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Sobre mi cadáver, por Adriana Bertorelli

Las tumbas son pa’ los muertos

«Mire… el solo pelito le dejaron ahí.» Néstor Carmona se persigna mientras señala una tumba. Sobre la lápida hay un ángel pequeño, gastado, que parece mucho más antiguo que la cripta medio escondida entre la maleza. También hay tres botellas de ron, un montón de colillas de cigarro y una nube de mosquitos con un sorprendente sentido de la fidelidad. En esa urna, que Carmona descubrió abierta hace dos días, estuvo el cuerpo de la señora Rosa, una amiga de su madre que había sido enterrada en el sector Las Pavas del Cementerio General del Sur. Al parecer, su ángel no la pudo librar de todo mal ni siquiera después de muerta.

Forzaron la bóveda por arriba con una mandarria, o con un pico que rompió el concreto. Debajo del cemento hecho añicos, en el ataúd desvencijado y entreabierto y por donde estuviera la cabeza del cadáver, se ven los restos de la señora Rosa: el cuero cabelludo, unos pocos huesos y la ropa. Al fin y al cabo, al sitio al que la llevaron no necesitaba ir vestida. Carmona se pregunta si el marido, Antonio López, ex trabajador del cementerio, estará enterado que desde anteayer el cuerpo de su esposa ya no está en donde hubiera debido tener un descanso eterno.

Néstor Carmona trabaja en este cementerio junto con sus dos hermanos desde hace más de 20 años. En ese tiempo han sido muchas las tumbas profanadas que han encontrado. Y si a eso se le suma los chivos desangrados, los gallos negros despescuezados, las cabezas de perro, los círculos de sangre y los rituales con todo tipo de osamentas humanas especialmente fémures y cráneos, que también han sido localizados en el cementerio, dispuestos en formas parecidas a estrellas o figuras geométricas, resulta más que evidente la presencia de paleros en la zona.

Hace años todavía era una excepción, pero ahora, para los Carmona, es casi una regla encontrar en la mañana, al llegar al trabajo, los restos de los rituales de Palería, Palo Monte o Palo Mayombe, un culto proveniente del Congo y muy afecto a las raíces de la magia negra. Según el Tata Nganga Pedro Cubero (el equivalente palero a un Babalawo Yoruba), los cadáveres masculinos son más solicitados que los femeninos porque su poder protector es mayor y dan más fortaleza, aunque todo depende de la tarea que se les encomiende. A los paleros no les resulta complicado conseguir sus implementos de trabajo y es totalmente sabido que tienen en algunos empleados y vigilantes del cementerio a sus mejores aliados. Con sólo una llamada telefónica pueden tener todo un esqueleto para el día siguiente. Los precios varían según la pieza. Por ejemplo, un cráneo humano o criyumba, puede costar cerca de los 500 bolívares fuertes; una osamenta completa puede adquirirse por el módico precio de 700, y un fémur, falange o algún otro hueso que se requiera, puede oscilar entre 250 y 300. El costo depende de si el profanador trabaja solo o si tiene que compartir el pago con alguien más.

Según Cubero, «Hay muchos prejuicios por ignorancia. Aquí no hay nada malo, nada indebido. Los paleros nos guiamos por creencias ancestrales venidas del Congo. Es así desde hace siglos y siglos, aunque la gente no lo entienda».

En el Palo Mayombe todo se basa en adquirir el poder del muerto. Para eso, los Nganga preparan una cazuela que les transmite esa fortaleza y que puede tener entre sus ingredientes, además de los huesos del difunto, tierra del cementerio, la cabeza de un perro negro, una cadena, sangre fresca de chivo, una herradura, una botella de aguardiente, un huevo, tabaco, pólvora y vino dulce para rociarlo. La idea de los rituales paleros es sellar un pacto con el muerto y fortalecerse con algunas de las características que éste tenía en vida. Esto, según la creencia, es mutuamente beneficioso. (Ha sido imposible confirmar esta creencia con la otra parte involucrada en el ritual.)

Y si bien la profanación de tumbas no es algo nuevo en Venezuela, muchos piensan que su acentuado crecimiento se debe al incremento de cubanos en el país desde hace cerca de 10 años, lo que ha traído como consecuencia el auge de religiones y tradiciones afrocubanas, y la proliferación de tiendas en las que venden gallos, chivos, palomas y otros animales para sacrificios rituales, así como objetos espirituales, esencias y amuletos. Incluso, se tiene la percepción general de que en los altos mandos del poder hay una clara aceptación de estas prácticas, que se ve apoyada por la posición antagónica que ha asumido el gobierno frente a la Iglesia católica.

Las autoridades consultadas sobre este particular manifestaron desconocer si existe un aumento de seguidores de las religiones afrocubanas, dicen no disponer de cifras relacionadas con la profanación de tumbas, e ignoran estadísticas sobre el comercio de huesos humanos.

