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La Maracaibo maldita del doctor Mirabel, por Norberto José Olivar

I

En Maracaibo, hacia 1916, decía un tal míster Mylliman a un tal doctor Mirabel, que una de las amables chicas del Virginia, con la que pernoctó en la víspera, había explicado que la ciudad estaba emplazada en el punto mismo donde subyace el infierno, eso, sin mencionar las minas de petróleo de los últimos años, de modo, mi querido doctor, añadió el abotagado y rojizo inglés, que lo menos que podemos hacer es almorzar con generosidad, provisoriamente, no sea que antes nos sorprenda una catástrofe bíblica.

Escribe el doctor Mirabel, en su opúsculo, Maracaibo, impreso por la tipografía Panorama en 1922, que ese día el sol había madrugado como empeñado en remozar una sofocación que no necesitaba ningún socorro, en potenciar una insolación que refractaba las coloraciones del caserío provocando deslumbramiento, fatiga y hasta temblores atmosféricos. Vista de lejos, asegura, la vegetación parecía fundida en bronce por su quietud y sequedad.

El doctor Mirabel narra que fue en busca del mister Mylliman a su hotel, que en realidad no era un hotel, sino una Casa de Huéspedes regentada por la señora Salvadora Bracho, en el número 21 de la calle Aurora, entre Ciencias y Bolívar. A saber, el refinado y mofletudo gentleman, prefería este alojamiento por las atenciones directas y discretas de la espigada propietaria. El doctor Mirabel, dice, llegó en su carruaje y aguardó, paciente, a que mister Mylliman abordara con la tranquilidad absoluta de una salamandra. Iban trajeados de blanco, sombrero y bastón con puños de oro. Acudían a la inauguración del asfaltado del terraplén de la Plaza Baralt, respondiendo a la invitación que le extendiera el general José María García a través de su secretario, Melquíades Parra. Pudieron marchar a pie, pero el calor y la resolana obligaban a usar el coche hasta por unos pocos metros.

La multitud se congregaba alrededor de la estatua pedestre de don Rafael María Baralt, pero el doctor Mirabel y mister Mylliman se refugiaron en las entrañas del bar Centro de la Juventud a la espera del general García y su séquito.

El que apareció fue el poeta Udón Pérez, metido en un flux beige, camarita marca Borsalino y bastón de caoba con mango de plata. Se sobreentiende que el doctor Mirabel lo invitó a sentarse y a tomar algunas cervezas mientras llegaba el Primer Magistrado que, por lo visto, se estaba tomando su tiempo.

Efectuadas las presentaciones de rigor ante mister Mylliman, el doctor Mirabel felicitó a Udón Pérez por la Flor Natural que acababan de fallar a su favor en los Juegos Florales de la Revista de Caracas, incluso, mister Mylliman propuso un brindis por el lauro, aunque no entendía bien de lo que hablaban. Pasado el choque de jarras y de unas tímidas palmaditas, el doctor Mirabel preguntó a Udón Pérez cuándo viajaría a la capital para la ceremonia de los juegos. La sorpresa fue que el poeta, cruzando las piernas, aseguró que jamás saldría de la ciudad, a lo sumo, apenas ha llegado a sus bordes limítrofes, añadió con una anómala pedantería.

Mister Mylliman dejó oír una pomposa risotada y si Udón Pérez no abandonó la mesa en el acto, piensa el doctor Mirabel, fue porque el hinchado inglés dijo, de seguidas, que había conocido a un francés, de apellido Mongilet, que no había salido nunca de París. Su argumento era que «viajaba» dentro de la misma ciudad. Decía: ¡oh, veo tantas cosas!, ¡más que vosotros!, cambio de barrio y es como si hiciera un viaje a través del mundo, tan variada es la gente de una calle a otra, que conozco París mejor que nadie, ¡es buen teatro!, ¡el teatro de la naturaleza!

