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Il boccon divino: Las delicias de la sangre, por F. Point

Del gran gourmand Alexandre Balthazar Grimod se decía que su memoria, por lo menos tan prodigiosa como su apetito, no residía en las arácnidas neuronas de su lóbulo frontal sino en la humedecida superficie de sus papilas gustativas. Grimod no recordaba paisajes o catedrales, recordaba platillos, comidas; no pensaba en ciudades o arquitecturas, pensaba en productos y preparaciones. Normandía no era una región fértil y verde, privilegiada por la salinidad de las brisas marinas que enriquecen sus pastos, para él la región septentrional francesa era una donde se producían ricas mantequillas, blandos quesos y perfumados calvados. Con Provenza lo mismo, nada de las luces que enloquecieron a dos generaciones de artistas, sino hierbas, ajos, delicados corderos, tomates y vinos rosados.

No han sido poco las ocasiones en las que me ha ocurrido lo que era regla en Grimod, es decir, que de un viaje determinado recuerde más los olores, sabores y aspectos de sus comidas que las vistas y escenarios. Con algo de vergüenza, debo confesar que fue lo que me pasó con un viaje al oriente venezolano efectuado hace ya varios años. En esa oportunidad, visité el país sudamericano siguiendo los pasos de uno de los documentales mas dramáticos y hermosos de la historia del cine. A su autora, Margot Benacerraf, la había conocido gracias al más devoto de los cinéfilos, el amigo Rodolfo Izaguirre, en un banquete realizado por la muerte del gran Henri Langlois. Poco después pude ver “Araya” y enseguida me hice la promesa de conocer ese paisaje de sales, que es el verdadero protagonista del film. A pesar de la firmeza de mi resolución, pasaron varios años, más de veinte, para que con mis propios ojos, me detuviera en aquella escritura de luces y sombras recreada por el talento y la sensibilidad de Benacerraf.

Después de la experiencia blanca de Araya, mi guía y colega en esa gira, -el compañero de tantos corchos y mesas- Pedro Espinoza, me llevó por un recorrido que incluía selvas y montañas; las ensenadas mas recónditas y las bahías mas sonadas; costas casi sin explorar, horizontes vastísimos, memorias de Cristóbal Colón y pescadores ancestrales con sus muy marinos “peñeros”. Cinco días en el más absoluto de los trópicos, como dijera ese otro amigo, Eugenio Montejo.

No obstante, los recuerdos visuales de todos los sitios que visité se nublan, como los contornos de un sueño, y son desplazados por la huella que dejó en mis órganos gustativos el sabor de la morcilla producida en el pueblo de Carúpano de la manera más artesanal. Aunque no debería conocerse como morcilla a aquel embutido dulce y picante, untuoso y complaciente, pulposo y firme, con una textura mas cercana a la del “foie gras a la poele” que a la consistencia del resto de los “boudin noirs”. Nada mejor es posible en el dilatado reino de las salchichas negras, no hasta que tuve el privilegio de probar la versión de la morcilla de Bejuma, también venezolana, ingeniada por el poeta y gourmet argentino, Octavio Lange, entusiasta conocedor del menú venezolano.

La preparación de morcillas es tan antigua como el empleo del fuego para superar las fronteras de lo crudo y adentrarnos en el reino de lo cocido. En su angustiosa búsqueda de proteínas animales, el hombre del paleo tiene que haber considerado como un desperdicio imperdonable, la imposibilidad de consumir las cantidades de sangre, verdaderamente ingentes, derramadas por las grandes piezas de caza tan costosamente logradas. De modo que no es aventurado sostener que las primeras morcillas producidas por el lejano charcutero, las morcillas originales, hayan sido preparadas con la sangre del mamut. No me atrevo a afirmar que haya sido la “prieta” -como la llaman en algunas islas del Caribe- el primero de los embutidos, una consideración por demás irrelevante aunque pocos condumios mas universales. Tal vez por ser uno de los alimentos más populares ha sido, de manera insensata, excluido de las cartas de los restaurantes parisinos de dos o tres estrellas Michelin. Salivo como un can ruso sólo de pensar en lo que chefs como Frederic Anton, Guy Savoy o Robuchon harían con una materia prima tan versátil y exquisita. Y me estoy refiriendo al nada extraordinario “boudin noir” parisino, no a esas glorias del embutido negro venezolano mencionadas con anterioridad.

