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La libertad y la política, por Fernando Mires

Afirmaba René Descartes en sus Meditaciones que la libertad consiste en la no-existencia de ningún poder externo que determine nuestra decisión de decir sí o no. No obstante, dicha tesis hace suponer que nuestra voluntad es absolutamente libre y soberana para tomar decisiones cuando no existe ningún poder externo; lo que parece no ser tan cierto. Muchos siglos antes que Descartes, el apóstol Pablo había descubierto que nuestra voluntad no es libre ya que se encuentra subordinada a la condición humana que no sólo es espiritual sino también biológica. La biología es portadora de la espiritualidad, pero a la vez, su obstáculo. No sin razón Pablo ejemplificaba su postulado de la siguiente manera: “Porque lo bueno que deseo no lo hago; mas, lo malo que no deseo, es lo que hago” (Romanos 7.19). Dicha frase podría haber sido suscrita en su totalidad por Freud, quien vio en cada uno de nosotros una zona de conflicto entre los ideales que vienen del Superyó y las pulsiones que vienen del Ello. De ahí podemos inferir que la libertad en términos absolutos es una imposibilidad, lo que no obliga, por cierto, a borrar del diccionario la palabra libertad. Pues que algo no sea absoluto no significa que no exista.

Lo contrario de lo absoluto no es la nada sino lo relativo. Luego, si usamos la libertad como una noción relativa podemos deducir que la libertad sólo la podemos entender en el marco de una determinada relación. Esa es una diferencia con la idea cartesiana de la libertad. Mas, en el mismo sentido cartesiano, nuestra voluntad puede ser libre respecto a un poder externo sin que lo sea respecto a un poder interno, en este caso, nuestra muy limitada condición humana. De modo que la libertad existe siempre en relación con algo que niega una determinada libertad. Es, por lo mismo, un término radicalmente relacional, y por ese motivo, plural. Quiero decir que la libertad es un significante abstracto que articula múltiples libertades concretas. No se puede ser libre en todo, pero podemos liberarnos de algo que nos oprime, lo que implica necesariamente oponernos en contra de aquello que nos oprime. La verdad, es que yo no puedo concebir la libertad sin una determinada oposición a su oposición. Si nos duele la cabeza nos oponemos en contra de ese dolor tomando una aspirina (por ejemplo). Si sentimos frío nos oponemos contra el frío encendiendo la estufa. Y así sucesivamente, hasta llegar a aquella libertad que será el tema de mi reflexión: la de la libertad política. O, más preciso: el de las relaciones entre la libertad y la política.


El invento político

La política, sin embargo, no es el espacio de la libertad. Podemos liberarnos también de la política, y hay varios que lo han hecho, a veces siguiendo buenas razones. No son pocos los que dedican la vida al arte, otros a la meditación, otros a la vida cotidiana, y muchos al consumo. Porque salir de la vida privada y atravesar el umbral que nos separa de la vida política –que por ser política será siempre pública– es el resultado de una decisión formalmente libre: libres de ir o de no ir a la política.

Hay muchos que no pueden vivir sin política, y en nuestra modernidad son los políticos de profesión donde hay quienes viven “para”, y otros “de” la política (de acuerdo con Max Weber). Hay quienes en cambio sólo somos políticos circunstanciales. Me refiero a los que vamos a las calles de la política cuando somos convocados, por ejemplo, a participar en alguna demostración, o simplemente a votar, que es el acto más político de todos, pues a través de ese acto es como me convierto en ciudadano. La abstención puede ser también, bajo circunstancias muy especiales, un acto de ciudadanía política. En ese caso, voto por no votar. Distinto es el caso del que no vota porque no le interesa, lo que tampoco criticaré, pues no hay ninguna ley moral, ni antropológica, ni biológica, que nos obligue a ser ciudadanos. Con ello estoy diciendo que asumir la condición política es una decisión, la que al ser decidida, es también un acto de libertad. En este caso, elijo la política para elegir a mis elegidos. Y no hay decisión más libre que elegir entre esto y eso; o entre lo uno y lo otro; o entre lo mío y lo tuyo.