En un tono más confidente, mister Mylliman le dijo a Udón Pérez que él lo entendía aunque su carácter fuera muy distinto. Usted, por ejemplo, decía, es como mi amigo, monsieur Chantal, que por encima de todo ama el reposo y la calma, ha momificado a su familia, y viven muy a gusto estancados en una inmovilidad perpetua, la cosa más nimia los emociona, los agita y los acongoja.

―Me gusta lo que ha dicho, mister Mylliman ―dijo Udón Pérez poniéndose de pie, siendo exactos, todos se levantaron porque entró al bar el general García y su pool de secretarios. Saludó a todos con un fuerte apretón de manos y anunció, cariacontecido, el general, que su retraso se debía a que estaban recibiendo cables sobre el hundimiento del vapor Siena, de la compañía La Veloce, que hacía la ruta Venezuela-Trinidad, que al perecer, había sido interceptado por un submarino alemán.

―La guerra nos llegó a la playa, señores ―confió en un gesto cercano al puchero, el joven estadista.

El general García cortó la espesura del aire ordenando que se iniciara el protocolo inaugural, pero el rostro de Udón Pérez se cubrió de una repentina desazón, lucía pálido y su traje contrastaba porque la mayoría iba de dril blanco y pajillas de fiesta. Se instaló al lado de la estatua pedestre de don Baralt, y aunque procuraba disimularlo, trasudaba angustia. Sin embargo, cuando el maestro de ceremonia lo anunció, pareciome, asegura el doctor Mirabel, que fuese poseído por algún poderoso demonio griego, pues su voz se proyectó sobre todo el auditorio, firme, limpia y hermosa para interpretar el soneto que había sido encargado por el gobierno para conmemorar la ocasión: No es mi aplauso, el aplauso lisonjero/que tributa al poder el cortesano/de fácil risa y enguantada mano/hecha a forjar el oro en pebetero/Plauso de gratitud, plauso sincero/el mío es, al joven ciudadano/que la cuadriga del progreso urbano/rige en el Zulia por triunfal sendero

Cuando la Banda del Estado acabó de interpretar la Marcha Triunfal de V. Calderón, mister Mylliman, Udón Pérez y el doctor Mirabel estaban almorzando, por fin, en el Centro de la Juventud. Comenta el autor del citado opúsculo, que no se aguantó y volvió sobre el asunto de los juegos florales de Caracas y preguntó, al poeta, cómo pensaba resolver su ausencia en el acto de premiación que se había anunciado para dentro de unas pocas noches en el Teatro Municipal. Udón Pérez ―transcribo directo de la página siete―, explicó, con una inflexión de fastidio, que su amigo, el señor Andrés Mata ―propietario del diario El Universal―, lo representaría, y la señorita María Isabel Witzke, alumna de la Escuela de Declamación, fue encargada de recitar su poema, Tatuaje, seguramente mejor que él, añadió con una leve sonrisa salpicada de ironía.

El texto apenas dice que luego de la comida pidieron coñac, pienso en la teoría de que la mezcla de cerveza y coñac es una señal de suicidio, pero queda descartada porque ninguno de estos personajes llegó a la muerte propia, que sepamos… La mención del coñac que hace el doctor Mirabel, es más bien para introducir la presencia de una mujer, por las señas, parece que muy atractiva, nombrada como Florencia Castillo, mejor conocida, de acuerdo al pie de página número uno, como La Bogotana, nombre que usaba de cantante en el cartel de variedades del cabaret Grambrinus. La dama se acercó a la mesa por su amistad con mister Mylliman, pero de las palabras usadas por el doctor Mirabel, uno puede hacerse la idea de que el poeta Udón Pérez la dejó muy impresionada, pues asegura que no le quitó los ojos de encima en mucho rato.

Mister Mylliman la presentó y el doctor Mirabel le dijo que compartiera con ellos unos tragos. No quiero molestar a personas tan importantes, dice que dijo ella con cierta vergüenza o simulándola al menos. ¡Vamos, Florencia!, diría mister Mylliman, lo bueno de vivir en una playa es que todos somos personajes importantes, y volvió a reírse con la misma pomposidad.

