ir a la universidad en la tarde, y en esos días, en vez de escribir me pongo a preparar lo que tengo que ver con los chicos en el aula. Voy a la universidad, doy mis clases y regreso a mi casa a escribir otro poco. Llega mi mujer, y hay que cenar, platicar un poco y a las diez de la noche ya estoy dispuesto a dormir. Mis días se parecen mucho. Los domingos es ritual que mi mujer me saque de la casa a como dé lugar, pero igual, en la mañana, cuando ella se levanta ya yo he trabajado, después salimos a caminar, vamos a desayunar a un restaurant, luego visitamos a la familia y más tarde, cuando regresamos, mientras ella se baña, me pongo a trabajar otro rato… o me pongo a ver la tele, porque me gusta ver el beisbol.

-¿Cuántas horas al día escribe?

-Nunca es igual, y me gusta que no sea igual, porque eso me da la libertad de que si tengo que abandonar mi estudio, no me siento culpable.

-A raíz de Firmado con klínex le hicieron una crítica que era más bien como un grito de auxilio: “Devuélvannos a Elmer Mendoza”  decía el crítico, porque a juicio de él ese texto no estaba a la altura de sus libros anteriores. Algo más o menos parecido dijeron de La prueba del ácido.

-Yo creo que los lectores tienen derecho a dar su impresión, la que sea. Y los críticos, desde luego, también. Cuando los críticos son honestos, los autores siempre salimos ganando aunque las críticas sean en contra. Entonces… pos hasta ahí ¿no?

-En uno de los epígrafes de La prueba del ácido hace una cita de Rubem Fonseca, que es más bien una pregunta que aparece en una de sus novelas: “¿Será tarea del escritor traer más miedo a este mundo?” ¿Usted mismo se ha preguntado eso?

-Sí, me lo he preguntado y la respuesta es no. Y digo no, porque creo que mis lectores no son gente común. Es gente que tiene dos pies en la tierra, y al tener dos pies en la tierra significa que tienen un control del contexto y en lugar de experimentar miedo pueden experimentar otro tipo de aprehensiones, pero no miedo. Mis lectores no son gente que se paraliza; lo pienso por los lectores que he conocido, que es gente que hasta me corrige palabras mal puestas, nombres, fechas… y me encanta que me corrijan.

-Se ha dicho que lo suyo es literatura del narcotráfico, pero a mí me parece, corríjame si no es así, que en sus novelas, si no obvia, toca de manera tangencial el narco. De hecho, sus personajes se oponen expresamente: yo no quiero nada con lo narco, dicen.

-Mjm.

-¿Y por qué anda cargando con ese sambenito de que es el escritor del narco? ¿Cómo lo vive?

-Todo eso me lo disfruto. Sé que mis novelas realmente son de un alto contenido social, en donde salen los problemas que padece, no un país, sino un continente. Tienen que ver con la corrupción, la miseria, el problema de la educación, el problema del deseo de la gente, lo que sueñan… Muchas veces hay desconcierto conmigo porque me presentan, por ejemplo, como escritor de novelas policiacas, y yo tengo un discurso que muchos escritores de las novelas policiacas no tienen. Otra vez, cuando fui a la Columbia University un tipo dijo que yo había inventado la literatura del narcotráfico… Eso fue ¡muy raro!

-¿Y en ese momento no dijo nada?

-No. Generalmente me trago las cosas, porque la fama es una trampa, y una de las maneras más efectivas de no caer en ella es no oír, no ver. Hay que seguir la vida. Entonces, cuando te dicen eso en la nariz, lo mejor es callar.

-¿Se puede hablar de una literatura del norte de México? ¿Qué la caracteriza?

-Claro que se puede hablar, hay mucha gente que tiene años hablando de la literatura del norte. El rasgo parece ser, primero, la recuperación del locus: un tratamiento del espacio, un espacio que no existía en la literatura mexicana, un espacio que se podría decir que es relativamente nuevo. Desde luego tenemos precursores publicados, pero no habían aparecido con esa fuerza, con esa presencia como ahora. Otro rasgo de esta literatura es el lenguaje: hay una utilización del lenguaje regional, y el lenguaje de la calle. Otro elemento es que son historias que tienen que ver con la gente, con los mexicanos, y esto se contrapone, por ejemplo, con la literatura de los chicos del crack. Los temas de nosotros tienen que ver específicamente no con el trasiego de drogas sino con el trasiego de personas, y todo lo que es la caída del sueño americano en la frontera. Y cuando digo “nosotros”, me refiero a los que, dicen, forman el núcleo del movimiento: David Toscana, Eduardo Antonio Parra, Daniel Sada y yo. Mientras los chicos del crack estaban contando otras cosas e iban a otros países con sus historias, nosotros nos ocupábamos de lo más doloroso de nuestra región, que es también una de las cosas más dolorosas del país. Las nuestras son temáticas fuertes. Y actuales. Pero de todo eso, nosotros nos dimos cuenta mucho después, cuando notamos que había una respuesta de los lectores que hablaban de una representatividad de la realidad, una representatividad que nosotros no buscamos. Ahí fue cuando dijimos: es que realmente estamos haciendo una literatura absolutamente social, donde la gente se encuentra y encuentra los problemas del país… Pero el fenómeno se complementó por “los otros”, porque nosotros lo único que queríamos era escribir muy bien.