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Visca el “Vizca”, por Salvador Fleján

A Oswaldo Vizcarrondo lo conocí en su casa paterna hará unos cuatro años. La ventura de aquel evento se lo debo a su bella hermana, la diseñadora gráfica Marietta Vizcarrondo, con quien compartía por aquella época una muy animada oficina en Las Mercedes. Marietta una noche me invitó a un cumpleaños familiar y yo, sin saber que conocería a un futuro ídolo deportivo venezolano, acepté.

La casa de los Vizcarrondo no se diferenciaba mucho de cualquier hogar clase media venezolano. Me sorprendió, eso sí, que no se le rindiera culto a la celebridad de la casa, tal como es dado ver en la mayoría de las viviendas de algunos grandeligas criollos u otros atletas destacados y millonarios. Por ningún lado vi trofeos, medallas o alguna fotografía inmortalizando al niño Vizcarrondo a la hora de cobrar el penal decisivo. El apartamento más bien tenía el aire festivo y juguetón de un penthouse de soltero, con unos divertidos sofás y una invitadora y muy bien surtida barra situada en el balcón.

Instalado en aquella barra fue que vi al defensa de la Vinotinto llegar. Su estatura no estaba en escala con el apartamento. Parecía un gigante feliz llegando a su guarida. Le calculé más de uno noventa de estatura y me intimidó su ceño fruncido de portero de discoteca. Aunque, en honor a la verdad, esto último pecaría de exageración mía: de lejos se notaba que Oswaldo no era un chico acostumbrado a las rumbas, mucho menos en su casa.

Sin embargo, al poco rato, el pana se ambientó.

Nunca lo vi tomar licor, ni siquiera cerveza, pero cuando pusieron algo de Wisin y Yandel el hombre parecía que se había tomado la fórmula mágica que en la etiqueta dice: “tómese en caso de perreo”. Las ocho o nueve chicas sentadas en la sala salieron de la modorra que de seguro le habíamos provocado un amigo y quien esto escribe, únicos representantes del sexo fuerte en el cumpleaños. Parecían hormigas dando cuenta de un dulce mal puesto en la cocina. Al rato, luego de un largo set de meneos, trencitos y descuidadas palmaditas en las nalgas, el defensa se disculpó con las fans que se lo asediaban y tomó rumbo a la barrita.

¿Qué vas a tomar, mi pana?, le dije con aires de training coach.

¿Hay Gatorade?, preguntó, perfecto para una cuña de la marca.

Recuerdo que tuve que ir a la nevera familiar en busca de su bebida energética. Un rápido vistazo al freezer de un atleta de alta competencia puede darnos pistas del porqué las expectativas de vida del resto de los mortales, con suerte, superan los sesenta años de edad. Las pechugas de pollo parecían ser el alimento base de los Vizcarrondo: había reservas suficientes hasta el año 2050. Algunos churrascos de atún le daban cierta variedad y exotismo a la espartana dieta.

Cuando regresé, ya la respiración y el ritmo cardíaco de Oswaldo habían tornado a la normalidad. Supongo que la temprana llegada de su novia, quien estaba sentada a su lado, habría contribuido a la milagrosa recuperación.

Vizcarrondo por aquel entonces hacía vida en el Caracas Fútbol Club, una institución a la que le guardaba respeto, según me lo hizo saber aquella noche y con la que logró cuatro títulos de liga. El caso era que estaba por emprender viaje al Sur; meca que en realidad es una sucursal de otra meca: Europa. El Rosario Central argentino lo contrató, pero la siempre recurrente pesadilla de las lesiones empañó aquel primer intento de internacionalización. En el 2009 lo fichó el Olimpia de Asunción, un equipo de primera división paraguayo donde tuvo un comienzo algo frío pero donde no tardó en aclimatarse y demostrar que estaba listo para grandes cosas. Marietta, su hermana, atesoraba uno de sus vistosos goles de cabeza en su smartphone; sitio virtual donde, al parecer, reposan las glorias familiares.

En el 2010 lo llaman del Once Caldas colombiano para jugar un sinfín de copas que no logro recordar y en las que el caraqueño vuelve a destacarse. Sin embargo, sería el 2011 su año de consagración. A la chita callando, regresa a la patria en calidad de héroe anónimo con el Deportivo Anzoátegui.

Su regreso al club oriental no sería más que un calentamiento, un boxeo de sombra para lo que sería su “barbarazo”: la Copa América. El primer partido de aquel torneo lo vi en una de esas parrilladas de amigos en las que el olor a carne asada y otros vapores obnubilan el pensamiento. Tal vez por ello no me percaté de que aquel muchachón que tanto destacó en aquel difícil partido contra Brasil era el mismo con el que había compartido cuatro años atrás. El resto de la Copa ya es historia y todo el mundo sabe lo que logró el “Vizca” en ella.

La noche del cumpleaños de marras terminó con varios de nosotros yéndonos a cualquier discoteca del San Ignacio, incluyendo a mi amiga Marietta y varias de sus bellas amigas. Oswaldo desapareció a mitad de la fiesta y no supe más de él hasta que, a punto de irme, fui al baño. Su cuarto, que quedaba enfrente, tenía la puerta entreabierta. Entonces lo vi. Estaba concentrado en la pantalla del televisor, donde unos jugadores virtuales de fútbol eran comandados por él mismo desde la consola de su Wii. Una imagen premonitoria, sin duda.