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Renato Rodríguez: “Lo único que tengo es esta angustia”

En la página 20 de la más reciente edición de Al sur del Equanil (Monte Ávila Editores, Biblioteca Básica de Autores Venezolanos), David, el atribulado escritor en potencia que protagoniza la obra, dice: “Nada, entonces me estaba tendido allí patas arriba en mi cama tratando de olvidar montones de cosas que hasta entonces me había empeñado con un deseo furioso en conservarlas vivas y relucientes en la memoria. Y ese deseo, que a lo mejor era parte de la cosa, como que comenzó cuando Eduardo me dijo, puede que con la misma mala intención de su descacharrante pregunta: ‘Tu eres escritor’”.

Renato Rodríguez, autor de estas líneas, siempre ha desconfiado de la palabra escritor. La idea de ser escritor como una condición social, algo que eleva el estatus independientemente de la calidad de la escritura, siempre le ha causado vértigo e inspirado desdén. No deja entonces de ser una sugerente ironía que hoy se le reivindique como escritor “verdadero” y que su obra comience a ser estudiada con rigor escolástico como una de las más visionarias y originales de la literatura venezolana de fines del siglo XX.

La familia de Rodríguez fue una de las más prestigiosas de Margarita. Su abuelo, el general José Asunción Rodríguez, fue un caudillo insular que, con el rango de teniente de milicias, levantó el oriente en la época de montoneras, a fines del siglo XIX. Llegaría a ser General de Brigada durante el gobierno de Andueza Palacios y luego obedeció a Cipriano Castro. Durante la larga dictadura del Gómez, se retiró, pero su nombre llegó a oídos del Benemérito, enredado con el de los cabecillas de una conspiración en la que se había negado a participar. Los últimos años padeció sin quejarse las privaciones del exilio en Trinidad. Cuando regresaba a morir a Venezuela, en 1923, su hijo, padre del autor, envió desde el barco un cable al ministerio de Guerra y Marina anunciando que el viejo general volvía muy enfermo a su tierra. Por orden del tirano, Tobías Uribe, ministro de Guerra y Marina, hizo que Asunción Rodríguez fuera atendido por los mejores médicos y que le fueran rendidos honores militares en el entierro.

Estos y otros recuerdos forman parte de un archivo que ahora, a los 78 años, Renato Rodríguez repasa a manera de balance de vida.

Si hay algo que caracteriza la literatura venezolana es la marcada presencia de figuras excéntricas y en cierto modo entrañables. Rodríguez es una de las más representativas de este género. Vive completamente apartado del mundo. En la cima de una montaña del estado Aragua, a la que solo se puede acceder a través una empinada carretera en vehículos de doble tracción. Su compañía habitual son las gallinas y los patos a los que debe alimentar. Las visitas que llegan a esas lejanías son muy contadas. De resto, su trato con los asuntos mundanos son esporádicos y se limitan a breves visitas a la Victoria.

Este temperamento retraído lo ha convertido en un personaje casi legendario de la literatura venezolana, creando alrededor suyo la aureola de un ser huraño y poco dado al trato con la especie humana. Al menos ese era lo que esperaba encontrar cuando José Moreno, viejo amigo suyo y conocedor profundo de su vida y obra, me llevó hasta el “escritor” un sábado de neblinas.

Rodríguez perdió un ojo a causa del glaucoma y su oído no es muy bueno. De modo que al llegar a la puerta, renqueando por causa de la artritis, le tomó un rato reconocernos. Nos invitó a sentarnos fuera de la casita donde se aloja. Al fondo se podía ver un catre y una pila de revistas de crucigramas y dameros que llena sin cesar para engañar sus horas muertas. Nos sentamos en unas sillas desconchadas desde donde se divisaba la verde garganta de los valles de Aragua.

