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El género testimonial y los procesos escriturales de la ajenidad, por Jacqueline Goldberg

Hana Sinek de Morgenstern nació en Praga en 1922. En 1944 fue llevada al campo de concentración de Theresienstadt, donde se salvó tras haber aprendido el oficio de enfermera. Cuenta que un día, a fines de marzo de 1945, estaba en la mina donde trabaja cuando escuchó a lo lejos una locomotora cuyo silbido vaticinaba lo peor: “Fue una sirena tan horrible que todos nos quedamos paralizados, ese sonido no lo olvidaré mientras viva. Se veía a gente corriendo y gritando, decían ‘viene nuestra gente del este, vienen nuestras familias’. El primer tren llegó de Auschwitz. Los SS abrieron las puertas. No puedo decir lo que sentimos, es indescriptible. Empezaron a caer cuerpos, esqueletos cubiertos con trapos, cabezas rapadas, eran como uvas rodando al suelo, algunos se levantaban, otros se quedaban. Estábamos absolutamente paralizados. A los que podían caminar, los agarrábamos. Veías caras de calaveras cubiertas con piel, no pesaban más de treinta o cuarenta kilos. No se podía reconocer a nadie. Los alemanes comenzaron a prender hogueras. Pensábamos que estaban locos. En un momento los SS nos gritaron ‘volteen la cara‘, pero miramos de reojo: los alemanes echaban a la hoguera una mano, un hígado, un pie, otra mano. El olor y el terror nunca lo olvidaré, jamás. La gente practicó canibalismo desgraciadamente dentro de los trenes. Esa gente estuvo en vagones cerrados más de diez días, sin comida, sin hacer necesidades, sin agua, morían como moscas, fueron transportes de muerte. Esas son cosas que no se deben saber. Pero se saben, no creo que sea bueno divulgarlas porque no te las creen. Es tan increíble y tan fuerte que nadie te cree, pero pasó”.

Este testimonio de Hana Sinek de Morgenstern aparece en el tercer tomo de la serie Exilio a la vida, testimonios en Venezuela de sobrevivientes de la Shoá, publicado este mismo año por la Unión Israelita de Caracas. La entrevista fue realizada en el 2008, transcrita y editada en el 2010 y revisada por la propia superviviente y su familia. Yo, como escritora-editora, habiendo presenciado cómo tantos supervivientes de la Shoá —palabra del hebreo “masacre” y utilizada a la par de Holocausto—, al leer sus testimonios antes de ser publicados, borran párrafos éticamente comprometedores, había apostado a que la señora Morgenstern no sería la excepción. Pero lo fue. Dejó intacto el difícil fragmento y se sentía orgullosa, a sus 89 años, de poder mostrar un tema pocas veces mencionado e incluso negado. Como este caso hubo otros que creí serían nublados por el pudor: el de un hombre que confiesa haber matado con satisfacción a tres soldados nazis; el de un joven judío que para salvar su vida se hizo soldado de la SS; el de una dama cuyo abuelo fue un prominente marchante de arte que consiguió salir de Europa con toda su familia a cambio de varias obras de arte de su célebre galería de Dieren, entre las que se hallaba una muy famosa de Rembrandt que Hitler deseaba para su colección personal y que fue negociada directamente con el temible Hermann Goering.

La mayor parte de los testimonios que se hallan en los libros Exilio a la vida provienen de entrevistas realizadas entre 1996 y 1998 por profesionales venezolanos entrenados por Survivors of the Shoa Visual History Foundation, institución creada y dirigida por el cineasta estadounidense Steven Spielberg. Cuando comenzaron a transcribirse esas entrevistas —70 de ellas por la poeta Eleonora Requena y 55 por la socióloga María Clorinda Reina— habían transcurrido en ciertos casos más de diez años y los supervivientes no se percataron de que sus testimonios podrían ser trasvasados de los oscuros anaqueles de la Fundación de Spielberg o de sus propias casas, a un libro de expuesto a la mirada pública.

El proceso de esos libros convirtió las grabaciones originales en textos narrativos congruentes, respetuosos en lo posible del habla de los entrevistados, en los que se preservasen sus silencios, su compleja sintaxis e incluso los sobresaltos de su memoria. Una vez editados, los mismos fueron mostrados a los supervivientes con el fin de cuidar la escritura correcta de apellidos y lugares. Pero aquellas páginas impresas, sin que los propios editores llegaran a presentirlo, despertaron temores, revivieron pesadillas e hicieron que los supervivientes se sintieran acorralados por sus propias palabras y en consecuencia ante la necesidad de borrar fragmentos de su historia, que en muchos casos habían narrado por vez primera y que sus propias familias desconocían. Los supervivientes han cargado toda su vida con los horrores de campos de trabajo y de exterminio, de huidas y hambre, de miedo y soledad. La mayoría perdió a buena parte o a toda su familia en las cámaras de gas nazis y algunos se prohibieron hablar sobre el tema, mientras otros, por el contrario, hicieron de ese decir una compleja forma de vida, de lucha contra la suposición de que su experiencia era incomunicable.