Ahora bien, si afirmo nada menos en contra de Aristóteles que el ser humano no sólo es un animal político, estoy sosteniendo que es perfectamente posible vivir sin acceder a la política. Ha habido, y probablemente hay, pueblos y naciones que ajustan su modo de vida sin recurrir a prácticas políticas, pueblos cuyas tradiciones y costumbres son autosuficientes para reglar su existencia. No es el caso de la mayoría de las naciones occidentales que han incorporado a su “modo de ser” la práctica política de tal modo que prescindir del hacer político resulta en ellas inconcebible. Occidente no es, por lo mismo, una noción geográfica. Es, o ha llegado a ser, una noción política. Qué duda cabe.

La política es un invento exquisitamente occidental y como todo invento surgió de una necesidad. En ese sentido, cada invento, también el de la política, delata una falencia previa al invento: algo que no se tenía y que sin embargo era necesario que apareciera. Eso quiere decir que antes de que apareciera la política, los humanos resolvían sus conflictos de un modo pre-político. Y no hay nada más pre-político que la violencia y la guerra. De tal modo que la política fue inventada no sólo para sustituir a la guerra, sino, a la vez, viene de la guerra y, por lo tanto, está sobredeterminada por la guerra. Esa es la razón por la cual Heráclito, anticipándose en siglos a Sigmund Freud y a Carl Schmitt, afirmaba que “la guerra es la madre de todas las cosas”. Si no hubiera habido guerras, nunca habría existido la política. La aparición de la política en la antigua Grecia delataba, por lo tanto, la incapacidad de los griegos para resolver sus conflictos por otro medio que no fuera el político, hecho del cual ellos eran muy conscientes pues había pueblos cuyas tradiciones y culturas eran tan fuertes que podían prescindir de la política sin necesidad de matarse entre sí, como era el caso de los persas, contra quienes los griegos guerreaban cuando no estaban en guerra entre ellos, lo que más bien era la norma y no la excepción. Lo mismo ocurrió con el pueblo judío cuyas sabias leyes religiosas no requerían con urgencia de la emergencia de un espacio político. En fin, la política fue el medio muy particular que encontraron los griegos para resolver conflictivamente los problemas de la polis sin matarse entre ellos.

Los idiotas y los bárbaros

La política nació entonces como una práctica excepcional en un mundo de bárbaros e idiotas.

Los bárbaros no eran los incivilizados, como afirman hoy los antropólogos, sino los pueblos no políticos. Y los idiotas no eran los dementes, como afirman hoy los psiquiatras, sino aquellos que por razones de trabajo no tenían tiempo para hacer política y por lo mismo no podían ser ciudadanos, como era el caso de los artesanos y las mujeres. Los bárbaros eran así, los idiotas externos, y los idiotas, los bárbaros internos. Los esclavos no podían ser ciudadanos no sólo por ser esclavos sino por ser, en su gran mayoría, extranjeros (bárbaros). Deducción que lleva a concluir que la denominación psiquiátrica moderna respecto a los idiotas tiene un origen relativamente lógico si es que pensamos que el idiota griego era aquel que, por muchas razones, no estaba en condiciones de de-liberar.

El verbo de-liberar, como se ve, tiene que ver con la idea de liberación. Aquello que los griegos liberaban de-liberando eran las palabras con las que reconocían de hecho que la lucha política implica la liberación de la palabra, que no otra cosa es de-liberar. Por lo tanto los griegos reconocían que el medio de lucha por la liberación en el espacio político era la palabra. Nótese: la palabra, mas no el pensamiento. Por supuesto, los griegos sabían que no se puede pensar sin palabras, aunque estas palabras no sean parladas. La deliberación política significaba para ellos la liberación de la palabra desde el fondo del pensamiento hacia el umbral del mundo externo. Para que esa de-liberación tuviera lugar era necesaria la libertad de palabra, condición de la política: aquel espacio de lucha donde liberamos nuestros pensamientos hablando.