En su conversación, la escritura y el viaje se combinan y terminan anudados hasta formar un solo tema, como los dos cabos de su trayectoria vital. De hecho, el viaje es casi un ‘método’ para llegar a la escritura que, en la vida de Rodríguez, es expresión de las tensiones entre el artista y el sofocante anillo familiar, la expresión de un verdadero conflicto existencial.

La infancia de Rodríguez estuvo intensamente marcada por mudanzas frecuentes. A los cuarenta días de nacido abandona Margarita e inicia un andar que no se detendrá hasta ahora. Las escalas de ese viaje son numerosas. Cumaná, Las Trincheras, Los Teques, Caracas, Bogotá, Lima, Santiago de Chile, París, Nueva York, Hamburgo. Cada una de estos lugares están entreverados con la búsqueda de la escritura.

El autor recuerda que de niño su afición por la literatura era tan aguda que, en vista de que su abuela y su primo  ya no podían leerle, aprendió a leer por sí solo en una semana. En la adolescencia comenzó a escribir cartas. Uno de sus primos le recomendó ser escritor, pero, como cuenta su alter ego en Al sur del Equanil, a esa edad demasiados estímulos competían con la escritura. Fueron las palabras del padre Ojeda, su preceptor espiritual durante los años de internado en el Colegio San José, las que terminaron por marcar su destino: “Tu lo que sirves es pare escribir.

A partir de ese momento, la escritura sería una especie de látigo que a la vez que le proporcionaba un canal para expresar su vocación más personal, lo obligaba a confrontarse con el entorno familiar e incluso a padecer oprobio.

La historia de Rodríguez con la escritura no es única y ni siquiera original. En realidad es un tópico regular en la vida de quienes deciden desafiar el orden convencional del mundo que les tocó en suerte. Pero en su caso esa oposición fue más ruda y larga que la enfrentada por muchos autores, y conllevó sinsabores tan amargos que recuerdan la imagen empleada por Truman Capote al hablar de la escritura como un don para alcanzar la trascendencia artística y a la vez un látigo para autoflagelarse.

Su padre, un personaje de dimensión kafkeana, quería, desde luego, que Rodríguez se graduara de la universidad y si era con título de ingeniero mejor.  “Una vez, durante mi juventud, mi padre me dijo, ‘¿Te sientes escritor?’. “Yo he leído las porquerías que tu escribes”. Esta desaprobación fue una constante en la familia. En su lecho de muerte, la severa madre lo regañaría una vez más por no tener los zapatos limpios y haber elegido la escritura como destino.

-Mamá –le respondió- yo no soy abogado, ni médico, ni político para estar limpiándome los zapatos. Solo soy un modesto escritor.

-Ah, si eres escritor –dijo la madre- por qué no has escrito nada como Compañero de viaje.

La anécdota era tan curiosa que llegó a oídos de Orlando Araujo, autor del libro. “Yo le había regalado el libro a mi mamá y evidentemente a ella le había gustado mucho. Un día me encontré a Orlando y me preguntó si lo que había dicho mi madre era cierto. Le respondí que sí. ‘Coño –me dijo-. Entonces tendré que morirme rápido para ir a conversar con esa vieja al otro lado’.  Efectivamente, a los tres meses Orlando se murió”, recuerda con una aguda risita compasiva y socarrona.

EQUANIL

Para encontrar motivos meritorios de escritura emprende de joven un largo viaje. Va a Bogotá donde se relaciona con la bohemia cachaca, pero la experiencia no logra estimular su deseo de escribir. Luego se muda a Lima donde alquila una pieza en un burdel y se divierte de lo lindo entre las muchachas con las que prefiere abstenerse del contacto carnal para no causar confusión y celos. Pero ahí tampoco  la escritura lo espera. Fue solo en Santiago de Chile, donde un amigo lo mueve a escribir. “Tu eres escritor. Vete a escribir”. Esas palabras tuvieron el peso de un mandamiento bíblico. Rodríguez volvió esa noche a su buhardilla, con los pies y el espíritu ligero. No paró de escribir en toda la noche. Al siguiente día se presentó con un manojo de hojas y se las dio a leer a su preceptor. El juicio que éste emitió fue también lapidario. “La historia es malísima, pero denota talento”.

