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De cómo intenté matar a Vila-Matas, por Norberto José Olivar

 

El 8 de julio de 2009 me encontré con Enrique Vila-Matas en la librería La ballena blanca del escritor Alejandro Padrón. Era la primera vez que nos veíamos de cuerpo presente, después de muchos intercambios vía internet y un par de llamadas. Me explicó su plan de un paseo al Pico del Águila para el día siguiente, y yo accedí encantado, así podía ejecutar mi maléfico propósito más pronto de lo previsto.

Por la mañana, acabado un desayuno ligero en La Pedregosa, Vila-Matas (sombrero, sobretodo negro y lentes oscuros) y Paula de Parma, su esposa, se embarcaron en mi carro radiantes y festivos. Sin perder ni un minuto, tomamos la carretera que va al páramo y fuimos conversando de literatura todo el tiempo — ¿de qué otra cosa podíamos hablar?—, aunque, en alguna parte del trayecto, con cierta desinhibición en la cabina, nos dio por cantar, a todo pulmón, Precious Time, de Van Morrison, hasta que la neblina nos tomó por sorpresa y cubrió por completo el camino. Tuve que estacionar, casi tanteando, al margen de un precipicio. Parecía que flotábamos en una nube. Vila-Matas se veía complacido, de hecho, sonreía con frecuencia, cotejé así que no había semejanza con el hombre de las solapas de los libros, que por misteriosa coincidencia, vestía igual que Van Morrison en esta ocasión. Dijo que nos apeáramos a mirar el abismo relleno de nubarrones, pero doña Paula se negó a poner un píe fuera. Entonces supe que había llegado la hora: En cuanto nos posáramos a la orilla de aquel peñasco refrigerado, empujaría a Vila-Matas al vacío y, luego, alarmado, correría a dar la noticia a su mujer.

Todo iba como lo imaginé. En un momento dado, simulando buscar un mejor ángulo, me paré detrás de él y cuando casi lo arrojaba, cuando mis brazos tomaban fuerzas para aventarlo por los aires fríos del páramo, Paula apareció como un fantasma inoportuno a nuestro lado y nos ordenó, con cierto despotismo, continuar nuestra travesía: «vamos despacio, Norberto, que el camino se está despejando». Cerré los ojos y apreté los puños para esconder la furia que me embargó de súbito.

El viaje continuó —y concluyó— sin nuevas oportunidades, lamentablemente.

¿Por qué matar a V-M?

Venganza y profiláctica literaria. Sí, se trataba de un ajuste de cuentas y ahorro de calamidades futuras. Vila-Matas había tratado de asesinarme en dos oportunidades, que yo sepa. La primera, con un libro que escribió en 1973, Mujer en el espejo contemplando el paisaje y, en 1977, con La asesina ilustrada, dos proyectos para ejecutar lectores en los que casi pierdo la vida.

Como yo, V-M (¿Van Morrison?) se quejó de su fracaso ante el escritor Jordi Llovet, así me lo informaron, luego, por vías que no puedo revelar.

¿Por qué este ensañamiento hacia los lectores? Sencillamente trataba de hacer un debut literario fuera de lo común, como una especie de escolar enloquecido que entra al colegio y dispara contra la clase entera: El asesino de lectores. Una manera de saltar al estrellato literario sin haber escrito apenas, tratando de burlar la máxima de que para escribir hay que dejar de ser escritor.

Entiendo, de acuerdo a las indagaciones que he venido haciendo en los últimos años, que la realización de este proyecto suponía la concreción de un pacto maligno: Cada libro tendría un precio en vidas, con la posibilidad de no dejar ser escritor. Y quedando en claro, además, en uno de los parágrafos de ese pacto satánico, que si el contratante, habiendo apuntado a la altura de Musil, debía caer bastante cerca cuando mínimo, que ya es decir bastante, considerando la conseja de Ferrater sobre artilleros y otros oficios escalofriantes.

De modo, que a estas alturas, es probable que V-M sea el único asesino en serie que va dejando un reguero de lectores descabezados por donde van pasando sus libros. Pero se trata, he aquí el problema, de «homicidios perfectos», no hay rastros que seguir, la escena del crimen ha sido esterilizada con enfermizo cuidado, imposibilitando cualquier aspiración de meterlo tras las rejas, pues, las pruebas se evaporan apenas se cierran sus libros. Asunto tenebroso y fúnebre que dice, con elocuencia, lo delicado que es el trabajo de un escritor, que más tarda en corregir (para borrar pistas) que en aniquilar, que es el acto visible y lo que acaba siendo la comidilla de sus contempladores.

Comoquiera que no puedo formalizar una denuncia en alguna comisaria, he tomado la decisión de asesinarle de la misma manera, con sus propias armas: escribiendo, redactando un artefacto ficcional donde la muerte le alcance y así, por obra y gracia de la misma literatura, siempre presta a venderse al mejor postor, y acaso con la invocación del espíritu santo para que nos guarde, poner a salvo a todos los lectores del mundo de sus mortíferas páginas. Y a mí mismo, por supuesto. ¿Notitia Criminis? …Ya veremos.