El habla política tenía lugar entre los griegos en el ágora, plaza y mercado. Eso quiere decir que la política no tenía un espacio asegurado, espacio que recién apareció como necesidad de la política. El espacio de la política no posibilitó a la política sino la política se hizo un espacio en medio de la plaza y del mercado. La política es, y a la vez precisa, de un espacio, ya sea para conquistarlo, ya sea para ocuparlo. De ahí que para que tuviera lugar una deliberación tuvo que ser liberado un lugar público. Eso quiere decir que no basta el puro antagonismo entre dos fuerzas contrarias para que haya política, como suponen filósofos políticos como Carl Schmitt ayer, y Ernesto Laclau hoy. Ese antagonismo precisa de un espacio o lucha por un espacio (histórico y geográfico) de realización. Es en ese espacio en donde surgen las instituciones políticas, que son al fin las que reglan la confrontación entre diversos seres humanos que por ser diversos piensan de modo diferente. Mas, tampoco basta el espacio para que haya política, como supone Jürgen Habermas. Es preciso que ese espacio esté marcado por el antagonismo de, por lo menos, dos bandos contrarios. Espacio y antagonismo son entonces dos condiciones básicas de la política. El uno no puede existir sin el otro.

La política, reafirmo, no es el espacio de la libertad sino el espacio en donde tiene lugar la lucha por la libertad. Ahora, esa lucha por la libertad puede tomar diversas formas dependiendo de qué libertades se trata. Así, en primer lugar, en una nación sin espacio político, puede tener lugar una lucha por la creación de un espacio frente a las fuerzas anti-políticas que se oponen. La rebelión de los disidentes anticomunistas en los países del Este europeo, para poner un ejemplo, era una rebelión política sin espacio político cuyo objetivo era la creación de un espacio político. En ese mismo sentido pueden ser entendidas las luchas democráticas antidictatoriales que tuvieron lugar en el cono sur latinoamericano, a fines del pasado siglo. A diferencias de las luchas políticas propiamente tales, esas eran luchas por y no en la política. En segundo lugar, hay luchas por la conservación de un espacio político, que son las que ocurren cuando ese espacio político se encuentra amenazado aun dentro de ese mismo espacio por fuerzas antipolíticas que buscan suprimirlo. Este es el caso de algunas naciones sudamericanas en la actualidad, cuyas democracias se encuentran hoy amenazadas por el creciente avance de estatismos autoritarios y militaristas. En un tercer lugar, encontramos aquellas luchas dirigidas hacia una ampliación del espacio político. Las luchas de los obreros en el pasado reciente; las de los movimientos de género y las de los movimientos ambientalistas y pacifistas, son algunos ejemplos. Y, en un cuarto lugar, existen las luchas entre fuerzas que aceptan un espacio político común y, en donde al estar garantizadas las instituciones políticas, tienen lugar enfrentamientos por la consecución de libertades que no son necesariamente políticas. Ese era el caso de los atenienses durante el siglo LV A.C. como también lo es el de las luchas que tienen lugar en la mayoría de las democracias modernas de nuestro tiempo.

Política como liberación

No obstante, el ideal humano de los griegos no era político sino filosófico.

La filosofía era considerada por los griegos como el medio de acceder a la verdad por medio del amor, a saber, a través del pensamiento. Alcanzar el máximo de verdad, o en términos platónicos: subiendo desde la oscuridad de nuestras vidas hacia la luz plena, estaremos más cerca de los dioses, depositarios de la verdad. En ese sentido, la verdad era, para los griegos, la luz divina. Al dedicar nuestra vida a buscar la verdad, estaremos cada vez más cerca de la divinidad. Pero el camino hacia la verdad no siempre está libre, pensaban los griegos. Debemos luchar permanentemente contra todo lo que impida el desarrollo libre del pensamiento o, de acuerdo a la ontología griega, contra todo lo que impide ser al ser; o dicho con Aristóteles: todo lo que no deja realizar la potencia de ser. Ahora, ese espacio de lucha en contra de todo lo que no nos deja ser, es el espacio de la política. La política entonces, era y es el lugar de lucha en donde combatimos a todo aquello que impide la realización del ser, entre nosotros y con los demás.