“Hasta entonces escribía y guardaba papeles, porque no estaba escribiendo un libro. No tenía proyecto”, dice ahora. Solo años después, tras un encierro de varios meses en la casa materna,  esos papeles llegaron a convertirse en un manuscrito con cierta coherencia. Por eso, la historia de Al sur del equanil es el resultado de las peripecias y la paulatina evolución que vive ese escritor que Renato se va haciendo gracias a sus andanzas y tribulaciones en la búsqueda de la escritura.

El nacimiento de ese peculiar título tiene una genealogía particular y merece una breve mención. Varios testimonios y crónicas recuerdan que Renato se encontraba bebiendo en un bar de Bello Monte con algunos amigos, cuando alguien le preguntó que qué hacía. “Soy novelista”, respondió. Las palabras circularon por la mesa donde se encontraba, entre otros, el escritor Salvador Garmendia. Alguien más preguntó cómo se llamaba su obra. “Al sur del Ecuador”, respondió. Pero Garmendia, ya medio curdo, escuchó “Al sur del Equanil”. Equanil es el nombre de una droga ansiolítica muy popular en la época, especialmente en los grupos de la bohemia. Garmendia, a la sazón uno de los sacerdotes del grupo artístico El techo de la ballena, aprobó y celebró el título como una ocurrencia de alto vuelo literario. En cuanto al Equanil, hay que precisar también su origen. El pintor Oswaldo Vigas, amigo cercano de Rodríguez, le alegó que el Equanil podía ayudarlo a poner bajo control el nerviosismo que lo caracterizaba. Rodríguez lo miró con incredulidad y le dijo: “¿Tu estás loco? No ves que esta angustia es lo único que tengo”.

Pero, el destino le reserva a los mortales paradojas crueles. Una vez publicado el librito, después de muchos tropiezos, Garmendia sería uno de los primeros en atacarlo diciendo que no era ‘literatura’. A este juicio extremo se sumó un coro de voces que condenaron Al sur del equanil incluso confesando que la condenaban sin haberla leído.

A estas alturas de la biografía de Rodríguez, cabe especular que quizás fue la ignominia a la que lo sometieron sus propios contemporáneos lo que llevó a Rodríguez a migrar de nuevo, primero a París y luego a Nueva York.

En París hace buenas migas con algunos miembros de primera fila del incipiente boom de la literatura latinoamericana. “En las fiestas compartía en términos muy cordiales con Mario Vargas Llosa, quien trabajaba en Radio Francia y por eso no pasaba tantos apuros económicos como Julio Ramón Ribeyro”. Rodríguez trabó con Ribeyro una intensa amistad. Convesaban sobre libros y autores y fue, precisamente Ribeyro, quien puso en manos de Rodríguez Pedro Páramo y El llano en llamas de Juan Rulfo, libros que marcarían su experiencia de lector.

Al hablar de su viejo amigo, por primera vez Rodríguez hace una pausa para buscar memorias perdidas. La piel de su cara está cuarteada en diminutas cuadrículas y rayas, y es de color sepia como una bolsa arrugada de papel de estrasa.  Con la risa se alisa. Es risita muy peculiar la suya, pues parece salir del fondo del estómago como un silbido entrecortado. “A Ribeyro no le gustaba lo que yo hacía”, dice refiriéndose otra vez a la escritura. Pero, a pesar de que el peruano también fue duro con su obra -“No es artista”, sentenció-, Rodríguez no duda en reconocer lo mucho que aprendió de él. Ribeyro era un cuentista virtuoso que marcó la formación literaria de Rodríguez a tal punto que él mismo confiesa haberse tomado la anécdota de su narración “En el chaparral” de la trama desarrollada por Ribeyro en el relato “Mar afuera”.

