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El enterrador, por Andrés Boersner

Mucho se ha escrito acerca de la desaparición del libro en su formato tradicional. Ya en el año 2000 la revista española Debats anunciaba su posible sustitución, a favor de la lectura electrónica en e-books. Para ese momento se mencionaban  tres dispositivos: el softbook, el rocketbook y el everybook. En once años el desarrollo ha sido irregular. El aspecto técnico y jurídico por un lado y la incorporación de empresas ajenas al mundo editorial por el otro, ha retrasado un poco las ansias por inundar el mercado. En Estados Unidos es donde se ha visto el desarrollo más rápido. Las ventas de libros electrónicos se han cuadruplicado en un año y en el caso de los best-sellers el crecimiento ha sido mayor. Si en líneas generales roza ya el 15 % en el caso de los libros más vendidos la demanda de libros electrónicos supera a los de papel. En Asia y Europa, en cambio, el crecimiento ha sido muy lento, llegando en el mayor de los casos a un 4%, en Japón y Reino Unido. En España representó apenas el uno por ciento el año pasado pero a fines del 2011, con la llegada de tiendas virtuales como Amazon, los porcentajes prometen ser muy superiores. América Latina se ve como potencial a mediano plazo, mientras se digitalizan a gran escala los libros. No llega al diez por ciento la cantidad de libros digitales disponibles en el continente y tampoco existe uniformidad en el tema de los derechos de autor. Pero en todos los casos es cuestión de tiempo. La llegada del libro digital y su dominio en el mercado ya no lo duda nadie. Lo que se sigue discutiendo es la sobrevivencia del libro tradicional y de los que protagonizan su difusión. Cada vez son menos los que apuestan por los libreros y distribuidores. Y todo parece indicar que a las imprentas les viene muerte segura.

El más reciente enterrador es el novelista Jorge Volpi (leer su artículo “Réquiem por el papel”), que estima que quienes piensen que los medios tradicionales y las profesiones que lo rodean pervivan son “unos nostálgicos”. Dice que esa misma nostalgia y reticencia de editores y agentes es la que ha impedido en buena medida que el proceso sea más rápido. La verdad no entiendo cual es la prisa por observar el final de algo que ya tiene más de 600 años y que seguirá gustando a muchos en el próximo medio siglo. El gusto por el libro de papel no es simple asunto de nostalgia como tampoco lo es el coleccionismo. Y la nostalgia, si la hay, no va referida sólo al objeto como asunto estético sino a factores externos, que en un aparato que se cambia cada cinco años no se percibe. La pátina de los dueños, el desgaste, las anotaciones, las dedicatorias, no son asunto deleznable.

Lo que ocurrirá ya emite sus señales. Las librerías grandes, que iban a exterminar a  las pequeñas, son las primeras en cerrar porque reabrirán convertidas en otros monstruos donde la palabra librero nunca fue importante. Las librerías reducidas, independientes, que siempre fueron asunto elitista, continuarán siéndolo y con mayores aires de anticuario. El círculo se estrecha y la relación entre los “enfermitos de literatura” será mayor. En la medida en  que persista la idea de librería como sitio de reunión, como segundo hogar, como oficina auxiliar, tal y como eran los cafés de principios de siglo veinte en Occidente, creo que todavía tienen larga vida por delante.

Las llamadas “nuevas tecnologías” siempre se decantan en la comercialización por un nuevo soporte, así el viejo cumpla con los requerimientos. Es un problema “de formato”. Lo que dudo que exista dentro de cincuenta años son los e-books en la forma en  que se conocen ahora y su manera de transportar el texto. Igual que hemos tenido que desechar beta, VHS y próximamente haremos lo mismo con el  DVD, lo mismo sucederá con los entusiastas de estos e-books. Y si ahora las nubes o banco de datos parecen asunto de toda la vida tal vez mañana las reglas del juego cambien y al cabo de unas décadas los herederos deban recomenzar la biblioteca.

Me alegra que el e-book levante tanto entusiasmo. Me molesta que administren santos oleos por anticipado o que quieran que nos montemos en un autobús que no ha llegado todavía, sobre todo en un país donde no se consigue la leche y donde existe algo que se llama “control cambiario” y limita seriamente la circulación de bienes.

Cuando me preguntaron, hace más de una docena de años, acerca de la muerte inminente de las librerías tradicionales por la llegada de Amazon,  el desarrollo de librerías en cadena y la distribución indiscriminada de libros por parte de algunas distribuidoras, que los colocaron en farmacias, supermercados y hasta peluquerías,  opiné que había espacio para todos y el tiempo casi que me ha dado la razón, aunque los que están boqueando ahora son los recién llegados de entonces. Los descendientes de los vendedores ambulantes de papiros de la Grecia Antigua, mal que bien, sobrevivimos.

Bienvenida la literatura electrónica porque atraerá más lectores,  nos evitará dolores de columna, nos ahorrará espacio y tendrá un costo menor. Las librerías sin libreros tienen las horas contadas. Pero siempre existirán  anormales que quieran sentir un peso, medidas y, sobre todo, una noción de objeto distinto en cada título y  los que exijan formatos, colores, texturas, detalles e imperfecciones en una presentación variada, sin tener que buscar herramientas, programas o teclas para eso.

Supongo que el entusiasta enterrador de nostalgias, el escritor Jorge Volpi, ya estará imaginando con deleite cómo sus libros pasarán a ser juegos interactivos o se verán “enriquecidos” por lectores que pondrán o quitarán situaciones y personajes, o con las imágenes que disponga la  productora editorial, que podría ser la misma Sony. Tal vez alguna marca de tequila quiera financiar parte de la edición y Volpi acceda, a través de su agente electrónico a que su creación vaya encabezada por una publicidad, a cambio del dinero que dejará de recibir por las descargas piratas. Los lectores que no quieran publicidad de por medio pagarán otra tarifa.

Yo, mientras tanto, me reuniré con los desechables que siguen percibiendo la literatura como un diálogo entre dos creadores: el autor y el que ejerce la lectura,  que también necesita vivir a través de otras vidas y posibilidades; el que enriquece y hace uso del texto por su cuenta y permite que otros lo hagan  pero sin el ruido de fondo ni las interrupciones de los ceremoniales técnicos.