El testigo o testimoniante de la Shoá surge como figura de resistencia con Primo Levi en 1947 en su libro Si esto es un hombre. Poco hubo en años posteriores. Fue en el proceso a Eichmann en Israel cuando los testigos recuperaron el habla, una voz con las que adquirían una dimensión política más allá de la lástima o la indiferencia acostumbrada. Luego vendrían muchas autobiografías, biografías, películas, el documental Shoa de Claude Lanzmann  (1985) y libros que, como Exilio a la vida, muestran el viaje emprendido por los supervivientes para rehacerse más allá de sus propias cenizas y como bien señala la escritora francesa Charlotte Delbo, reconquistar lo que tenían antes: “su saber, su experiencia, los recuerdos de su infancia, su habilidad manual y sus facultades intelectuales, su sensibilidad, su aptitud para soñar, para imaginar, para reír”.

“Los testigos” de la Shoá, como los denomina el filósofo español Manuel Reyes Mate, alteran sus testimonios originales cuando se llevan a la escritura siguiendo un instinto de autoprotección y de cuidado incluso de la Historia del Pueblo Judío. Esto, de buenas a primeras, puede interpretarse como un gesto de autocensura que, además de obedecer a procesos propios de las altas edades —en los que la memoria recupera recodos oscuros u olvida a conveniencia—, siguen el abrumador cauce de información aportado por el cine, Internet y la recaudación de datos a partir de archivos abiertos en años recientes.

La conmoción que una entrevista sobre la experiencia sufrida durante la Segunda Guerra Mundial hace que los discursos orales de sus víctimas sean absolutamente catárticos: en muchas se observa como lloran, gimen, susurran y callan. Sin embargo, la escritura les permite una reposada reflexión al tiempo que se desatan conflictos éticos e identitarios que los conduce a desestimar que cada hecho arrancado de su narración altera de alguna manera su responsabilidad frente a la realidad, la verdad y la Historia. Ello aún en el intento del superviviente de hacer justicia, de preservar la memoria, de defender el repetido lema de “sobrevivir para dar testimonio y que no vuelva a ocurrir”. Una relación agridulce con la escritura pareciera hacer conciente a los testigos de los límites del lenguaje y de esa noción que lleva a Maurice Blanchot a señalar que “guardar el silencio es lo que queremos todos, sin saberlo, escribiendo”.

Entre las 125 entrevistas editadas para los mencionados libros, observé casos en los que los supervivientes suprimieron fragmentos que sugerían violaciones por parte de nazis, prostitución, hijos abandonados, asesinatos directos o indirectos, homosexualidad, pillaje, cierta colaboración con los alemanes, sumisiones a veces oscuras. También fueron desaparecidas o matizadas frases en las que los supervivientes narraban con rabia la forma en que fueron recibidos una vez concluida la guerra, cuando no se les creía lo que contaban, cuando quienes no sufrieron en carne propia lo más terrible preferían no escuchar, no validar una realidad que les recriminaba su silencio y su indiferencia, al tiempo que les hacía preguntar al recién llegado porqué y cómo unos sobrevivieron y otros no. Esas implacables dudas sembraban más dudas en el superviviente, quien se ha sentido culpable y en muchos casos se recrimina duramente su fortaleza, su destino, llegando a decir que nada hizo para salvarse, que en muchos casos fue mera suerte o decisión de Dios. Los mutuos y soterrados reclamos han generado silencios que acompañaron a muchos toda su vida, sin permitirles, como pretendía Jean Amery, “desandar lo ya vivido y borrar lo sucedido”.

Los testimonios en los que han sido abrogados fragmentos no pueden, en todo caso, hacernos pensar en el superviviente de la Shoá como un maquillador de la Historia. Todos los testimonios que componen los libros Exilio a la vida y los muchos que se han publicado y se siguen publicando en el mundo, hablan de una verdad irrefutable e irreprochable que echa al vertedero todo intento negacionista. Los supervivientes están allí, de pie, con su palabra jadeante, su orfandad, un número tatuado en el antebrazo. De hecho, tras escribir-editar tantos testimonios, he terminado sintiendo que se trata de uno solo, en el que desaparecen nombres, rostros y geografías y donde, como acota Reyes Mate “el testigo es una voz en primera persona que nos habla en nombre de la tercera persona”. Relegar el dolor no hace conclusivo el silencio. No todos olvidaron lo mismo, ni todos han querido recordar por igual. La historia de la Shoá no la forja uno ni mil testimonios, sino su estructuración como voz colectiva. “¿Cómo nos sentíamos?”, interpela Zdzislawa Bogusz a su entrevistador en Exilio a la vida. Y se responde: “Esa no es una pregunta, es un dolor”.