En París se mantuvo cerca del movimiento artístico y literario, pero nunca se interesó en formar parte de círculos o grupos. De hecho, en casi todas las ciudades en las que ha vivido se vinculó a artistas y escritores, pero un crónico principio de independencia lo llevó a mantenerse fuera de la escena. Fue lo mismo en Nueva York. Sin embargo, su estadía neoyorquina tiene si se quiere un carácter diferente a sus otras, pues contribuyó a trascender el dilema prototípico de su angustia –ser o no ser escritor, that’s the question!– y a afianzar su pasión por el simple y mero hecho de escribir.

Esto lo ilustran perfectamente dos anécdotas conectadas por un hilo de sangre. Cuando trabajaba en la televisora Westinghouse  Broadcasting Company, el editor argentino Jorge Álvarez le preguntó si tenía alguna obra para publicar. “No tenía nada así que me guindé a escribir El embrujo del olor a huevo frito –obra de la que hasta la fecha solo se conocen fragmentos. “Un día me dije: ¡qué estoy haciendo! Estoy fabricando un libro para enviárselo a Jorge Álvarez”. Rodríguez paró en seco de escribir. Fue de una reacción que expresa genuinamente su relación con la escritura como un fin en sí mismo, un fin resueltamente alejado del prestigio social que brinda el sistema del mercado editorial y la crítica literaria.

Esa misma actitud, que traduce un compromiso existencial profundo con la creación, que es la razón de ser del artista, queda plasmada en la segunda anécdota. Transcurre una noche al salir del Kansas City Bar, un club de moda frecuentado por la elite bohemia de la época, cuyo factótum no era otro que Andy Warhol. Mientras caminaba, junto a el Príncipe Negro (Rolando Peña), por los lados de Union Square tropezaron con un hombre. Sin saber muy bien cómo, Rodríguez se vio enredado en una escaramuza verbal con el desconocido. El hombre lo insulta y saca una navaja pico e’ loro. En el forcejeo con el arma, la mano del escritor recibe seis tajos. Está a punto de ser apuñalado y en ese instante piensa en que si muere no podrá terminar el libro que le encargó Jorge Álvarez y cuya escritura abandonó. Le salen fuerzas de donde no sabe, logra arrebatarle la navaja al atacante y la tira lo más lejos posible. “Me volví una fiera”, recuerda. Luego se le encima al agresor y lo golpea con toda su saña. La policía llega…pero eso no viene al caso. Lo que viene al caso es precisamente ese “me volví una fiera”, en virtud del apasionado compromiso con la escritura, cuya defensa puede llevarlo a uno arranques temerarios y disparatados”.

“Ji, ji, ji”, se ríe ahora, 30 años más tarde, tosiendo, suspirando y mostrando la mano surcada por cicatrices y de la que, para remate, ha perdido medio dedo. “Es mi diploma de graduación de carpintero. Lo obtuve en los talleres de carpintería de la Universidad de Nueva York”. Sin embargo, al escuchar el relato de esos años da la impresión de que se trataba de un momento de su vida en el que la angustia aflojó su nudo. Vivía modestamente en una pieza del YMCA y trabajaba por un salario nimio en la WBC. Pero las privaciones económicas curiosamente lo acercaban a la escritura. Escribía en las tardes luego de trabajar y seguía guardando papeles, entre ellos los que conforman el poemario De otra demora del que también solo se han visto algunos textos. En las noches se dedicaba a bailar frenéticamente en los clubes, por lo cual obtuvo el apodo de Rubber Legs (piernas de goma) en honor a un antiguo gángster, que se dedicaba al baile cuando hacía una pausa de sus fechorías.

