Artes

Los muertos (Capítulo I), por Jorge Carrión

Los Muertos, Jorge Carrión (Editorial Lugar Común, 2011) se presentará el 28 de julio a las 7pm en la 1era Feria del Libro de Sucre. Plaza Miranda de Los Dos Caminos. (C. C. Millennium). El evento será moderado por Willy McKey, Luis Yslas, Rodrigo Blanco y Garcilaso Pumar y habrá un contacto virtual con el autor.

Por Jorge Carrión | 27 de julio, 2011

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El Nuevo y El Viejo

Nueva York, 1995. Un barrio en las estribaciones de la parte alta de Manhattan; ocho manzanas de edificios; cuatro; dos; una; en su lateral izquierdo: un callejón sin salida y, en él, un charco.

El Nuevo abre los ojos y siente el agua. En posición fetal, el perfil del cuerpo incrustado en el charco. Desnudo. Por la bocacalle pasa gente. Está solo, tirita. Sus retinas vibran, como si estuvieran en fase rem todavía. Tres figuras se detienen, al fondo. Una lo señala, pero el Nuevo no se da cuenta. Las tres figuras se convierten en sendos jóvenes: la cabeza rapada, cazadoras color caqui con las cremalleras abiertas, botas negras. Uno sonríe. Otro aprieta un puño americano. El tercero enciende la videocámara y dirige el objetivo hacia la víctima. La patada inicial le arranca al Nuevo un diente y detiene el parpadeo veloz de las retinas. Convergen golpes en sus carnes. “Bienvenido”, le dicen; “bienvenido”, repiten al ritmo de los puñetazos, de los puntapiés, de los pisotones. “Bienvenido, cabronazo, bienvenido”. Le escupen, a modo de despedida. El Nuevo es ahora un cuerpo amoratado, cuya sangre mancha el asfalto y se mezcla con el agua sucia. Pasan cuatro segundos y dos convulsiones. Se abre una puerta, en el extremo del callejón opuesto a la bocacalle. Sale el Viejo y se lleva al Nuevo a rastras.

El Nuevo abre los ojos y siente el calor de una manta. Una venda le cubre la frente. Bajo una luz frutal, la almohada esponjosa, las sábanas limpias, la manta a cuadros. “Ah, ¿ya te has despertado?”, le dice el Viejo desde el quicio de la puerta, con un fardo de ropa en los brazos, “te dieron una buena bienvenida aquellos hijos de puta”. Deja el fardo sobre una silla. “El cuarto de baño está aquí al lado, saliendo a la izquierda, y aquí tienes ropa limpia”. El Viejo abandona la habitación y, a través del pasillo, se dirige hacia la cocina office, donde prepara un desayuno copioso. Llega el Nuevo vestido de negro y dice: “Gracias”. “Me llamo Roy”, le dice Roy, ofreciéndole la mano derecha. Las arrugas de la frente y del cuello, además de las canas, indican que se acerca a los sesenta años. “Yo no sé cómo me llamo”, responde el Nuevo. “Me lo imagino, no te preocupes, es normal, necesitas tiempo… Te puedes quedar aquí un par de días, pero después tendrás que largarte”. El Nuevo asiente, tal vez porque no es capaz de realizar otro gesto.

Una mujer cabalga sobre un hombre. Es negra, tiene un bello cuerpo, sinuoso, proporcionado, exacto. Una cicatriz le recorre la columna vertebral. Cuesta distinguirla a causa de la penumbra, y del movimiento sexual, acompasado, que le sacude las nalgas y la espalda. Parece un tatuaje en forma de columna vertebral. Bajo la mujer está Roy, que la agarra por los muslos mientras la penetra. En algún momento sube las manos hasta la cadera, hasta la cintura, hasta los pechos, que amasa; después intenta alcanzar la espalda, rozar la cicatriz con las yemas. Ella se detiene. Lo mira: cortocircuito. Él baja las manos y sonríe apenas. Al cabo de tres segundos, el ritmo continúa. Empiezan a gemir, cada vez más fuerte; él tensa los brazos, de músculos duros y redondeados bajo el cuero viejo; ella se yergue y su silueta petrifica la marea de la carne, los pechos sobre la respiración agitada, los pezones magníficos, la cicatriz que no obstante se impone.

En la pantalla, un cuerpo desnudo recibe agresiones conocidas, inscrito en el aura vibrátil de un charco. La ventana se cierra. Se abre otra: en medio de un solar, a lo lejos, aparece de la nada el cuerpo desnudo de un adolescente: la cámara se acerca unos pasos hacia el nuevo que acaba de materializarse, pero enseguida surgen dos hombres de gran envergadura que se interponen,con sus bates de béisbol, entre ambos objetivos (el de la cámara y el de quienes la están utilizando); se oye “Mierda”, se corta la filmación. “¿Está seguro de que desea eliminar este archivo?” “Sí”. Se abre otra ventana: plano fijo de un callejón sin puertas (contenedores de basura, dos escaleras de incendios). Se materializa, de pronto, un cuerpo de mujer. Desnuda y trémula. Fuera de campo, una voz dice “Está muy buena” y otras dos muestran su acuerdo. Entran en el plano tres cabezas rapadas, que se aproximan al cuerpo en posición fetal, lo sujetan y lo violan. Dieciséis minutos de plano fijo. Tres violaciones en la misma postura (ella boca abajo, dos sujetan los brazos, el tercero penetra). El espectador se encuentra en una butaca de cuero negro, abierto de piernas, desnudo. Sólo los hombres gimen; y los gemidos del vídeo se superponen a los del espectador. Tres arrugas, escalonadas, en la nuca y en la parte inferior del cráneo, se encogen y se dilatan al ritmo en que la mano derecha acelera o desacelera su vaivén.