Cuando Udón Pérez acabó su trago preguntó a Florencia cuánto tiempo llevaba en la ciudad,  imagino que la curiosidad se debía a que la dama conservaba su acento natal, reflexiona el doctor Mirabel, ella, dice él, levantó la mirada con mucha coquetería, como si estuviera haciendo cuentas, finalmente dijo que en 1903, añadió que el día siguiente a su arribo, conoció a Elías Sánchez Rubio y a Ismael Urdaneta en el bar La Zulianita, me hablaron maravillas de usted, concluyó ella con una picardía que el otro parecía no ver. Udón Pérez sonrió amable, pero se notaba que pensaba en otra cosa. El doctor Mirabel especula, en esta parte, que la mención de aquella fecha, 1903, hizo recordar al poeta su pasantía por la cárcel de Maracaibo.

En adelante, el autor del opúsculo se limita a comentar que el incidente, causa del apresamiento del bardo, fue un misterio y una paparruchada que el vocerío gubernamental intentó encubrir con un parte policial de una extravagancia formidable. La documentación disponible relata que encontrándose Udón Pérez reunido en el bar La Francia, fue vejado por el ciudadano Ramón Cadenas quien, faltando al debido respeto, vació sobre el poeta un paquete de harina por el mero placer de jugar al carnaval. Udón Pérez, indignado, disparó sobre su agresor, pero accidentalmente dio muerte a su amigo Felipe Peralta al intentar este detenerle. La versión oficial del suceso termina señalando que Cadenas fue herido en una de sus carnosidades posteriores (sic) y con el traslado del poeta a la comandancia del cuerpo policial.

La rareza del caso radica en que la víctima, Felipe Peralta, era un distinguido e influyente coronel del ejército castro-gomecista. Y el supuesto agresor, más insólito aún, érase el jefe supremo de la policía de la ciudad, el no menos coronel, Ramón Cadenas. Se pregunta el doctor Mirabel, con razón, ¿quién puede ver al responsable del orden público, de la protección ciudadana, entrar en un bar repleto de gentes notables a vaciarle, en la cabeza, un paquete de harina al poeta más famoso y venerado de esta playa? Eso sin pasar por alto que estas parrandas carnestolendas estaban restringidas por ciertos controles de los cuales el coronel Cadenas debió ser celoso guardián.

Por supuesto, estas consideraciones no fueron expuestas por el doctor Mirabel a Udón Pérez, así lo indica él mismo, pudor, simple urbanidad, en fin, pero muchos sabían que la verdad era muy distinta y que debió ser negociada, de buena manera, con unas pocas semanas de confinamiento. El poder de concisión del doctor Mirabel dejó saber estas sospechas en unas escasas líneas, retomando de inmediato la referencia que había hecho Florencia Castillo a su encuentro con los poetas Sánchez Rubio y Urdaneta y a las generosas observaciones que hicieron sobre la capacidad, casi sobrenatural, de Udón Pérez para la composición de versos endecasílabos. Pues mala muestra se lleva usted de mí al escucharme recitar hoy Mi aplauso, respingó el poeta con repentina honradez y removido, ligeramente, del ostracismo interior que se percibía desde que entró al Centro de la Juventud. Mister Mylliman, un poco achispado, se dio a conferenciar sobre la legitimidad de confeccionar textos a solicitud de algún cliente, de algo deben vivir los autores, dijo, y pidió más coñac para todos. Al leer esto en el opúsculo del doctor Mirabel, recordé a Pierre Michón cuando dijo que muchos escritores han trabajado para el poder, pero en los textos encargados dejaron claves que traicionaban, en cierto modo, los requerimientos exigidos y que contrario a lo que se cree, quedaron obras excepcionales de esas experiencias. No recuerdo ninguna en este momento, pero la biografía de Udón Pérez no creo que encaje en tales parámetros. La tranquilidad a la que aspiraba, en la que vivió, no le permitía disentir de los gamonales de turno. A toda costa, buscó la manera de vivirlos, de obtener cargos más nominales, ornamentales, que reales. Como un Stefan Zweig, Udón Pérez buscaba hundirse perezosamente en su sillón a fabricar versos endecasílabos complacientes y ditirámbicos de la geografía local, apropiados y oportunos para los actos protocolares y las páginas del diario Panorama. Procuró una vida de ocio, exenta de preocupaciones, y así como Zweig dejó a su hermano el conglomerado manufacturero de la familia porque no se veía en faenas industriales, Udón Pérez prefirió no recibirse en ninguna profesión liberal para no ser empujado, por su esposa o su suegro, al ejercicio en algún aburrido y lóbrego gabinete de la época.

