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A ese infierno no vuelvo (capítulo I), por Patricia Clarembaux

Lunes: Bienvenido al carro

A Jesús Gregorio[1] la fiesta se le acabó mientras contaba las ganancias de su robo novecientos mil…, por decir una cifra. Uno a uno pasó los billetes de una mano a la otra. «Fua fua fua fua», sonaban. La lámpara bañaba de luz sólo la mesa redonda. El resto era oscuridad para él, pues concentrado mantenía sus ojos en el vaivén del conteo. Dos, tres, cuatro horas. Permanecería allí el tiempo que fuera necesario hasta comprobar que todo estaba en orden. Pero el silencio fue interrumpido y los números rompieron filas en su cabeza.

Alguien tocó el timbre de su vivienda. Su esposa salió de la cocina y lo miró con los ojos más abiertos que de costumbre. No esperaban a nadie. Él le dio su aprobación con un subir y bajar de cabeza. Ella vio por el ojo mágico y moduló en silencio: «Son dos policías». Él cerró los ojos y también murmuró: «Dale… Qué más queda». Ella abrió la puerta. «Buenas noches, señora. ¿Se encuentra el señor Jesús Gregorio Córdova?». Y claro que estaba, aunque petrificado en la silla. «No, aquí no es», respondió. «No me van a agarrar», pensó él y con la sagacidad de un cazador, se levantó, pero de salida, el arrastre de la silla lo acusó. Los hombres irrumpieron en el apartamento. Los tres se miraron y aunque Jesús trató de negar su nombre, su propia cara y sus apodos, el dinero regado sobre la mesa hacía más que evidente que era él a quien buscaban. Descubierto y con las pruebas expuestas, decidió emprender un escape que reconocía infructuoso, pero actuó: «Nada se pierde con correr».

Entonces, en fracciones de segundo se metió algunos billetes en los bolsillos y brincó sobre el comedor, cerró puertas, abrió otras, los hombres venían de cerca y terminó rodeado en un intento por zafarse a patadas, pero todo le falló. Para las autoridades su cara era más que familiar. Él era –y es-  un «delincuente de los grandes», como él mismo se cataloga, de los que calculan cada paso que dan y descuentan cada segundo del reloj, de esos a los que pocas marramucias podrían salirle mal. Ésta, por ejemplo.

«Ellos dicen que me agarraron con las pruebas en la mano, que no había nada que pudiera hacer para salvarme.» Entre los dos, lo alcanzaron. «Estás detenido. ¡No te muevas!», gritó uno con la pistola glock entre manos. El otro lo pegó de cachete contra la pared, le puso las esposas y, finalmente, sacó del bolsillo de su chaqueta la orden de aprehensión emanada esa misma noche por el Ministerio Público.

Pero esta historia es apenas una de las tantas que Jesús Gregorio tiene para contar. Ese día de julio de 2006 cayó preso «por confiado» y por llevar los negocios a la casa, quizás el primer sitio en el que cualquiera lo buscaría. Sin embargo, su estadía en las cárceles venezolanas comenzó el 20 de febrero de 1993. En esa fecha, que recuerda sin titubeos, fue trasladado a Los Flores de Catia[2], tras ser acusado por los delitos de homicidio y robo de un camión de electrodomésticos. Le tocaron ocho años de cana[3] que el juez no quiso negociar y que él tampoco se esmeró en rebajar, pues con apenas 20 años de edad manejaba la ilegalidad a su antojo y sabía que podría convivir con ella los años que fuesen: «Eso es lo que mejor hago en la vida».

Durante ese tiempo fue trasladado siete veces de recinto penitenciario. De Los Flores –mejor conocido como el Retén de Catia– lo cambiaron a La Planta; de La Planta a El Rodeo I; de El Rodeo I a El Rodeo II, llamado comúnmente Rodeíto; de allí a El Dorado; de El Dorado a Tocorón; de Tocorón a Yare y de Yare llegó a la Penitenciaría General de Venezuela, también conocida por las autoridades como «la PGV» y por los internos como «la última estación», pues allí terminan, en su mayoría, los reclusos que ya han sido condenados: «Para caer allí, tienes que haber pasado por al menos cuatro más». Con ese recorrido penal como historia de vida, era fácil suponer que cuando Jesús alcanzó la libertad, había hecho de la delincuencia un negocio, pero también su único oficio. De cárcel en cárcel, debe haber andado más de mil kilómetros por toda Venezuela.