La política, luego, no es el lugar del pensamiento. Pero nació como un complemento de la filosofía, o como un espacio polémico donde luchamos contra todo lo que amenace a la libertad del pensamiento, libertad sin la cual no puede haber filosofía ni política. De tal modo que ahora podemos entender mejor una tesis ya sugerida: la política no era para los griegos el lugar de la libertad sino el lugar de la liberación la que será realizada mediante la de-liberación, que es la lucha polémica por la libertad de la polis.

Quien representaba mejor que nadie el ideal humano filosófico griego fue Platón, que postuló el principio del proyecto académico de la vida.

Según Platón, el académico representa la fase más alta de la existencia humana, constatación de la cual no estoy demasiado seguro. No obstante, hay que decir que para Platón el académico no era sólo un buen profesor sino quien ha aprendido a pensar. Pues no todos los buenos profesores son pensadores profundos ni todos los grandes pensadores buenos profesores. Heidegger, por ejemplo, era un gran filósofo y según dicen, un buen profesor. Pero no todos podemos alcanzar ese ideal. A veces somos más lo uno que lo otro. Jaspers, para poner otro ejemplo, era un gran profesor, pero, me arriesgo a afirmar: no era un gran filósofo. No hay una filosofía “jasperiana”, como sí hay una filosofía “heideggeriana”. Ahora, para Platón, el académico es el pensador. De ahí que en un momento de arrebato místico le pareció que quienes debían gobernar la polis (no la nación, que no existía todavía) debían ser los filósofos, proposición que ha sido muy mal entendida en nuestra actualidad, incluso por autores tan agudos como Sir Karl Popper, quien divulgó el infundio de que Platón al proponer a los filósofos como gobernantes debe ser considerado uno de los precursores del totalitarismo moderno. Nada más errado. Platón entendía por filósofo al ciudadano pensante, no a los ideólogos. Segundo: en los tiempos de la polis, ser político era sinónimo de ser ciudadano y por eso propuso Platón que los ciudadanos que mejor pensaran debían gobernar. Tercero: los griegos no conocían la nación ni el estado, y sin nación ni estado no puede haber totalitarismo. Cuarto: que los filósofos gobiernen no era para Platón un programa sino un ideal y Platón ya había dicho que los ideales no son para realizarlos sino para orientarnos.

El ideal del ciudadano filosófico cuyo lugar de formación debería ser la academia era en cierto modo un ideal religioso. Religioso que no teológico pues los griegos carecían de teología. Pensar en la verdad y alcanzar la divinidad era para los griegos lo mismo. Ser académico significaba, en gran medida, abandonar la realidad de este mundo para acceder a la del pensamiento, medio de la verdad y expresión de la divinidad. Sin embargo nadie puede pensar en nada si se encuentra acosado por urgencias e imperativos que vienen de la vida doméstica, que son, al fin, los más comunes de todos. Quiero decir: es difícil filosofar cuando alguien ha perdido los ahorros de su vida como consecuencia de una crisis financiera, o el amor de su vida lo ha abandonado, o el motor del auto de pronto no funciona.

