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Estados Unidos y la pobreza, por Edmundo Paz Soldán

La semana pasada el Bureau del Censo de los Estados Unidos hizo públicas unas estadísticas que explicitan -por si a alguien le quedaban dudas- el descalabro de la economía norteamericana: el 15% de la población del país (46 millones) vive bajo la línea de pobreza (estimada en 22.000$us de ingreso anual para una familia de cuatro personas). No solo eso: el ingreso anual de un hogar promedio de la clase media se encuentra al mismo nivel que en 1996 (49.500$us, ajustados de acuerdo a la inflación). Si se piensa solo en hogares de familias hispanas y afroamericanas, los ingresos son aun más bajos. Las cifras son claras: incluso los más optimistas hablan de “década perdida” (para ser precisos, habría que hablar de tres lustros perdidos).

La crisis que comenzó hace tres años es la más seria que ha sufrido el país desde la Gran Recesión de 1929. Ciertas cosas que este país daba por seguras a lo largo del siglo XX ya no lo son más en este siglo. La poderosa clase media que dominó el país después de la segunda guerra mundial ha perdido fuelle; son más comunes los trabajos a medio tiempo, y el seguro de salud que tradicionalmente se ofrecía como un derecho laboral es hoy un lujo (son más los norteamericanos que mueren cada año por falta de seguro de salud que los que han muerto en las guerras de Irak y Afganistán de los últimos diez años). En una sociedad post-industrial con sindicatos desmantelados, el recorte de beneficios laborales no hará más que continuar.

Algunos analistas dicen que Estados Unidos está viviendo las consecuencias de su pacto diabólico con el capitalismo salvaje, cuyo desarrollo está produciendo desigualdades cada vez más abismales entre los diferentes grupos sociales. Otros buscan las culpas en la forma en que la clase política no tomó las previsiones necesarias y pensó que se podía vivir para siempre en la prosperidad (no se debió abrir los mercados tan fácilmente a la competencia extranjera, dicen, que asestó golpes duros a industrias tan vitales como la automovilística). Tampoco se debe subestimar el costo de las guerras en Irak y Afganistán, que han endeudado a un par de generaciones y han hecho que Estados Unidos invierta recursos, tiempo y energía y pierda fuerza competitiva ante el avance imparable de China. A todos esos factores de la crisis debe añadirse una profunda transformación tecnológica y demográfica, que está eliminando industrias enteras y haciendo que otras tengan que reestructurarse para sobrevivir.

En los años sesenta, Lyndon Johnson podía declarar la “guerra a la pobreza” y ser admirado por ello. Hoy las cosas han cambiado tanto que esa lucha no es vista como una prioridad. Estados Unidos vive un momento de profunda desconexión entre aquello que mueve a la sociedad y el deseo de ayudar a los más necesitados. Hace poco, el Pew Research Center publicó una encuesta reveladora: el 51% de los norteamericanos no está de acuerdo con que el gobierno busque formas de ayudar a los más pobres. No es casual que el Tea Party se haya convertido en una facción poderosa del partido Republicano: en mucha gente resuena su llamado a un gobierno más limitado. Ese gobierno limitado no va a tener las armas para mantener una adecuada red de protección para sus ciudadanos. Rick Perry, el gobernador de Texas que actualmente lidera en las encuestas entre los candidatos del partido Republicano a la presidencia, es partidario de hacer serios ajustes al programa de la Seguridad Social (sin ese programa, entre un 6% y un 7% más de la población sería clasificado como pobre). Alguna vez, de la mano de Hillary Clinton, los demócratas quisieron ofrecer un seguro universal de salud, pero se encontraron con la oposición del congreso; hoy son 49 millones quienes viven sin seguro de salud.

Se puede discutir qué se considera pobreza en los Estados Unidos. Para un observador latinoamericano, que ha visto la miseria en las zonas rurales, la definición de pobreza que usan los norteamericanos puede parecer muy generosa. Hay, sin embargo, diferencias culturales importantes: en América Latina, la pobreza no está tan estigmatizada como en los Estados Unidos. ¿Quién quiere ser un millonario?, preguntan desde un programa televisivo; la respuesta: todos. En el país de los excesos de Donald Trump y Kim Kardashian, ser pobre es algo de lo que hay que alejarse como si se tratara de la peste. Para los pobres de raza blanca con escaso acceso a la cultura se reserva una definición que es también un insulto: “white trash”. Ser pobre es, simbólicamente, ser basura.

También existen las diferencias de aspiraciones y de acceso. En América Latina los grandes jefes de corporaciones no suelen ser modelos a seguir; en Estados Unidos sí. El “sueño americano” no solo consiste en tener un buen trabajo, una casa y vivir relativamente bien; también consiste en triunfar en grande. Gente de todas partes del mundo ha emigrado a los Estados Unidos persiguiendo ese sueño. En materia de dinamismo empresarial, de posibilidades para lanzarse al negocio propio, Estados Unidos ha sido un ejemplo de sociedad flexible, inventiva, capaz de ofrecer oportunidades para el desarrollo del potencial humano, de la creatividad. No todos han podido alcanzar el “sueño americano” (al menos no en la versión superlativa), pero la posibilidad está ahí, al alcance de la mano, como uno de los grandes motores de la sociedad norteamericana. Muchos han estado dispuestos a endeudarse para conseguir una educación que les permita el acceso a trabajos calificados; hoy no todos pueden pagar esos préstamos, y se esfuma el sueño de la casa propia (el 24% de las familias hispanas y afroamericanas no tiene más bienes que un auto).

Con un desempleo del 9%, el principal desafío de Barack Obama es la creación de empleos. Las elecciones del próximo año girarán en torno a qué candidato será capaz de ofrecer el programa más atractivo para reactivar la economía. Ese programa irá dedicado a captar sobre todo el gran número de votantes de la clase media. No habrá mucho espacio para los proyectos asistenciales, para desarrollar esa red de ayuda necesaria para una sociedad más justa. Pese a las estadísticas, la lucha contra la pobreza no será una prioridad. Todo se transforma en esta sociedad, excepto el capitalismo, que seguirá siendo salvaje.