La poesía es una enfermedad, digo parafraseando a Musil, que además piensa que es confusión y desdicha, de modo que la búsqueda de la felicidad empieza por alejarse de ella. Ahora, si a lo que se aspira es a la función social del escritor, entonces se echa mano de la mediocridad, de lo normal, de lo convencional, más o menos lo que dijo Dalí de Matisse, que era un pintor de algas para la apacible digestión burguesa. No obstante, Thomas Mann reconoce que al creador lo estimula la conciliación decorativa de lo demoníaco con lo oficial, de la soledad y el espíritu aventurero con la representatividad social, a lo que replica Bolaño, con virulencia, sosteniendo que la poesía que se sumerge con los ojos abiertos no vende, no se hace popular, es incómoda y bochornosa.

Me parece que Udón Pérez tenía plena conciencia de lo que hacía. Se aseguró de que sus versos endecasílabos, de que la rima de sus cuartetos y tercetos, cumplieran su función protocolar a cabalidad: embellecer los actos públicos. Y le procuraran, así, la apacible inamovilidad que anhelaba. Jamás se interesó por la verdad, o las verdades, menos por las contradicciones. Estuvo tan seguro de lo que era, que se burlaba de quienes lo imitaban. Puede decirse que, en su momento, «concilió» la poesía con el estado, no poca cosa, dando a sus composiciones ritmo, armonía y métrica, y extirpando, por completo, el carácter de todo cuanto escribió.

Para ser feliz ―diría Virgilio―, hay que dejar de opinar a cada rato. O como dijo Jakob von Gunten, ser obtuso es una dicha y hay que celebrarlo, porque si uno entendiera todo, sería el ser más monstruoso sobre la faz de la tierra. Udón Pérez, sin leer a Walser, ya lo sabía mejor que nadie, ¡y de qué manera!

Es probable que el azar, en el arte, sea la expresión del conflicto entre la realidad y el delirio exacerbado. Este parecer del más surrealista de los surrealistas, lo acepto sosegadamente porque, mientras trabajaba con este opúsculo del tal doctor Mirabel, se dio noticia de que un grupo de forajidos, algo románticos por lo visto, robaron la musa del monumento a Udón Pérez, dejando al poeta en la más completa soledad. El hecho debe guardar algún significado, quiero creer: ¿Udón Pérez debe callar para siempre?, ¿tenemos que olvidarlo?, ¿sustituirlo?, ¿fundir esa estatua? Por suerte, Hesnor Rivera, su más acérrimo rival, está «libre» de toda sospecha, como sea, cualquiera puede ser el mensaje, si lo hay. O, simplemente, Dalí tenía razón en su considerando sobre el azar.

La primera parte del opúsculo concluye de forma abrupta en ese episodio que se venía desarrollando en el Centro de la Juventud. Sin embargo, es de suponer que un caballero como debió ser, sin duda, el doctor Mirabel, no iba a relatar más allá del decoro que debió gobernar aquella tertulia. Pero es obvio imaginar que Florencia Castillo estaba interesada en algo más que los endecasílabos del poeta. Y si a esto sumamos que la señora Delia Romero, esposa de Udón Pérez, la aquejaba una penosa enfermedad, que este opúsculo ha omitido, pero que otras fuentes historiográficas señalan como tuberculosis, pues el llegadero parece inevitable, acaso un lugar común. Y aunque no sea explícito en el texto, es cierto que cuando se quiere decir alguna cosa, no debe verse la intención. Y el doctor Mirabel parece un maestro en el manejo de las omisiones.