La vida doméstica –es también el lugar del amor y de las pasiones, pero también el del mantenimiento del hogar y sobre todo, el de la educación de los hijos– no era, no podía ser, por sus simples funciones, democrática y, por lo tanto, debía permanecer fuera de la política. Por el contrario, los griegos calificaban a la vida doméstica como despótica. De ahí que el tirano era para los griegos aquel gobernante que transfería las leyes y normas de la vida doméstica hacia los asuntos de gobierno, vale decir, quien gobernaba a la ciudad como jefe de familia y no como representante de la polis. Esa es la razón por la cual entre la vida polémica y la filosófica fue necesario crear una suerte de intermedio: un lugar no privado sino público en donde los ciudadanos debatieran con palabras y no con armas acerca de los problemas de la ciudad. Así, entre el académico y el jefe de familia, apareció el político. Naturalmente, cada ciudadano podía vivir en los tres espacios, pero nunca debía confundir el uno con el otro como suele ocurrir en nuestro tiempo cuando algunos gobernantes se sirven del lenguaje doméstico para abordar problemas políticos. La libertad de la vida académica (filosófica), que no es política, precisaba de la política como un estadio intermedio que la separara de la –como dice el título de un libro del sociólogo Richard Sennett– “tiranía de la vida familiar”. El ideal platónico, a su vez, apuntaba a convertir la vida académica en una instancia hegemónica sobre las vidas políticas y domésticas. Ese ideal platónico fue una de las herencias que recibió la Iglesia Católica Romana, la institución más antipolítica, según Hannah Arendt, de todas aquellas que legó el imperio romano a la vieja Europa.

El espacio luminoso de la política

En cierta medida Jesús era un platónico radical, posición que compartía con varios judíos de su tiempo. “Mi reino no es de este mundo” podría haber sido perfectamente una frase platónica. Tanto para Platón como para Jesús nuestra tarea es alcanzar el reino del otro mundo a través del pensamiento que lleva a Dios. La diferencia es que, según Jesús, no sólo el pensamiento lleva a Dios sino también los sentimientos que vienen del corazón. Pero en ambos, Platón y Jesús, el conocimiento de Dios es el máximo ideal que debe perseguir cada ser humano en esta tierra.

Así como Platón puso a la academia sobre la política, Jesús incitó a sus seguidores a poner el amor de y a Dios sobre la ley, aunque sin anularla. Los primeros cristianos, convencidos de que el tiempo divino se encontraba cronológicamente muy cerca, pospusieron la realidad material en aras del juicio final que según ellos, ya se avecinaba. Es por esa razón que, en razón de su indiferencia ante el mundo terrenal, los primeros cristianos eran profundamente antipolíticos. No obstante, de una manera u otra, la Iglesia tuvo que aceptar alguna vez que si su reino no era de este mundo –aunque llegó a serlo– ella vivía en este mundo. Quien mejor describió esa dualidad fue, sin duda, San Agustín.

Hannah Arendt pese, o quizás gracias, a su procedencia judía, pudo percibir sutilmente el significado objetivamente político de la Ciudad de Dios según San Agustín. Profundamente conocedora de la teología cristiana logro ver en Agustín una apertura decisiva que hizo posible la coexistencia entre el mundo divino con el mundo terrenal. O lo que es parecido: Hanna Arendt descubrió –sobre todo en sus fragmentos políticos póstumos– que la secularización, vale decir, la separación entre Iglesia y Estado, ya se encontraba, aunque en estado latente, en la filosofía de Agustín. No deja de ser paradoja que precisamente por su carácter antipolítico, la Iglesia se vio en la necesidad de aceptar y de reconocer, más aún, de necesitar fuera de ella, un espacio político, espacio que a su vez abrió la posibilidad para que sobre las bases de las ruinas romanas surgieran las naciones europeas que fueron al fin, las primeras de la historia universal.

Según la lección agustina, vivimos en dos ciudades. Una es la ciudad de Dios. La otra es de los mortales. La primera pertenece al tiempo infinito. La segunda, al finito. Pero no se trata, como parece a primera vista, de dos tiempos paralelos. Hay, según Agustín un sólo tiempo que es el tiempo eterno, tiempo que es de Dios y que se presenta de modo cronológico entre nosotros, los humanos. Pertenecemos a la ciudad de Dios pero habitamos en la ciudad terrenal. El deber del cristiano es vivir en la segunda con el rostro vuelto hacia la primera. No obstante, no podemos prescindir de la segunda, porque ahí vivimos y morimos.