Pero, no son las venezolanas las únicas versiones memorables logradas por el hombre a partir de la beneficiosa sangre de los animales cazados o criados. Homero la menciona como uno de los grandes placeres: “Cuando un hombre junto a una gran hoguera ha rellenado una salchicha de grasa y sangre y la vuelve de un lado a otro y espera con ansiedad que no tarde en asarse”. También la menciona Platón, pero no debemos reparar mucho en la opinión de un filósofo que pensaba que “nada de los asuntos humanos debe importarnos tanto”, y nada, como se sabe, más humano que el hecho de comer. Los romanos, por supuesto, le concedieron un lugar destacado en sus banquetes, es conocida la favorable opinión del adusto Marco Aurelio sobre la reina de los embutidos. No obstante, como siempre y con todo, fueron los chinos los primeros en referirse a la sanguínea preparación. No debe extrañarnos de una cultura a la que debemos la invención de la brújula y el papel, las primeras cartas de navegación, las artes marciales, la pólvora, la seda y el pato pequinés.

Alguien dijo una vez que los chinos parecen ingleses, porque todo, menos manejar, lo hacen al revés. Le agregan la pasta a la salsa, y no la salsa a la pasta. No utilizan el agua para cocinar sino el vapor -que en Occidente desperdiciamos-. De la misma manera, no le agregan sal al arroz, pero acompañan sus preparaciones con salsas doblemente saladas. Y cosa parecida hacen con la morcilla, la cual no es introducida en su tubular contenedor, sino que la dejan “afuera”. Preparan el coágulo de la sangre de cerdo en grandes pedazos que luego viene cocinada como si fuera un tofu con jengibre y cebollín. No estoy seguro que la ortodoxia morcillista convenga en aceptar que la llamen morcilla. Una preocupación que a los chinos los tiene sin cuidado.

Hasta donde tengo conocimiento, se consume morcilla en toda Sudamérica, solo que en el sur la prefieren a la brasa, integrando los humeantes asados argentinos, uruguayos y paraguayos, mientras que en el norte se prefiere frita, como la “carupanera” que me revelara el querido Pedro Espinoza. También la fríen en el Caribe y son justamente apreciadas las de Saint-Martín con sus matices “creole” y sensuales picantes. Se puede afirmar que es general la pasión sudamericana por la salchicha negra. Algo que no podríamos afirmar de los europeos. Aunque bajo diversas denominaciones es posible encontrarla en los principales países de la Comunidad Europea, no todos sus ciudadanos saben disfrutarla en toda su compleja dimensión.

Tal vez sea esta la más dramática carencia de la cocina italiana. A todo lo largo de la bota es más que difícil dar con muestras de la morcillería, y habría que remontarse a ciertas localidades alpinas, como la distante Livigno, para acceder a algunas muestras decorosas del “sanguinaccio”, como la conocen. Los alemanes la llaman “Blutwurst” o “Schwartzwurst”, la cocinan a la plancha y la sirven con pan de centeno. No es una gloria culinaria pero, la verdad, son escasas las glorias de la cocina germana. Tan poco heroica es la cocina inglesa, donde la acercan al puré de manzana y pueden hacer como en algunos inhóspitos lugares de Irlanda, servirla al lado de una pinta de Guinness para el desayuno. También con la preparación de manzanas se consigue en Paris y el norte de Francia, en lo que constituye uno de los platos menos sorprendentes del fogón galo.