«La primera vez que caes encanado[4] entras cagado porque no sabes qué hacer ni qué hay allá adentro. Esos son puros diablos lo que hay ahí y lo que te queda es defenderte, demostrar tu fuerza y no dejar que te jodan. Eso sí, clarito en que al llegar debes preguntar por quién te espera». Ese 20 de febrero, cuando las rejas se cerraron a su espalda, cuenta que el miedo borró todo de su mente, menos un nombre, un número de pabellón y una letra[5] para ubicar una celda: «Allí me recibió alguien que me habían recomendado. Él ya sabía que yo llegaba ese día. A mí me dieron los datos en una visita durante los ocho días que estuve recluido en la Policía Técnica Judicial[6] y me los aprendí de memoria. Así que cuando entré en Los Flores y luego en todos los demás ya sabía adónde ir. Estaba cagado igual, es inevitable. Pero ya sabes cómo es la vaina y es más difícil que te jodan cuando ya tienes carrera hecha».

En esa oportunidad, Jesús Gregorio tuvo la suerte de ir directo a las manos del líder del Retén de Los Flores de Catia como protegido. Aunque eso no le garantizaba su supervivencia, le permitía entrar con las caponas puestas.

Ésa es la misma situación por la que tuvieron que pasar los 24.360 reclusos venezolanos que registró el Ministerio de Interior y Justicia en 2008[7]. Según Jesús Gregorio, en las cárceles los presos viven dominados por bandas que varían de acuerdo con la región del país. Algunas de ellas más populares que otras.

Así, por ejemplo, entre sus conocidos de la cárcel de Tocuyito, en Carabobo, están los miembros de «El Desastre». En la Región Central reconoce al «Barrio Chino», el «Tren del Sur», «El Bronx» y a «Los Centrales», conformado por delincuentes de Caracas; también a «La Corte Negra», de Barlovento –caracterizados por ser los responsables del mayor número de homicidios intramuros-, y a «Los Robapollos» de Los Valles del Tuy. En Oriente recuerda a los del «Carro Loco» que, en su mayoría, son de Maturín, y a «Los Orientales».

El director del Observatorio Venezolano de Prisiones, Humberto Prado, considera que el Barrio Chino es el grupo de mayor influencia en el país, pues domina el negocio del tráfico de drogas dentro de los penales. En una cuenta rápida, cree que en 90% de las cárceles hay miembros de esta banda: «Son los que están mejor constituidos. Uno los reconoce por la forma como se visten. Por lo general, llevan un pañuelo en la cabeza». También los espacios que han conquistado son fáciles de reconocer, pues acostumbran identificarlos con pintura negra. Barrio Chino, escriben.

Claro que quienes caen presos por primera vez desconocen esta clasificación y a sus miembros, con sus reglas y modismos. Sobreviven casi por instinto durante las primeras horas de llegada al penal que les fue asignado…, si es que logran superarlas.

Es el caso de Juan Marcos, quien el 15 de abril de 2008 salió de su casa «con un muchacho mala junta» y en contra de la voluntad de su abuela: «Siempre se lo decía, que dejara esas amistades». Supuestamente pasarían un día en playa Los Cocos, en La Guaira. Eso fue lo que dijo, pero la verdad que supo la abuela luego de la detención, era que «el amigo de mi nieto era cómplice en el asalto de una farmacia. Y aunque él logró escapar, a mi muchacho me lo agarraron los policías».

Ahora está recluido en el Centro Penitenciario Yare I, «pasándola muy mal», admite la anciana desde una protesta que protagonizan las madres de los presos en el Ministerio de Interior y Justicia. Sus palabras quedan interrumpidas por el nudo en la garganta. «Pobre de mi nieto. No para de llorar y me dice: ‘Ay abuelita tanto que me advertiste que me cuidara, que dejara de estar metiéndome en problemas y que me alejara de las malas juntas’. A mí me queda es visitarlo y ver cómo tiene que convivir con esa gente. No lo voy a dejar solo en esto. Le dicen ‘ahí viene la fresita’, porque él mantiene su bungalow[8] acomodadito. También escucho que cuando llego, gritan: ‘Fresita, ahí viene tu abuelita’».

