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Si el pasado no cambia, muere, por Norberto José Olivar

«…el cambio es sospechoso y siempre debe ir por un canal paralelo, las vías principales están resguardadas al pasado…»

Tomar el bus de la ruta 6, en mis días de universidad, era como hacer una biopsia de Maracaibo: rostros curtidos, amargados por el calor, sofocados por la apretujadera, la cabina era un microcosmos de hostilidades, con palabrotas de advertencia incluidas, para mantenerse a raya unos de otros, o reír de las calamidades. El soundtrack de aquellos periplos desquiciantes era un repertorio infinito y estereofónico de vallenatos, en seguidilla, grabados con esmero y precisión en cintas Sonoco y TDK que el chofer-DJ —de un barrigón cervecero admirable—, iba insertando en el reproductor, mientras esquivaba carros, corneteaba sin pudor y se extraía mocos con un regusto que causaba cierto afecto.

En uno de los asientos de la “cocina” iba yo tratando de aislarme de aquel patio siquiátrico, con mis libros de teorías de subdesarrollo en el regazo y con Piedra de Mar en ristre, como si fuera un crucifijo espanta vampiros. Miraba por el rabillo del ojo, a la gente, y pensaba que nadie pensaba nada, que solo se dejaban llevar por aquel bus destartalado y rocolero como si en el fondo, o no tan en el fondo, les gustara. Incluso, los estudiantes que subían en la parada de Estudios Generales se hacían invisibles, camaleónicos.

Todo esto lo recordé cuando tropecé con los poemas de Milton Quero, publicados, luego, bajo el título de Geografía urbana, yo sugerí que le llamará Ruta 6, pero Miguel Ángel Campos se encargaría finalmente de la edición y del nombre. Lo importante era que salía a la calle un texto que convertía en poesía aquellas extrañas experiencias de mis tiempos de estudiante universitario, que radiografiaba una condición, quizás un tanto contradictoria con una versión identitaria que, en mi criterio, nunca ha estado clara, dominada más bien por el oportunismo, la hipocresía y por un mercadeo estúpido, obtuso y ridículo.

Pensé en Milton y en los buses de la Ruta 6 cuando leí, hace poco, un artículo de Héctor Torres, La identidad caraqueña. Y Torres, hurgando en el corazón de Caracas, también lo hizo en el de Maracaibo, y usando algunas de sus ideas, y torciendo otras, me explico ahora un poco más mis pareceres, y hasta funcionaron, permítanme el exabrupto, de soporte teórico para una posible explicación de lo observado en todos estos años.

Lo que dijo Héctor Torres fue lo siguiente: «Como los sueños, Caracas se hace a diario, como si naciera todos los días con un brumoso pasado ilusorio a cuestas. Todos los días cambian sus referentes, sus coordenadas, sus maneras de ubicarse. Y no por eso dejan de ser válidos y universales… Caracas cambia todos los días para poder seguir siendo ella. Por eso, caraqueño se siente el que la entiende, siquiera mínimamente. El que la interpreta en su permanente mutación. El que le agarra el ritmo. Caracas todo lo absorbe, todo lo adapta a sí. Esa certeza, si no es rigurosamente justificada, está suficientemente extendida».

Los cambios son absorbidos con la naturalidad de la vida. El movimiento es la vida, como diría Paul Klee, no el pasado. Se mira atrás como quien se asoma a un daguerrotipo, causa gracia, sí, pero nadie querría estar en esas imágenes. De modo que la celebración es el cambio. En Maracaibo, contrariamente, el cambio es sospechoso y siempre debe ir por un canal paralelo, las vías principales están resguardadas al pasado, a lo que llegó «primero», como si aquello no hubiese sido contemporáneo y novedoso para quienes lo experimentaron en carne propia, ¿acaso no iba en contra de la cultura y la fe religiosa marabina dejar de ser español para luego ser venezolano, algo tan vago, pecaminoso e incomprensible en su momento?, no evaluemos esto desde nuestro tiempo porque sería inaccesible, pero quienes vivieron esa coyuntura sufrieron más de lo que algunos sospechan o imaginan siquiera.

La decisión de cultivar el pasado, las raíces, está bien como opción; pero la sociedad no tiene por qué privilegiarlo por encima de quienes solo viven para el cambio. El pasado no puede legitimar imposiciones a una forma de vida, a una manera de entender la identidad de un pueblo, de una ciudad. Nuestra raza no es sino una mezcla que aún no cesa, la vida siempre va hacia delante, el pasado va quedando en campos santos, donde se le recuerda y honra para dignificarlo, pero lo vivo está afuera, y ese pasado siempre marcha con nosotros, claro, pero cambiando, porque el pasado que no cambia, muere. Y como dice Miguel Hernández, al besarnos se besan nuestros muertos también.


¿Cuál es el secreto? Lo dijo Héctor Torres hablando de Caracas, hablando de los caraqueños, hablando con fina ironía: «En Santiago de León todo adquiere su peculiar identidad de manera automática. Todo en ella parece tener natural estado de pertenencia. Aunque haya surgido ayer, todo parece haber estado allí desde siempre».

Pienso en aquel tortuoso bus de la Ruta 6, en la ráfaga de vallenatos escuchados con aparente deleite por los viajeros, y me pregunto, sino iban felices y complacidos con el repertorio ofrecido por aquel chofer-DJ tan diestro al volante como en la casetera. ¿Quién decide lo que nos gusta o no?, ¿quién puede decidir la legitimidad de lo que deseamos ser, de lo que somos, de lo que seremos?, ¿quién tiene derecho a condenarnos por aquello con que nos sentimos identificados? Puede que decirnos cuál es la música o la literatura que debemos escuchar (defender) o leer sea un acto de vulgar autoritarismo, esgrimiendo que esa música o poesía sea nuestra “verdadera” identidad.

Permítanme otro exabrupto, ahora más grande que el anterior, para preguntarnos, hipotéticamente, si quienes forjaron nuestra música autóctona nacieran hoy, y nosotros con ellos, por supuesto, ¿cuál sería esa música entonces? Probablemente el himno nacional fuese una epopeya a ritmo de vallenato o rock, pero estas suposiciones son un tanto absurdas en verdad.

Todo lo dicho aquí está desprovisto de cualquier moralidad o intención inconfesable que pudiera sospecharse. Solo me anima la preocupación de no imponer ningún tipo de «identidad» a los que vienen detrás y a muchos de los que ya están aquí entre nosotros. La evolución va transformando el mundo natural sin clemencia, sin que podamos hacer nada para evitarlo, porque esa es la condición inexorable de la vida, pero basta creer que tenemos una verdad en la mano para volvernos idiotas y autoritarios. Y en algunos casos, asesinos.

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Fotografías de Gustavo Bauer