El que quiera acceder a una morcilla “seria” en Francia tiene que llegarse hasta las orillas del Ródano, en Lyon, a un “bouchon”, como el no superado “Daniel et Denisse”, en el 156 de rue Criqui, a pocas cuadras del legendario mercado central. Consiste en ruedas de morcilla, de diámetro considerable, sumergidas en aceite hirviendo, de donde sale como una crujiente galleta para acompañarla con la mostaza de Dijon, las “pommes de terre” fritas y un redondo FLEURIE Domaine de Metz. Después una larga caminata por el viejo Lyon, nos hará sentir menos lejos del paraíso. En París, es posible acercarse a una lograda versión en el refinado bistró “Aux Lyonnais”, cerca de la Bolsa. Pero es en la península ibérica donde la salchicha negra ha sido elevada a un sitial de honor reservado a su marchita monarquía. Entre los españoles, la verdadera reina es la morcilla y hasta un verbo ha sido derivado de su esencia sustantiva. Es reina en Burgos, donde le agregan arroz al relleno. Y en León, donde es perfumada con cebolla. O en Aragón, con nueces, arroz, cebolla y todo lo demás. O la asturiana, que puede ser ahumada y es ingrediente insoslayable de esa maravilla del invierno cantábrico que es la fabada. Y la andaluza, que es la más condimentada de todas. La devoción de los vecinos lusitanos por las delicias de la sangre embutida, no es menor que la de los españoles, y se consume con épico entusiasmo, frita, a la plancha o en sabrosos guisos, regada por cantidades generosas de “vinho verde” y oporto.

Esta veloz revista de los movimientos topográficos de la morcilla y de su fortuna en diversas latitudes, se me ocurre después de la visita y cena con el mencionado amigo, profesor y poeta, Octavio Lange. A finales de este marzo, me privilegió Octavio con una de sus infrecuentes y muy recordadas visitas. Llegaba a Paris procedente de Venezuela, a donde viaja con frecuencia a dictar cursos en diversas universidades. Conoce bien el país de Bolívar porque vivió con su padre, Octavio Lange, y su madre, durante los años de la dictadura militar argentina.

“Llegamos a Venezuela en 1980, porque el círculo alrededor de mi padre era cada vez más estrecho y asumíamos cada uno de sus días como el último. Pocas cosas son más inseguras en esos días que un abogado defensor de presos políticos. Tenía amigos en Caracas, intelectuales, poetas, gente conocida, como Juan Liscano y Adriano González León, a quienes había conocido en Buenos Aires, y un grupo de jóvenes poetas en Valencia que trabajaban en la universidad. Había colaborado desde hacia tiempos en revistas venezolanas con traducciones y ensayos. Era muy apreciado. Yo tenía diez años cuando llegamos y me sorprendió la enorme cantidad de argentinos refugiados que nos habían precedido. Pero mas que ese doloroso éxodo, me impresionó hasta la fascinación la cantidad de montañas que me encontré al subir a Caracas desde el aeropuerto de Maiquetía. En Argentina, en Buenos Aires, conocemos a las montañas por películas y fotografías, estamos en la pampa, ya sabes. Ese vértigo horizontal, como dijo Borges, aunque más adelante, y con razón, le pareciera dudosa la frase y la atribuyera al pobre Roger Caillois. En Caracas vivíamos en un pequeño apartamento con vista al Ávila y, a falta de amigos, y mientras me conseguían un colegio, pasaba todo el día contemplando la soberbia montaña. La llegué a conocer tan bien como un niño de esa edad conoce a su mascota. Cada vez que puedo, y procuro que sea por lo menos una vez al año, viajo a Venezuela a visitar el Ávila. Cuando no lo hago me deprimo, literalmente. Mi esposa se da cuenta y me dice, ‘Consíguete unos días de permiso y nos vamos a Caracas, sale mas económico, y es mucho mas gratificante que ponerte en manos de un analista’. Este año, con motivo de mis cuarenta, pasamos una semana en Caracas con unos amigos, Antonio López Ortega y Nela, cuyo piso, amplio y grato, da por todas partes al Ávila. Pocas veces he sido más feliz, además, los López Ortega son muy especiales”. OL