Ha amanecido. Él se da una ducha; ella se queda en la cama. Mientras Roy se está vistiendo, le dice: “Si hacemos muy a menudo estas sesiones de gimnasia, podré dejar la bicicleta”. Ella sonríe, seductora. “El Nuevo se va hoy mismo, así que mañana por la noche, si te apetece, puedes bajar tú y cenamos juntos”. Se despiden sin un beso. Él baja las escaleras —paredes tiznadas, botellas vacías, folletos publicitarios tirados por el suelo—, mira el buzón (vacío); abre su puerta y camina hasta el salón, en cuyo sofá está sentado el Nuevo, con la cabeza vendada y la mirada abstracta. “Muchas gracias por todo, le agradezco lo que ha hecho por mí, pero deje que me quede unos días más, no entiendo nada, no estoy preparado para salir ahí fuera”, el tono de voz es lastimoso, pero no parece afectarle a Roy. “Eso es imposible, en ese callejón aparecen nuevos cada dos por tres, si a cada uno que recojo lo dejara quedarse más de dos días, esto parecería un jodido albergue”, la respuesta es firme, “tienes que irte: ahora”. Acompaña las palabras con un movimiento de la mano: le da un billete. El Nuevo lo coge; baja la cabeza; pone la mano en el pomo, sin fuerza. Se vuelve hacia Roy. Lo mira. Se miran. La mirada de Roy no cambia de opinión. El Nuevo gira el pomo. Se va. Roy se relaja; destensa la mirada y los hombros; se desploma en una silla. La lamparita que hay sobre la mesa del recibidor pincela su rostro en claroscuro. Se golpea suavemente, con el puño cerrado, tres veces, el muslo.

El callejón está idéntico. El charco permanece en el mismo lugar: el Nuevo se agacha y resigue con el dedo índice la mancha de su sangre; rojo que ha empezado a desintegrarse en el gris asfalto. Dirige la vista hacia la bocacalle. Se queda quieto, en cuclillas, temblando levemente, sin moverse. Siluetas a paso ligero. Tres figuras que se detienen. El Nuevo se levanta y hace ademán de retroceder hacia la puerta del edificio que queda unos diez metros a sus espaldas. Pero las figuras prosiguen su camino y el Nuevo no retrocede, sino que finalmente se dirige hacia el extremo de la calle y lo alcanza y ante él se abre una avenida inmensa, colapsada de movimiento: tres autobuses larguísimos y articulados, coches que —acompañados de bocinazos y gritos e insultos— se adelantan por la izquierda y por la derecha, bicicletas, carros de comida rápida, motos, motos con sidecar, peatones, jóvenes en monopatín y en aeropatín, un tren monorraíl, quioscos móviles y quietos, muchedumbre de hombres y máquinas de algún modo en simbiosis, en un sentido o en el otro, a ras de suelo o a pocos metros del pavimento, manada o enjambre, híbridos.  El Nuevo, apoyándose en la esquina, con la boca abierta y la retina acelerada, trata de normalizar su ritmo respiratorio.

“Anoche soñé que Nueva York era destruida”, dice un viejo trajeado, de raya al medio, el nudo de la corbata perfectamente ejecutado, gemelos, reloj de oro, que está tumbado en un diván de terciopelo verde. “Es un sueño recurrente en muchos de mis pacientes”, le responde una voz femenina, “casi siempre tiene que ver con el más allá… ¿Usted es religioso? Nunca hemos hablado de religión…” “No me considero una persona religiosa, tengo mis principios, siento algo que podría llamarse fe, fe en los seres humanos, fe en mí, en los míos, en mi familia, en mi ciudad, en mi país, por eso me ha inquietado tanto ver esta noche cómo esta ciudad era bombardeada, cómo ardía”. “Se lo pregunto”, es una voz dulce pero no empalagosa, atractiva, ligeramente ronca, con fisuras, “porque algunas iglesias han utilizado ese sueño, tan habitual en tantos de los habitantes de esta ciudad, para defender que procedemos del Apocalipsis, incluso hay reuniones de personas que dicen recordar escenas de una misma destrucción… ¿Qué veía exactamente en su sueño?” En la pared hay un cuadro, en tinta china, que podría ser una mancha de Rorschach. “Había una sombra, una sombra gigantesca, que de pronto eclipsaba un rascacielos, y la calle, y a mí; yo me resguardaba del impacto de una roca o de un meteorito tras un taxi, a gatas”. “Puede ser un recuerdo, o mejor dicho: un falso recuerdo; puede ser una reacción psíquica a un miedo real: ¿usted le teme a algo o a alguien? ¿Hay algo más que quiera contarme?”