La segunda parte del opúsculo arranca con el regreso a la Casa de huéspedes. En esta, el doctor Mirabel comentó a míster Mylliman que la primera vez que supo de Udón Pérez fue en un desatinado paseo por las callejuelas de El Saladillo. Iba en un coche de alquiler, relata el doctor Mirabel, angustiado por salir de aquel laberinto, porque el vale que conducía dijo que las gentes de ese barrio, colindante con el templo de la Chiquinquirá, eran seres feos y tenebrosos. Para que me hiciera una idea, aseguró, que esta virgen es objeto de las más extremas imploraciones. Esta gentuza, doctor, me decía, pone al amparo de la santa, recelos, rencores, venganzas, envidias, homicidios, todo lo que llevan escondido en sus almas oscuras y tétricas. Por el rabillo del ojo, advertí que a nuestro paso se asomaban chiquillos desnudos y esqueléticos por los ventanucos de las fachadas, mujeres ojioscuras y cenceñas sacudiendo trapos o alisando, cruelmente, sus cabellos. Los hombres nos escrutaban con miradas patibularias y caras sucias. El sujeto que viene conduciendo mi coche dice luego: cuando el señor necesite salir de alguien, por aquí puede contratar un tercio. ¡Gracias, hombre, no necesito matar a nadie!, fue lo único que atiné a decirle del espanto que me invadió.

El coche corría como una araña. La luna empezaba a verse, tímida. Abandonando aquel paraje sombrío, nos internamos en una calleja larga y estrecha. Nos detuvimos, de improvisto, porque otro coche nos cerró el paso. El vale se apeó y fue a conversar con el otro conductor, que fumaba plácido y despreocupado, recostado a una pared. ¿Por qué trancas la vía?, ¿no puedes seguir?, le preguntó sin rodeos.  ¡Qué va, no se puede! ¡Es que llevo aquí al poeta Udón Pérez y me mandó a parar porque le cogió la inspiración!

Efectivamente, dentro del coche delantero se veía la silueta de una persona en actitud contemplativa, nada tan merecedor de mi respeto como un lunólogo, eminente o no, que trabaja en callejuelas, misterioso, sin detenerse en nada. Pongo, así pues, mi dedo en los labios, y ordeno al cochero que enmudezca y regrese. Bien, le digo, será que nos encaminemos hacia la avenida Bella Vista y que rodemos por toda la carretera de circunvalación. No hay nada mejor que la avenida Bella Vista, le aseguro al cochero, me río en silencio, porque él ignora que estoy plagiando a Gógol en la avenida Nevski de San Petersburgo, pero al estar sobre Bella Vista, me golpeó un aroma dolorido y raro de arenales calcinados. Me invadió una profunda tristeza que mi chofer confundió, quizás, con arrogancia y apartamiento. Fue un trayecto melancólico y fantasmal que aún no logro explicarme.

El doctor Mirabel detuvo el coche, dice, frente a la Casa de Huéspedes de la señora Salvadora Bracho. Le pidió a mister Mylliman que aguardara unos segundos. Se lo quedó mirando y preguntó, a bocajarro, si tenía alguna teoría sobre la excentricidad de su amigo Mongilet a despreciar los viajes. Este lo miró sorprendido y dijo que no, nunca me pregunto nada sobre nada, ¿por qué? El doctor Mirabel forzó una sonrisa, cavilosa más bien, y dijo que él sí tenía una teoría sobre la hodofobia de Udón Pérez, ¡no se quede ahí callado!, inquirió míster Mylliman, más por empujarlo a desembarazarse de la elucubración que por verdadero interés. El doctor Mirabel aflojó las riendas y miró al abotagado y alegre gentleman y dijo que el padre de Udón, Santos Pérez, era un nómada del cuaternario, casi nunca se lo vio en casa ni con sus hijos, era un comerciante de caminos. Acabó muriendo en la Guajira y fue enterrado, sin familiares ni amigos, en la vieja iglesia de Sinamaica. Pienso que Udón Pérez debe relacionar la palabra viaje con la ausencia de su padre, luego, saberlo muerto y enterrado en un lugar tan lejano debe causarle indignación y desasosiego. Santos Pérez desapareció de la vida de sus hijos justificado por sus éxodos de negocios. La desaparición, mi querido Mylliman, es peor que la muerte. Esta es la razón por la que Udón Pérez se niega a viajar, por eso se hizo poeta de palacio, procurándose una manutención que le permitiera estar en casa todo el tiempo. Udón Pérez quiere ser todo lo contrario de su padre. Y su talento para armar endecasílabos a solicitud se lo ha permitido muy bien. Puede que sea mal poeta, seguramente, pero la poesía no fue su desvelo. Es lo que se propuso, aunque no sé si lo que quiso. No tengo dudas de esto,  pero ya le dije, considérela una teoría.