De su regreso a Venezuela luego de vivir en Nueva York es muy poco lo que cuenta. Pasó una larga temporada en Mérida. Volvía a ratos a Caracas, donde se tropezaba con de vez en vez con amigos entrañables. Uno de ellos, Ludovico Silva, siempre lo alentaba a publicar sus papeles. Rodríguez recuerda, con precisión y nitidez, su último encuentro con el filósofo marxista.

Ese encuentro está ineluctablemente ligado la historia de su libro inédito El embrujo del olor a huevo frito. “Ese libro empezó a escribirse en Nueva York y terminó en Mérida, 23 años después. Un día me encontré en Caracas con Ludovico Silva y me preguntó cuando iba a sacar el libro. ‘Esos huevos fritos tienen ya 23 años en la candela y si siguen ahí se van a chamuscar’. Yo le dije: Ludovico, no te preocupes yo voy a sacar una copia y te la voy a enviar. Terminé la copia un domingo y al lunes siguiente cuando iba a despachársela, me encontré con un amigo que me dijo ‘¿Chico tu no sabes que Ludovico se murió ayer?’. Era, por cierto, al día siguiente de las elecciones de 1988”.

Dado que su vida es una trayectoria zigzagueante, plena de mudanzas inusitadas que lo llevaron al desempeño de los oficios menos congruentes, su biografía abunda en silencios profundos como agujeros negros. Según una cronología elaborada por él mismo, fue “recepcionista,  obrero de montaje, electricista, ayudante de cocina”. Y también subraya que acompañó distintas iniciativas culturales, entre las cuales se encuentra su participación en once proyectos cinematográficos –su afición por el cine se transparenta en Quanos, su último libro concebido a la manera de un conjunto de narraciones cinematográficas. Pero, en contraste, es casi nada lo que se puede sacar en claro de los motivos que empujaron esa incesante vagabundeo.

Sería convencional esgrimir la trillada tesis del artista incomprendido, cuya obra apenas comienza a ser valorada cuarenta años después. También es muy presuntuoso alegar que Rodríguez ha sido un escritor visionario. Ninguna de las dos cosas es completamente cierta. En cambio, valdría la pena considerar los avatares de su existencia –que tanto recuerdan el despojamiento y la profundidad vivencial de un Maqroll el gaviero, anti-héroe de la obra de Álvaro Mutis- como la cifra o expresión de una obra que, como bien lo dice José Moreno, es una crónica de su época. Esa crónica es el resultado de la conflagración entre la circunstancia de vida y una subjetividad indómita, que hunde sus raíces en el acto de escribir hasta hacerse indistinguible de él.

Es por eso que en esta etapa de su vida, medio ciego, medio sordo y medio renco, Rodríguez pueda sorprender a su interlocutores afirmando sin remilgos que ha dejado de escribir, que la escritura ya no le interesa. La búsqueda ha cesado, no es necesario que nadie pronuncie la sentencia “Tu eres escritor”. Como saldo a favor deja las obras, detrás de las cuales su biografía se vuelve una sombra. Es por eso que en la escueta cronología antes mencionada cabe todo lo que ha sido esencial para él.

 

De su puño y letra, se lee:

“Nació en Porlamar, Isla de Margarita, el 8 de julio de 1927

Ha vivido en varios países del mundo en los cuales ha ejercido los más diversos oficios: recepcionista, obrero de montaje, electricista, ayudante de cocina. Ha colaborado en la realización de algunas películas, participando como actor en un par de ellas, incluyendo Se solicita muchacha de buena presencia y motorizado con moto propia del venezolano Alfredo Anzola.

OBRAS PUBLICADAS

Al sur del Equanil (1963)
El bonche
(1976)
La noche escuece
(1985)
Viva la pasta / Las enseñanzas de Don Giuseppe (1985)
Ínsulas
(1996)
Quanos
(1997)

Actualmente vive en algún lugar de las montañas del estado Aragua.

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Foto tomada de:  Encuentro con Renato Rodríguez seis meses después