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La solución es el problema, por Óscar Collazos

En el oeste de Texas existe una cadena de pequeñas salas de cine llamada Alamo Drafthouse, frecuentada por cinéfilos, que ocupan sus butacas como si asistieran a misa. No solo reverencian el cine. Impusieron normas de obediencia casi religiosa, como no hablar ni tener celulares prendidos mientras se proyecta la película, todo un código moral para el espectador de cine.

Hablar o usar el celular está prohibido hasta el punto de que quien insista en cuchichear o enviar mensajes de texto creyendo que la luminosidad de la señal no interfiere la ceremonia, de inmediato es expulsado de la sala sin derecho a que se le devuelva el precio de la boleta. Reglas son reglas. La sanción social de Alamo Drafthouse es inflexible.

En compensación, las butacas tienen mesas frente al espectador. Se venden alimentos y bebidas distintos de las clásicas palomitas y perros calientes, pero estos deben consumirse en silencio, casi sin paladear y sin chasquidos. Ni siquiera se escucha el crujir de las envolturas. Y aunque este modelo de sala de cine para cinéfilos y cinemaníacos se ha extendido por el mundo, lo que lo singulariza es la prohibición de hablar y prender el maldito celular.

Asumo la responsabilidad de calificar de maldito al objeto móvil que tanto ha servido para cambiar nuestros hábitos sociales. Pese a que uno creía que era un instrumento de comunicación, de trabajo y de entretenimiento, resulta que el instrumento ha acabado siendo quien lo usa. Impulsado por un diabólico automatismo de conducta, ajeno a la voluntad y a la responsabilidad de elegir, el usuario del móvil se ha convertido en adicto.

Se trata de una adicción contraria a sencillas normas de convivencia social. Aunque por ahora ha sido imposible contrarrestar el efecto de una plaga que enferma por igual a jóvenes y adultos (desde niños se “enganchan” a esta droga), no estamos lejos de la solución tecnológica y legal que regule este compulsivo deseo de “estar comunicado” y en línea.

Si no ha aparecido ya, debería aparecer e imponerse un sensor electrónico que interrumpa la señal de los móviles en ciertos lugares: aulas de clase, teatros, salas de cine o de conferencias, en fin, lugares donde es más la gente que desea silencio y tranquilidad que aquella que cifra su existencia en una señal. Pero sospecho que eso reduciría considerablemente los beneficios de los operadores de telefonía celular. Hagan cuentas y verán.

Algo se ha ganado en muchos países, pero la ganancia es proporcional a la madurez social de un país. Un ciudadano que no sanciona los comportamientos indebidos de otros ciudadanos es, en muchos casos, un ciudadano que se reserva el derecho de cometer actos indebidos. Tolera la bulla nocturna del vecino porque encuentra natural la posibilidad de hacer la misma bulla.

Las interferencias del delirio electrónico en nuestra calidad de vida son tantas, que muchas grandes conquistas de la tecnología han creado en millones de seres una servidumbre de alcances patológicos.

Uno esperaba que, pasado cierto tiempo de adaptación al uso de nuevas tecnologías, vendría una lenta autorregulación de ese uso. Pero no. Al parecer, vivimos en sociedades que lo desregulan todo: la economía, los derechos ciudadanos, la política, el derecho a la vida, las relaciones con los vecinos.

De la satisfacción de muchas necesidades hemos pasado a la violación de numerosas normas de convivencia social. Así como asistimos a una colosal empresa de corrupción del Estado y de los negocios de los particulares, de la política y del contrato social que uniría a los ciudadanos con sus gobernantes, así mismo asistimos a la corrupción de nuestra vida cotidiana.