Reyes Mate se pregunta cuál es el lugar epistemológico del testimonio. Y nos recuerda el compromiso de los supervivientes de hacer que lo ocurrido en la Shoá se sepa y no se repita, aunque ello represente una dificultad de conocimiento y comprensión, pues como apunta, los testigos “están atrapados entre la prohibición de callar y la imposibilidad de hablar y, nosotros, entre la necesidad de escucharlos y la imposibilidad de saber”. Desde la lectura jamás sabremos cuánto callan y ocultan los testigos, cuánto hay en sus palabras de recuerdo, ficción, mitificación y resimbolización de la realidad. “El testigo es capital en el pensamiento jurídico” apunta Reyes Mate, “pero no en la filosofía y, dentro de ella, en las teorías del conocimiento. En filosofía, el testigo no es testigo de la verdad porque la verdad o es objetiva o es intersubjetiva, pero nunca supeditada al testimonio subjetivo”.

Nos preocupa la emocionalidad del testigo, que su recuerdo lo martirice, que el testimonio al que se le somete lo arroje a un proceso psicológico irreversible. A la vez, como lectores, como estudiosos, nos preocupa cuánto queda de verdad en la palabra del testigo —no sólo en el caso de la Shoá sino en todos aquellos donde hay una dolorosa memoria de por medio— y cómo lo dicho y lo escrito termina siendo una Historia para siempre. Nos guste o no, el testimonio posee de verdad solo aquello que el testigo desea asumir y donde el decir se metamorfosea cuando pasa de la oralidad a la escritura. Y es la escritura, precisamente, al dar palabra al testigo, lo que les devuelve la vida. Lejos de velar, los párrafos cercenados dejan aún más al descubierto las heridas, pero de ello han de enterarse los escritores y productores de esos libros. La máscara, la palabra borrada, no desecha un relato, dice más bien del proceder psicológico de los testigos. Como señala Agamben “el testimonio no garantiza la verdad factual del enunciado”. La verdad no son los hechos, sino la decantación que de ellos hace la memoria, el olvido, los miedos y la imposibilidad del testigo de sobreponerse a sí mismo. “No hay verdad en sí pues aquello de lo que se testifica no tiene más verdad que la verificada por el testigo (…) No hay verdad sin testimonio, aunque hay que reconocer que la verdad escapa al testimonio”, escribe Reyes Mate.

Diversos autores sumergidos en el tema de la Shoá desde caleidoscópicas perspectivas —Primo Levi, Emmanuel Levinas, Theodor Adorno, Walther Benjamin, Elie Wiesel— se han detenido en la  verdad del testimonio, pero se refieren siempre a una fuente primaria sobre la que no hay intervención de un otro. En casos de libros como Exilio a la vida, en los que ha habido una transcripción y luego una edición que necesariamente construyen un discurso superpuesto al testimonio oral, no puede pretenderse ver en ellos el mismo grosor de realidad que hay en la autobiografía o en testimonios audiovisuales originales. En los testimonios no escritos pero si “corregidos” por sus protagonistas, la palabra acude a una acción hermenéutica donde la escritura es escudo, abismo y no hay ética que permita recriminar tal hecho, aunque sepamos que mucho se ha soterrado y desvirtuado, que lo peor puede ser aún peor y el testimonio es un género híbrido, a ratos encapotado, literario, propenso a la ficción —la del testigo y la del escritor—, lleno de asperezas discursivas e interpretativas, donde la memoria ha olvidado y el olvido es una estrategia para recobrar al hombre que se extravió en la vasta humillación de la Shoá.

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Bibliografía

Amery, Jean. Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia. Valencia, 2001.

Augé, Marc. Las formas del olvido. Gedisa. Barcelona, 1998.

Bárcena, Fernando. La esfinge muda. Anthropos Editorial. Barcelona, 2001.

Mate, Reyes. Memoria de Auschwitz. Actualidad moral y política. Editorial Trotta. Madrid, 2003.

Ponencia presentada
en las “Primeras Jornadas Internacionales
de Literatura Venezolana Contemporánea”,
realizadas en la Universidad Simón Bolívar
del 21 al 23 de marzo de 2011.