Artes

El inmortal fantasma Borges, por Héctor Abad Faciolince

“Todos los que vimos a Borges alguna vez, y así haya sido en una sola ocasión, guardamos la memoria de ese instante…”

Por Héctor Abad Faciolince | 20 de junio, 2011

Con muy pocos autores se pueden emplear —sin temor al ridículo— palabras rimbombantes como inmortalidad. Borges es uno de esos pocos. Haberlo conocido, quiero decir, haberlo visto simplemente, le da a los propios ojos un cierto halo sagrado. Inspiramos el mismo respeto que inspiraría un griego que pudiera decir: “Yo oí una vez a Homero recitando fragmentos de la Ilíada”. Pues bien, todos los que vimos a Borges alguna vez, y así haya sido en una sola ocasión, guardamos la memoria de ese instante. Lo atesoramos, lo adornamos. Nos ufanamos.

En Medellín, donde vivo, Borges estuvo dos veces. La segunda vez yo estuve ahí (en la primera, pocos sabían que Borges era Borges, y los 20 presentes, entre ellos Elkin Obregón, que escribió algo al respecto, hoy se sienten ungidos por la gloria) y guardo como una de mis pocas medallas vitales el haberlo visto. Claro, en Argentina todos los mayores de 30 años vieron a Borges alguna vez y la mitad de los porteños cincuentones lo ayudaron un día a atravesar Corrientes. Durante esos cien pasos, sin falta, Borges les dijo alguna frase memorable. El caso es que este privilegio es menos corriente aquí. Aquellos pocos que fueron sus amigos, o lectores, o amanuenses, o esposas, pueden pasar el resto de sus días viajando por el mundo y dando conferencias sobre él. Ese barniz prestado es suficiente.

Por muchos escritores sentimos admiración; por unos pocos, devoción. A quienes somos devotos de Borges nos pasa algo curioso: se nos contagia su ceguera. El fervor, ya se sabe, enceguece. Y vomitamos a los tibios que tengan dudas de fe. Al menos una vez en la vida, como los peregrinos musulmanes a La Meca, debemos ir a recitar sus versos en el cementerio de Ginebra y debemos posar, serios y compungidos, frente a la placa conmemorativa de la calle Maipú.

Y todo borgeano que se respete tiene en su casa un altar. Yo tengo el mío. En este debe haber una foto original del poeta. También, de ser posible, algún retrato suyo hecho del vivo por un gran pintor. Si no todos, al menos uno o dos de sus libros en primera edición. Algún ejemplar firmado de su biblioteca, con anotaciones a lápiz en la última página, como solía hacer cuando veía. Las biografías canónicas y las secretas. Y por supuesto esa especie de Biblia de su vida cotidiana que es el diario dedicado a Borges por Bioy Casares. De los libros de Bioy este será el más perdurable, porque supo entender muy pronto, como Boswell de Johnson (es más: como los discípulos de Buda) que tenía el privilegio de convivir con un genio.

Sí, un genio. Con muy pocos autores no tememos caer en la vergüenza de usar estas palabras rimbombantes. Y sin embargo, a pesar del altar que le erigimos, a pesar de la devoción con que lo releemos y nos lo aprendemos de memoria, pese al cuidado con el que lo citamos y traemos a cuento, incluso sus devotos (no fanáticos) debemos saber que fue un hombre. Un hombre —y Bioy lo dijo— que meaba fuera del tiesto, en el sentido literal y figurado de la expresión; un hombre hijo de su educación, que fue a veces racista; un hombre que recibió condecoraciones de gobiernos sanguinarios. Pero le perdonamos esto, sus devotos. Aunque lo idolatremos, sabemos que fue un hombre, no un ídolo ni un dios. Lo leemos con devoción, porque sabemos que siempre que abrimos un libro suyo nos enseña algo, nos deslumbra con su inteligencia, con su bondad, con su agudeza.

Para tener el retrato completo, los que lo veneramos, debemos también atesorar algún verso que lo retrate bien, aunque todos nieguen que ese verso sea suyo. Yo tengo el mío. Un par de versos en los que Borges dice: “No soy el insensato que se aferra / al mágico sonido de su nombre”. Es hermoso que Borges fuera así: falsamente modesto. “La falsa modestia es la más decente de todas las mentiras”, dijo Chamfort. No creo que el nombre de Borges sea olvidado mientras haya lectores. Por su genialidad, pero también por algo mucho más humilde y valioso: por su decencia.

 

Héctor Abad Faciolince 

Comentarios (3)

Marìa G de Nevett
20 de junio, 2011

Opino exactamente como Hector Abad Tuve el deleite inolvidable de oirlo en una charla aqui en Caracas. Y un dìa que lo vi en BUenos Aires me lancè a saludarlo, totalmente inùtil, pero no me pude impedir de hacerlo

Eduardo Gómez
21 de junio, 2011

A diferencia de Abad nunca vi a Borges. La mano de la inolvidable Hanni Ossot me llevó a leerlo (creo) y, si, fue una revelación….

omar rojas
26 de junio, 2011

Qué lindo artículo.Que´bueno que haya sido Hanni Ossot quien lo llevo a leer a Borges¡¡¡¡

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