II

La mujer de Udón Pérez murió en 1920. Algunas enfermedades, tortuosas, inclementes, se toman su tiempo, van dejando marcas, inequívocas, para que la muerte pase. Algo así me explicó un amigo, en Portugal, me describía la muerte de su padre, Manuel, al que se le formaron capullos de carne húmeda en los labios y llagas monstruosas en las encías, seguro, decía, para que la muerte supiera por dónde entrar. A Delia la muerte la fue secando, como a Virginia Clemm, hasta hacerle escupir la última gota de vida.

El poeta, me consta, quedó desecho al término de aquel padecimiento. Supe, por el señor Geramel González, propietario del Centro de la Juventud, que Udón y Delia se habían casado por 1908. Me dijo que siempre estuvo muy enamorado, pero me cuesta verlo zalamero o juguetón, se me hizo, siempre, un hombre taciturno y absorto, manteniendo a raya sus demonios, reprimiendo sus sentimientos las más de las veces. Es posible que otra fuera la realidad con su esposa, o cualquier mujer que se le ofreciese, pero eso será un misterio, al menos para mí, porque bien podría hablar con La Bogotana, por ejemplo, si de develar un misterio se tratara, pero sería una incaballerosidad que no llevaría a ninguna parte.

Muchos lo acompañamos a enterrar a su mujer, pero pocos, o nadie, lo vio llorar. Se mantuvo impertérrito, inamovible, rodeado de sus hijas, consolándolas con un abrazo, una mirada, dejándolas llorar sin decir absolutamente nada. Desde entonces el poeta vistió de negro. Mantuvo un ánimo luctuoso que no lo abandonó nunca. Se lo veía escasas veces por la calle.

El general José María García, al notar el decaimiento del poeta, y a solicitud de los jóvenes del Centro Literario del Zulia, ordenó la edición antológica de su trabajo, reunido en Colmena lírica y así tratar de animarlo un poco. El diario Panorama, por su lado, quiso homenajear a la difunta y publicó Ramos de sauce, una fallida prosa poética de Gilberto Becerra que decía: Tu amante compañera ya no existe/el nido conyugal está de duelo/el jardín de las Delias está triste…

Relata el doctor Mirabel, resultado de la misma plática con Geramel González, que el poeta destrozó el ejemplar del periódico poseído por una fiereza súbita. Cuéntase que salió a zancadas en busca del referido autor, lo cogió por las solapas y le propinó un par de contundentes puñetazos: ¡ha profanado el nombre de mi mujer con esa basura, dedíquese a otra cosa!, dijo a voz de cuello, venático, y se marchó.

Pasado un año ―la relatoría del doctor Mirabel es ahora más nostálgica―, lo conseguí en el Centro de la Juventud. Bebía coñac con Elías Sánchez Rubio. Se los veía abatidos y cruzaban muy pocas palabras. Se hacían compañía, era claro, pero cada uno barajaba su desdicha. A intervalos, fugases, intercambiaban comentarios y retornaban a su mudez y a sus copas. Dos bardos atormentados puede ser una visión deprimente. Vista la escena, preferí quedarme a solas en mi mesa y renunciar a saludarles, pero desde mi puesto dominaba con facilidad el encuentro, de modo que me dediqué a espiar. Sánchez Rubio tomó el periódico de la mesa y pidió a Udón Pérez que escuchara lo que Héctor Cuenca, un joven dentista, había escrito de su novela Irama, pasajes y costumbres guajiros, no leyó el texto completo, eligió aquellos parajes que le parecieron desconsiderados y ofensivos: Irama no es una novela, falta en ella cohesión y continuidad en el argumento, está plagada de deficiencias de todo género, de graves disgregaciones, es un libro que entró en prensa sin sufrir los afeites y toilettes de rigor, es un Elías Sánchez Rubio anacrónico, de todos modos, Irama viene a enriquecer muy valerosamente nuestra bibliografía, era un libro que faltaba en las bibliotecas nacionales…