Cuando Juan Marcos –de 18 años de edad, blanco, baja estatura y delgadísimo– ingresó a Yare no conocía a nadie, pero en los tribunales uno de sus compañeros, veterano en el asunto, casi como un ángel, le sugirió que, por su bien, al llegar pidiera ser recluido en las letras de los evangélicos porque ellos lo protegerían. Así hizo. Luego de que fue trasladado al penal, requisado en la entrada por la Guardia Nacional –cuyos efectivos lo despojaron de un reloj y sus zapatos–, trasladado por otro custodio a la letra de los cristianos, entró al mundo real. Allí lo recibió uno de los pastores con una condición: «Le dijeron que tenía que adaptarse a todas las reglas y mi muchacho las cumplió», cuenta la abuela.

Solo en ese lugar tan ajeno para él, sin nada más que su ropa y con las rodillas temblándole sin control, escuchó el primer sermón, ése en el que el pastor le explicó que en los espacios de los cristianos, las costumbres son distintas a las del resto del penal. Le dijo, por ejemplo, que estaban prohibidos el consumo de drogas y el porte o uso de armas blancas o de fuego; que había horarios para la comida; que todos debían estar presentes en las vigilias o en los servicios, así se pautaran para las tres de la madrugada; además, que a las siete de la mañana todos debían estar levantados y a las nueve de la noche acostados, menos los atalayas[9], quienes apagaban las luces de la letra, revisaban que todo estuviera en orden y hacían guardias por turnos en la puerta de la celda hasta el amanecer.

Juan Marcos recibió demasiada información en pocos minutos, pero si de eso dependía su vida, la asimilaría al pelo. De entrada, entendió que en la cárcel había que aprender rápido la lección y las cosas que no se debían hacer si es que pretendía salir de allí vivo para contarlo…, o para olvidarlo.

Estos parajes espirituales también son preferidos por los reincidentes que caen presos de nuevo sin tener a quién acudir. Ellos necesitan a los evangélicos y no por el deseo de regenerarse emocionalmente o de reinsertarse a la vida en sociedad, sino para evitar ser asesinados en cuestión de minutos como consecuencia de las rencillas que pudieron tener en el pasado con miembros de alguna banda dominante.

José Sánchez estuvo preso durante nueve años, pero ahora es pastor y director de la organización no gubernamental Liberados en Marcha, conformada en 2001 por ex reclusos que reciben a sus compañeros recién liberados y les tienden una mano al menos por el tiempo en que encuentran vivienda, trabajo y estudio. Buena parte de su tiempo de reclusión la dedicó al Evangelio y, por experiencia, puede decir que «los presos acuden a nosotros y nos utilizan como una estación mientras preparan el terreno en alguna letra a la que puedan salir. Si no hacen eso y llegan sin un destino, en menos de nada los pican en pedacitos…, los dejan muertos».

Pero estar en esos espacios no garantiza la vida. Jesús Gregorio es de quienes reconocen rápidamente los nervios en un reincidente y se aprovecha de esa condición para ponerle pruebas que lo expongan: «Los evangélicos conocen la Biblia tanto como el Papa. Por eso es que cualquiera que se llame evangélico debe saberse ese libro al pelo. Para comprobar que alguien no es impostor, le preguntamos versículos del Deuteronomio, de Timoteo… Si no me los dice está refugiado y hay que sacarlo de ahí».

Juan Marcos acudió a los evangélicos en busca de protección y, como estaba «virgo» en el mundo de la delincuencia, sus primeros ocho meses en prisión transcurrieron en medio de la tensa tranquilidad de su celda. Dormía, comía, pasaba el tiempo, como cualquiera. Pero el agua corrió y corrió. Después de ese tiempo, ya confiado en que nada podría cambiar, un motín en Yare trajo novedades que, aunque no esperaba, logró superar.

Los cristianos protegían en sus celdas a un refugiado «emproblemado con media vida», como ellos mismos dicen. Un grupo de presos quería la cabeza de este sujeto y fue a buscarla. Irrumpieron «a tiro limpio en la letra», reventaron el candado, a golpes desalojaron a los evangélicos de sus espacios en busca del tipo: «¡Quítate pastor, quítate, que no es contigo la vaina!». Pero una pared humana se interpuso entre los bandidos y el hombre. En el forcejeo, la masa cedía por debilidad, pero se recuperaba y aumentaba la distancia entre ambos. Eran pistolas amenazantes y cuchillos recién amolados contra biblias. Y el mal venció. El muro humano cayó. Entre dos tomaron al hombre por ambos brazos. Otro más sacó el cuchillo de cocina y lo deslizó de una yugular a la otra. Una erupción de sangre les manchó la cara a los más cercanos. Habían ganado la batalla.