La segunda ciudad, que es la humana, es, según Agustín, conocida en detalle por Dios, aunque no siempre (o casi nunca) interviene en ella. De este modo es imposible separar la doctrina de las dos ciudades de la doctrina del libre albedrío puesta en forma por el mismo Agustín en sus Confesiones. Según Agustín, Dios determina y conoce todo, pero por eso mismo, determinó que los seres humanos tuviésemos también un espacio donde nosotros y nada más que nosotros somos responsables de lo que allí ocurre. En ese espacio hemos hecho la guerra, el amor, y no por último la política. O como dijo una vez el teólogo Joseph Ratzinger: “Dios nos dio el mundo para que lo disputemos”. A esa disputa por y en el mundo, pertenece la política.

Agustín, platónico al fin, tradujo el mensaje platónico al legado cristiano. La ciudad de Dios es aquella donde brilla la luz total. La de los humanos, es la caverna bajo cuyas penumbras vivimos. De esa oscuridad surgiría una vez aquella luz tenue que Hannah Arendt llamó “el fulgor de lo político”. Bajo esa luz tenue nos enfrentamos los unos con los otros, luchando contra aquello que nos impide ser lo que habríamos podido ser si no hubiésemos sido lo que somos: humanos. Ahora bien, al llegar a este punto quiero proponer algo.

Lo que propongo es hacer una relación que es más que una simple analogía. Cambiemos –lo mismo, pero al revés, hizo Agustín- el nombre iglesia por el de academia. Efectivamente: la academia es –y yo pienso que así fue para Platón- la iglesia de los intelectuales.

Como toda iglesia, la academia está amenazada constantemente por la profanación, la que a veces es consumada como suele suceder en todas las iglesias, por sus propios sacerdotes. Los académicos, en consecuencia, no sólo habitan en su iglesia, sino que cada cierto tiempo deben luchar para que ella exista, y deben hacerlo tanto dentro, como fuera de ella. Porque esa lucha por la existencia de la academia no es puramente académica; es también política, pero sin esa lucha política, lucha que llevamos a cabo persistentemente dentro y fuera de la academia, no podría existir jamás la academia. En otras palabras: la libertad académica requiere de la libertad política. Eso nos obliga, al defender la primera, a defender la segunda cuando ella se encuentra amenazada. Lo mismo, por lo demás, ocurre con las iglesias cuyos representantes, cada cierto tiempo, deben salir fuera de ellas a defenderse de quienes quieren suprimirlas. Es ese también el momento en que el académico debe acudir a las barricadas, seamos políticos o no. De este modo, la diferencia entre la lucha política del político con la lucha política del académico es que mientras el primero lucha en la política, el segundo ha de luchar por la política. Esa es la razón por la cual yo –aunque no soy ningún ejemplo para nadie- desde hace más de treinta y cinco años no he pertenecido a ningún partido ni movimiento político. Pero, cada vez que me he sentido amenazado, o siento que alguno de mis amigos se encuentra amenazado, bajo desde la academia a la política. Quiero decir: nunca he ido a la política a luchar por algo, pero sí, en contra de algo.

Patología ideológica

Así como los enemigos principales de la vida filosófica eran para Sócrates y Platón los sofistas quienes reducían la búsqueda del saber a una pura técnica, los enemigos principales de la academia son los ideólogos. No hay nada, efectivamente, que atente más en contra de la libertad de pensamiento que las ideologías y los ideólogos. Para precisar he de decir que entiendo por ideólogos a quienes, académicos o no, son dominados y controlados por sistemas pre-programados de pensamiento.

