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El discreto encanto del cuento, por Norberto José Olivar

En una conversación con Albinson Linares dije que el cuento se me daba de manera accidentada, y lo sigo pensando y padeciendo, advierto. Monsieur Ismael (Alfaguara, 2006), por ejemplo, es un relato que debió ser una novela. Recuerdo que entrevisté y molesté a mucha gente, fui a dar, incluso, a una ruinosa casa en Santa Lucía donde vivía uno de los descendientes directos del poeta Ismael Urdaneta: un viejo delgado, blanco, de ojos verdes, trajeado siempre con un roído flux gris, un verdadero gentleman de una desvencijada elegancia; me facilitó muchísima información y materiales, no como un acto de bondad, entendí luego, sino porque en cierta forma se entretenía con mis visitas.

La biografía de este poeta habría sido una gran novela en manos de un escritor con más talento, confieso que me faltó inteligencia y astucia, en el arranque, para librarme de la dictadura que ejerce la literatura una vez que se trazan las primeras líneas. Tenía en mis manos los registros de un auténtico nómada, un soldado de la Legión extranjera en la Primera Guerra Mundial, un bohemio, un Casanova consumado y un pésimo y desastroso poeta. Todo pintaba de maravillas para una historia fuera de lo común, pero el texto se cerró repentinamente y fue imposible proseguir. En mi escritorio estaban apilados montones de documentos sin explotar, desde lo que dictaban ellos hasta lo que exigiera la imaginación, un lamentable desperdicio. No podía creer lo que me pasaba, yo que siempre me había jactado de copiar a Paul Auster en esa manía de abandonar los textos cuando se cansa de ellos, ahora yo era la víctima. Pensé en aniquilar aquellas páginas y empezar de nuevo, pero entendí, pese a mi soberbia, que lo que tenía que contar del poeta-legionario ya estaba escrito allí. De modo que, para ahorrarme tentaciones, cogí aquella montaña de documentos estupendos y los quemé en el patio abrazado a mi perra y tomando un whisky barato, pero solidario, en esa hora menguada de mi existencia.