Mientras eso ocurría, el joven de 18 años apretaba contra su pecho las cosas que le había traído su abuela: una foto de ambos y la comida. Escuchó que, con los minutos, los gritos de amenaza y el forcejeo estaban cada vez más cercanos. Con los ojos cerrados, se sentó en su cama y encorvado abrazó la fotografía y la bolsa con los potes llenos de arepas, pollo y pasta con carne que recién le había traído su abuela en la visita del domingo. Así permaneció las dos horas que duró la reyerta. Cuando se presentaron en su bungalow, se creyó muerto. Levantó la cabeza y con voz quebrada soltó un por favor: «Yo no me meto con nadie. Quisiera que me permitieran permanecer aquí, porque mi abuelita me lo ha acomodado todo con mucho cariño». Entre burlas y carcajadas, lo autorizaron: «¡Jódete, fresita! Y agarra bien tus vainas que se te van a perder».

Ahora, la abuela –desde su casa en Antímano– y el muchacho –desde Yare– duermen noche a noche con un ojo cerrado y otro abierto. Ella con insomnio, «prendiendo velitas y pidiéndole a Jesucristo que me proteja a mi muchacho, que me le ponga un manto para que ninguna de esas cosas malas, ni balas, ni ideas, me lo toquen. He prometido de todo desde que comenzamos a vivir este infierno». Él se trasnocha porque el instinto lo mantiene despierto. Sabe que en las celdas de los mundanos[10] las reglas son diferentes y que, prácticamente, no hay rezo que valga.

Por eso, en las cárceles venezolanas sobran las ojeras de hombres en vela, con miedo de perder la vida. Algunos saben que no han hecho nada, pero ¿qué tal si el que está en el bungalow de al lado está emproblemado? Nadie confía ni siquiera en el hombre que duerme a un miserable metro de distancia. Muchos repiten que no creen ni en su sombra.

Los privados de libertad suelen decir que están montados en un carro manejado por un líder a quien conocen como el «pran»[11]. En algunos penales como en la Penitenciaría General de Venezuela, al llegar los presos son presentados ante este cabecilla. En ese primer encuentro, quien llega debe notificarle sobre sus conocidos en ese penal o en otros, con quién ha tenido problemas inclusive en la calle, dónde desea ser recluido, quién lo espera, qué parentesco los une, cuál fue su delito. En definitiva, el pran lo sabe todo y lo que no, lo averigua.

 


[1] Nombre cambiado por solicitud de la fuente.

[2] Conocido por la tragedia del 27 de noviembre de 1992, en la que murieron aproximadamente 63 reclusos por ejecuciones extrajudiciales de parte de la Guardia Nacional.

[3] De presidio.

[4] Preso.

[5] Cada pabellón tiene un número, generalmente el del piso. Pero a la vez el pabellón está dividido en letras: «A», «B» o «C». Las letras son pasillos largos en los que se encuentran las celdas de los presos en números de 10 a 20, pero el hacinamiento las ha convertido en espacios donde pueden haber hasta 50 o 60 reclusos.

[6] Entonces llamada coloquialmente PTJ. En la actualidad, se conoce como Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas.

[7] En ese mismo período, el Observatorio Venezolano de Prisiones registró una población de 23.299 reclusos. Según el Informe de Provea, en 2008 la población carcelaria fue de 24.069 reclusos.

[8] Es el espacio personal de dos metros cuadrados en el que el preso tiene todo lo que necesita, como su colchoneta o su cama y su ropa. Las paredes de estas habitaciones son improvisadas con sábanas. Sin embargo, esos límites, por lo general, se respetan.

[9] Son los guardias de cada letra. Ellos resguardan la puerta cual si fuera una garita de una urbanización. Por lo general, es una responsabilidad compartida entre los habitantes de cada una de las letras.

[10] Así son conocidos los presos que no son practicantes evangélicos.

[11] Así llaman al líder del penal. Es quien maneja los negocios y la vida de todos los presos.