Roy ordena los libros de su biblioteca. En este momento coge A sangre fría, de Truman Capote, según se lee en el lateral del tomo, y lo coloca en un pilón sobre el sofá. Historia de Australia, Alejandro Magno, Las mejores crónicas de 1990, 1001 documentales que ver antes de morir, Las mejores recetas texanas, Mapas y poder: va cogiendo, hojeando y desplazando cada uno de esos volúmenes. De repente, el viejo cae sobre el sofá, de medio lado, la cara tapada por las manos. Durante algunos segundos, agitado, pronuncia “¿Cómo? ¿Amor?”, y ve lo invisible, y no percibe los libros, el salón ni su casa; hasta que se descubre el rostro y, con los ojos muy abiertos, se dice a sí mismo “Ya pasó, ya pasó”. Va al cuarto de baño a lavarse la cara. La vivienda está llena de estanterías superpuestas, de enciclopedias antiguas, de legajos, de revistas desparramadas por el suelo, de archivos. La televisión permanece encendida: “Nuevas noticias sobre el Braingate, la implicación de la cia ha quedado al descubierto”. Hay planos anacrónicos, fotografías en blanco y negro y cuadros abstractos colgados en los resquicios de pared que no ocupan los anaqueles y sus volúmenes alineados. Se mira en el espejo durante unos segundos. De regreso al salón, asoma la cabeza por el umbral de la habitación, que ha estado ocupada durante tres días. Un detalle llama su atención. Se acerca a la cama. Sobre la manta a cuadros hay algo. Lo coge, lo mira, dice “Mierda”.

Entre vagabundos arrodillados o tumbados, repartidores de publicidad, ciclistas con prisa y transeúntes anónimos, el Nuevo avanza cabizbajo, rechazando los flyers, apartándose cuando le gritan. “Tú eres nuevo, ¿verdad?”, le pregunta un mendigo cargado de crucifijos, en un tono que quiere ser amable pero suena amenazador. “Dame un billete y rezaré por tu identidad”. El Nuevo reacciona metiéndose las manos en los bolsillos de la cazadora y acelerando el paso. Un zepelín sobrevuela la avenida y la atmósfera de ésta se llena de objetos ligeros y dorados, lluvia de publicidad. El Nuevo se detiene en un puesto de hot dogs y pide uno. Su único billete se convierte en un puñado de monedas. Devora. “Eres nuevo, ¿no es cierto?”, le dice el vendedor. El Nuevo no responde y sigue caminando. Atardece. El paso de otro zepelín hace que levante la mirada: se fija en un cartel: “¿No sabes quién eres? Yo te ayudaré. Adivina Samantha. Leo tu pasado”. El Nuevo entra en el edificio, sube las escaleras y llama a la puerta, ostensiblemente nervioso. Le abre un chico joven, la melena recogida por un pañuelo: “¿Usted? ¿En qué puedo ayudarle?” El Nuevo no responde. “¿Desea ver a Samantha? ¿Le digo que ha venido?”, pregunta con voz calma. El Nuevo titubea y, al fin, alcanza a preguntar: “¿Cien dólares?”; pero no aguarda la respuesta. Retrocede dos pasos y sale corriendo. Regresa a la avenida, que continúa con su agitación híbrida, por donde camina hasta que tuerce a mano derecha por una calle sin nadie. Se hace de noche; busca un portal desierto; se sienta en el primer escalón; apoya la espalda en la pared.

“He dejado que se fuera”, dice Roy por teléfono, mientras da puntapiés suaves a una bicicleta estática. “No puedo creer que haya sido tan tonto, pero he dejado que se marchara”. Asiente varias veces. “Sí, te digo que ha dejado sobre la cama una señal”, dice. Después escucha durante unos minutos, con el rostro claramente compungido, mientras al otro lado de la línea alguien le da instrucciones. En la mano sostiene un pequeño gato de papel de aluminio. Ejecución perfecta del arte del origami. Cuelga. Va al estudio. Con el ceño fruncido, Roy amplía en la pantalla de su ordenador imágenes del callejón registradas por una cámara de seguridad, hasta encontrar un buen plano de la cara del Nuevo; imprime; sale a la calle. El Nuevo duerme. Roy se cruza (sin reconocimiento) con el hombre que le contaba su sueño de destrucción a su psicoanalista. El Nuevo duerme. Roy camina e interroga periódicamente “¿Ha visto a este hombre?”. El Nuevo duerme. Roy insiste. El Nuevo duerme. Roy pregunta entre el énfasis y la derrota. La oscuridad oculta al durmiente; a su lado, diminuta, una pequeña oveja hecha de papel.

Jorge Carrión 

Comentarios (1)

Alexandre Daniel Buvat
28 de julio, 2011

Narración que atrapa. Casi como tres personajes creados por una ciudad y un autor que nos lleva a conocer todo. Hare lo posible por asistir esta noche

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