Ambos poetas se echaron a reír afectadamente, no sé si se burlaban de ellos mismos o del sacamuelas literato, pero de inmediato regresaron a su reserva, como si el salteador carcajeo los hubiera cansado demasiado. Como sea, pagué y salí directo a la librería de los Hermanos Belloso Rossell y compré Irama, que apenas costó 4 bolívares, mientras Colmena lírica tenía un precio, exorbitante, de 10 bolívares.

Llegué a mi habitación de la Pensión España, en el número 20 de la calle Urdaneta, y me dispuse a leer junto a la ventana, primero, Irama, pues, sabía que Sánchez Rubio estuvo perdidamente enamorado de una princesa guajira, pero no la pudo desposar por no reunir la dote que se exigía. Finalmente, un rico terrateniente la compró, pero antes de consumar la boda, la joven, Basilia Paz, se ahorcó en su habitación. Esta experiencia transformó al poeta en un ser tenebroso y nocturno y eso me producía una profunda curiosidad. La novela no me defraudó, fue escrita con libertad absoluta, dejándose llevar solo por su pensamiento, por las oscuras conexiones de su mente, jamás fue prisionero de la trama, pero no creo que nadie en esta mugrienta playa pueda entenderlo, este texto, me dije, es un chispazo, como el que produjo en Londres, en 1895, mi amigo William Heinemann, al publicar La máquina del tiempo de sir Herbert Wells. Divagaba en tales asuntos, cuando llamó a la puerta la señora María de Chardin para dejarme un helado de crema que pedí al llegar. Me entregué a la lectura, y al helado, como si fueran los únicos placeres mundanos disponibles.

Esa noche regresé al Centro de la Juventud. Elías Sánchez Rubio y Udón Pérez seguían en el sitio, me pareció insólita la resistencia que ostentaban, aunque se los veía, ahora, tenuemente embriagados, pero tan parcos como al principio. Había leído ya ambos libros y no podía dejar de mirarlos con admiración y envidia. No pude resistirme a las emociones que me asaltaron y me acerqué a saludarles, estreché la mano de Sánchez Rubio y confesé que su novela me había gustado por sus vagabundeos y derivas, que era un texto adelantado a la época. Lo vi reaccionar con cierta alegría, pero enseguida se zambulló en su gustosa congoja. A Udón Pérez no le dije nada porque su cerrazón se acentúo con mi presencia y me sentí inoportuno. Apresuradamente les deseé salud, a los dos, y me instalé a cenar sin más rodeos. Fue una cena frugal y rápida porque me poseyó un gran deseo de sentarme a escribir en este cuaderno sobre las cosas que había visto en la ciudad, y que siempre posponía por alguna tonta excusa, sobre todo, porque desde el principio supe que no era ni poeta ni novelista, pero la aseveración de Gógol, a quien ya cité, de que en la literatura, quizás, solo quede espacio para escribir diarios, se me antojaba exquisitamente confortable.

En la puerta de la pensión me aguardaba la señora Chardin. Su cara era sombría y sus manos temblaban, casi imperceptibles, cuando me entregó un telegrama urgente que me impuso de la muerte de mi amigo, mister Mylliman, atribuida a causas naturales. Ya imagino lo que puede ser natural para él, pero por alguna misteriosa o morbosa razón, fue el detonante para escribir, en definitiva, estas líneas. Lo menos que puedo hacer, entonces, es dedicarlas a mister Robert Mylliman, mi irreflexivo y feliz amigo.