Vuelvo a llenar las copas con el delicado aligote Confuron-Cotetidot, un vino, cuyo módico precio y altísima calidad es una de las pruebas que buscaba Santo Tomás de la existencia de Dios, y le pregunto: “¿No te hacía falta la comida argentina?” Saca su nariz del vaso para decirme, “No conocía este aligote, me recuerda el Mont Luisant, de Ponsot, producido con la misma uva, pero que es un ‘premier cru’ y cuesta cinco veces más que este; en una cata a ciegas seria difícil… No, no me hizo falta. Yo era muy pequeño y nunca fui muy aficionado a bifes y asados. Enseguida me gustó la cocina venezolana, es más variada y sabrosa, y con el tiempo me convertí en un especialista amateur de su gastronomía. Y como se que eres presidente vitalicio de AAAM (Asociación de Amigos de la Auténtica Morcilla, AAABN, en francés), traje refrigeradas, porque no congelan bien, estas que preparan en Bejuma, una pequeña ciudad a unas tres horas de la capital venezolana. Son aliñadas con cebollín, cilantro y un dejo de picante, para mi son las mejores. El año pasado estuve en el “Santceloni”, el excelente restaurant de nuestro lamentado Santi Santamaría, en Madrid, y me sirvieron un costillar de cordero en salsa de morcillas, algo realmente genial. Y antes, en Caracas, probé unos “bombones” de morcilla preparados por un joven chef llamado Eduardo Moreno. En Venezuela están haciendo maravillas con el producto. Mis odontólogos, Meyda y Topo Díaz me sorprendieron hace unas semanas con un almuerzo que incluía unos deliciosos ajís dulces rellenos con la prieta. Estimulado por estos ejemplos , me animé a armar este platillo que quiero que pruebes, son una “Morcillas a la manera de OL (Octavio Lange)”.

Mientras mi amigo se apropiaba de los fogones, caminé hasta la cava pensando en un caldo que fuera buen compañero de ruta para las “bejumeras” de Octavio. Cuando regresé a la cocina con una magnum de VOLNAY CHAMPANS PREMIER CRU 1999 MARQUIS D’ANGERVILLE, que el mismo marqués me obsequiara, en un injustificado reconocimiento por un artículo sobre sus vinos que escribí para Prodavinci, mi amigo lo tenia todo dispuesto. De su minicava de viajes había sacado unas lustrosas salchichas negras, un envase con caldo de rabo de res -“No puede ser de otra cosa”-, un frasco de foie-gras mi-cuit -“Sin trufas”, advirtió- una mermelada artesanal de fresas del bosque y una botella de un cabernet sauvignon impreciso. La preparación es la más sencilla como pasa con todo lo que vale la pena. Con abundante echalote picado se reduce el vino hasta dejar apenas unas gotas, para agregar luego el caldo, que igualmente será reducido, luego se incorpora la mermelada, que se deja cocinar dulcemente hasta que la salsa quede untuosa, con el equilibrio deseado de dulces y ácidos que resalten la nocturna profundidad de la salsa.

Por otra parte, cortamos la salchicha en ruedas, salpimentamos y las hundimos en suficiente aceite hirviendo. La idea es que queden crujientes por fuera y con la consistencia de puré en su interior. En un plato, caliente en su inmaculada blancura, colocamos una ruedita de foie del mismo diámetro del embutido y sus 5mm de alto, colocamos allí la morcilla, la coronamos con otra porción del foie y la bañamos generosamente con la salsa. El calor actuará sobre el hígado graso derritiéndolo en parte. Al cortar la morcilla y llevarla a la boca, todos los sabores se han integrado para formar un bolo alimenticio que sabe a bosque y a montes venezolanos. Una increíble integración de lo mejor que ofrecen las cocinas de Francia y Venezuela, adoptada por Lange. El resultado es la morcilla más compleja y excitante que se pueda imaginar, con sus frutas rojas que se entregan al espeso caldo y acoge en sus brazos aquel puré negro ligeramente picante y levemente aliñado que, hasta hace poco, fuera roja sangre de un bien alimentado cerdo. El vino, en su elegante complejidad y la dulzura de la añada, resultó el más apropiado.

Desde ese día me siento como Ulises, invadido por la nostalgia de Ítaca. A Octavio no lo he vuelto a ver, añoro su conversa y ocurrencias culinarias. Sólo espero que no me vuelva a ocurrir como al gran Grimod y termine siendo más recordado por mis papilas gustativas que por las inconstantes neuronas de mi lóbulo frontal. Una situación que no le parecería del todo ingrata a mi buen amigo y poeta.