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Algunas palabras sobre el “canon” de Carlos Fuentes, por Patricio Pron

Nos gusta pensar en la cultura como en una instancia situada al margen de los conflictos de nuestra sociedad, pero es precisamente en la cultura (es decir, en el ámbito de las representaciones de lo que somos y de lo que deseamos ser) donde esos conflictos son dirimidos; en ese sentido, la cultura debe ser concebida como el ámbito en el que las clases sociales, los géneros sexuales y las razas establecen qué representaciones (con sus correspondientes valoraciones ideológicas y estéticas) resultan particularmente útiles para crear una visión integradora del pasado y del presente de nuestra sociedad, pero también para proyectar su futuro. En su ensayo “Canon y símbolos políticos. Aspectos de la cultura postautoritaria en Argentina”, Martin Traine recuerda cómo el canon de la literatura latinoamericana fue tomado por asalto “ya en la segunda mitad de los años setenta” con la finalidad de “ir democratizando y ampliando” sus contenidos como parte de un proyecto político de integración y representación de las mayorías excluidas del territorio. En el ámbito de la literatura latinoamericana, el asalto a las instituciones se manifestó también en el surgimiento del tipo de novelística sofisticada y experimental que produjo textos de la importancia de Paradiso de José Lezama Lima, Pedro Páramo de Juan Rulfo, Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa o Boquitas pintadas de Manuel Puig; también, naturalmente, textos como La región más transparente y Aura.

Que la derrota de ese proyecto político parece haber sido absoluta en el ámbito de la cultura queda de manifiesto en varias circunstancias, entre las cuales una de las más importantes es la emergencia de cánones y listas personales que pretenden ofrecer una versión normalizada del pasado literario; ignorando el hecho de que “la literatura culta ya no es el centro de la cultura dominante” (como afirma Ellen Spielmann), estas listas tienen una doble naturaleza: por una parte, son expresión de la nostalgia de un período (imaginario o no) en el que aún no había tenido lugar el descentramiento de autoridades que resulta de la democratización del acceso a la producción y al consumo de los bienes culturales en nuestra sociedad; por otra, estas listas son (en palabras de José María Pozuelo Yvancos) la “legitimación proyectiva de unas prácticas que obtienen por ello la condición de normativas”. En otras palabras, las listas existen no como resultado de la existencia de autoridades en la materia literaria sino para apuntalar la ficción de que esas autoridades existen y tienen algo importante que decir (y un papel que jugar) en la conformación del pasado y del futuro de la literatura, algo particularmente puesto de manifiesto en el hecho de que esas listas adoptan habitualmente el nombre de “canon” a pesar de que el término designa un cierto consenso en torno a los textos que, por su naturaleza, no puede ser instaurado por un solo individuo.

John Guillory afirma en Cultural capital. The problem of literary canon formation que “el problema de la conformación del canon” debe ser entendido como “el problema de la constitución y distribución del capital cultural”; es decir, que el canon no es sino la instancia en la que los diferentes estratos del sistema literario dirimen sus conflictos en procura de ampliar y ganar ascendente sobre la sociedad y su representación de sí misma. Puesto que el “canon” de Carlos Fuentes no parece tener una motivación y una finalidad diferentes, entiendo que no requiere mayor comentario (al menos no más que otros cánones posibles resultado de otras tantas visiones de la sociedad que participan del conflicto); aun así, quizás valga la pena decir algunas cosas sobre él: la primera, que su periodización cronológica y su listado de autores ya fallecidos no constituyen ninguna novedad para quien alguna vez se haya interesado siquiera superficialmente en el tema, pero que su caracterización de la literatura argentina como “variada y fervorosa” y de la chilena como “sui géneris” (signifique esto lo que signifique) sí lo es; más importante aun: que su “canon” se limita a los textos de lo que se denomina habitualmente la “alta” literatura y es por lo tanto blanco y casi exclusivamente masculino, y también, que excluye géneros tan importantes para explicar la riqueza y diversidad de la literatura latinoamericana como la producida en lenguas indígenas, la no ficción y la crónica, la novela policiaca y lo que Emir Rodríguez Monegal llamaba las “formas olvidadas” del folletín, el cuento popular y la poesía anecdótica.

A pesar de que periódicamente se invita a abandonar la noción de canon a raíz de lo que Daniel Lagmanovich denominó “su carácter excluyente y elitista”, esta parece resultar necesaria a una sociedad a cada paso más urgida de una versión idealizada de sí misma que omita la existencia de los conflictos que se dirimen en ella; a pesar de ello, nuestra sociedad no debería olvidar que la representación de sí misma y la puesta en escena de su futuro no están en manos de ninguna autoridad y de ningún proyecto colectivo o individual de acumulación de capital simbólico sino en las suyas propias y que (afortunadamente, a la luz del que Carlos Fuentes concibe como “el canon del siglo XXI”, con al menos cuatro nombres discutibles o francamente rechazables) el futuro aún está por ser escrito y (al menos todavía) no es propiedad de nadie.

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