En cierto modo las ideologías son sistemas de ideas petrificadas con una muy débil comunicación con la realidad externa. De los ideólogos, los más peligrosos para la vida académica son, sin duda, aquellos que se encuentran poseídos por sistemas ideológicos “políticos”. En general, todos los conocemos: se trata de personas repetitivas, monótonas e incluso aburridas. Sin embargo, tienen una ventaja sobre quienes no son ideólogos. Están cien por ciento seguros de lo que dicen, y en cierta medida, no conocen la duda. Esa seguridad que les da la ideología ejerce un gran atractivo sobre estudiantes inexpertos que buscan antes que nada cierta estabilidad emocional, la que obviamente nunca podrán encontrar ni en las filosofías ni en las ciencias.

Desde luego, nadie está completamente libre de pensar ideológicamente. Incluso un cierto grado de ideologización es necesario para acceder de forma apriorizada a la realidad. Kant, por ejemplo, afirmaba que para emitir un juicio, requerimos de un pre-juicio. La tarea del filósofo, según Kant, es la de convertir mediante el pensamiento el pre-juicio en un juicio. Sin embargo, los ideólogos proceden exactamente al revés. Ellos convierten los juicios en pre-juicios.

Recuerdo en este punto que durante un encuentro de “cientistas sociales”, un conocido sociólogo argentino (quien seguramente pensaba, como todo sociólogo argentino, en Perón y Eva) cuestionó mi posición anti-ideológica aduciendo que las ideologías son representaciones colectivas, de modo que, según él, es imposible pronunciarse en contra de las ideologías pues eso significaría rechazar las representaciones colectivas de los actores políticos “populares”. Me acusó, como suele ocurrir, de sustentar posiciones elitistas. El sociólogo se sorprendió un tanto cuando respondí que él tenía razón; que efectivamente existen en la lucha política representaciones colectivas “populares” y “populistas” que son necesariamente ideológicas. Pero – y esa era mi diferencia con el sociólogo- una cosa es entender a las ideologías y otra muy diferente es creer en ellas. Porque asumir las representaciones colectivas como propias, sería exactamente igual a suponer que un analista debe asumir las psicosis colectivas y privadas de sus pacientes como algo personal. La tarea del analista, por el contrario, es entender la psicosis sin volverse sicótico, del mismo modo que la del académico social es la de entender las ideologías, para luego descifrarlas y revelar lo que ellas ocultan o esconden. Las ideologías –y no lo digo sólo en sentido analógico- son las patologías de las ciencias sociales.

La política, tanto entre los griegos como entre nosotros, es un espacio en donde disputamos el mundo de acuerdo a como ese mundo se va presentando frente a nuestros ojos. No puede, por lo tanto, haber nada más contingente que la política, a menos que supongamos, como imaginan los ideólogos, que todo lo que sucede ocurre de acuerdo a un plan meta-real al que sólo es posible acceder mediante el conocimiento de la ideología. Según los ideólogos, el mundo está programado y, por cierto, determinado. En cierto modo, los ideólogos niegan radicalmente la doctrina agustina del libre albedrío, con la diferencia de que para ellos el sustituto de la divina providencia es la sagrada ideología.

Si el ideólogo es un revolucionario, y la mayoría de los ideólogos lo son, el presente se encontrará subordinado a un plan futuro que ellos creen conocer y que los libera de los avatares de la vida cotidiana. Es por eso que los ideólogos no se preocupan de la realidad inmediata. El presente se encuentra para ellos, desvalorizado frente a un futuro consignado por la ideología a la que adscriben. Las personas que habitan ese presente también. Los seres humanos somos muy poca cosa para los fines que proponen realizar los ideólogos, sean éstos, académicos o no. Por eso, todos los sistemas totalitarios, sin excepción, han sido también sistemas ideológicos.

Puedo así concluir diciendo algo que es muy simple, y a la vez no tan simple: lo que quiero decir es que en la vida política hay enemigos políticos y enemigos de la política. Contra los primeros debe combatir el político. Contra los segundos, sobre todo si son ideólogos, debe combatir el académico. Porque, si bien la vida académica es distinta a la política, la vida académica no puede existir si la vida política dejara alguna vez de existir.