 

No estaba muerto, estaba de parranda

Justo allí donde todo parece terminar, comienza un mundo de posibilidades casi infinitas para aquellos cuerpos que alguna vez fueron personas. A través de los siglos, con su consentimiento, o sin él, los cadáveres han servido de materia prima para toda clase de procedimientos médicos, espirituales y científicos: trasplantes, brujerías, estudios de anatomía, experimentos, cirugías correctivas postmortem, abono, embalsamamientos, disecciones y hasta rituales pemones donde se toman sus cenizas con plátano, han sido algunas de las ocupaciones más frecuentes de los cuerpos sin vida. Pero no las únicas.

La psicóloga y periodista estadounidense Mary Roach, autora del libro Fiambres: la fascinante vida de los cadáveres, relata que, una vez que alguien muere, la aventura apenas comienza. Y es que en este libro extraño, pero delicioso, se describe con humor negro las muchas posibilidades que ofrece la existencia como cadáver. O como lo pone la autora: «Por muy gris que haya sido su existencia en este valle de lágrimas, cualquiera puede redimirse postmortem, e incluso, con un poco de suerte, incorporarse a la grandiosa epopeya del conocimiento humano: un tipo de lo más normal que decide donar sus órganos puede convertirse, de repente, en un héroe».

Casi todas las partes de un cadáver son aprovechables para algo útil y, por supuesto, no en todos los países se les da el mismo uso. En Estados Unidos, donde la gente se dona voluntariamente y la obtención de cadáveres no implica infringir la ley, se utilizan los cuerpos sin vida en los más variados oficios.

En la escuela de medicina, por ejemplo, los estudiantes de cirugía plástica pueden practicar, con una sola cabeza, unas 10 operaciones diferentes, desde rinoplastias hasta la implantación de prótesis de barbilla.

Y no sólo en la ciencia, también en la industria automotriz los cadáveres son colaboradores muy apreciados. Como modelos de choque o crash test dummies, la utilización de cuerpos sin vida de todos los tamaños ayuda a establecer cuál es la velocidad, la presión y la fuerza del impacto bajo la cual se afectan los diferentes órganos del cuerpo humano para así desarrollar bolsas de aire y cinturones de seguridad que realmente nos protejan dependiendo de nuestro peso y tamaño.

Los cadáveres también pueden ser arrojados desde cierta altura para comprobar el efecto de los golpes en el cuerpo humano; o usados por secciones y aprovechar las piernas, por ejemplo; para investigar qué tipo de calzado es el más conveniente para desactivar las minas antipersonales o quiebrapatas (hasta ahora, y aunque usted no lo crea, van ganando las sandalias), o puede estar tranquilos, reposando, junto con otras decenas de colegas, tomando sol (y lluvia y aire), para estudiar los tiempos de descomposición según el peso, el clima, el sexo y el tipo de ropa que lleva el cadáver. Es extraño cómo la vida de un muerto puede llegar a ser bastante más divertida e interesante que la de muchos vivos que conocemos.

 

Voy a perder la cabeza

 

«Me fui con una amiga al Cementerio General del Sur, porque eso fue lo que nos sugirieron en la misma universidad. Buscamos a un enterrador y ese nos mandó donde otro y ese donde otro más. El último nos llevó hasta La Peste. Allí, nos hizo asomar en la fosa común con montones de cadáveres apenas cubiertos con un poco de cal y nos dijo: “Escojan el que quieran”. Como era para odontología, nada más necesitábamos las cabezas. Elegimos a los tres que pensamos que podían tener mejor dentadura y él, con la pala, los fue descabezando uno a uno y nos dio las cabezas en una bolsa negra de basura.» Elizabeth Luján aspira un cigarrillo en su joyería de Plaza Las Américas con un latte en la mano, mientras se evalúa las uñas postizas y recuerda que hubo una cuarta cabeza separada de su cuerpo, pero que el palazo del enterrador (y desenterrador) fue tan fuerte que le cortó el maxilar y así no les servía.

La hija de Elizabeth estudió Odontología en la Universidad Central de Venezuela hace cinco años y, como ella, 45 estudiantes en cuatro cursos, es decir, un total de 180 estudiantes por semestre, tienen como tarea obligatoria conseguir un cráneo para sus prácticas. Existen los cráneos acrílicos especialmente diseñados para estudiar pero no los traen a Venezuela y cuestan millones. Hay que viajar a Miami y comprarlos directamente. Entonces la solución es agenciarse un cráneo humano como se pueda. Algunos corren con suerte y heredan cráneos de otros que ya pasaron de año, pero a la gran mayoría le toca, forzosamente, buscar su propio cráneo. Por lo general, las encargadas de esta tarea son las mamás. Y para entender la magnitud del asunto, basta con imaginar que cada semestre a 180 mamás les corresponde, antes de montar el almuerzo o llevar al hermanito a la guardería, irse al cementerio a comerciar con profanadores de tumbas y cráneos humanos para que su hijito aprenda a hacer tratamiento de conductos. Al fin y al cabo, es obligatorio porque si no lo llevan, rodarán cabezas.

Luego de que ella y su amiga metieran en la maleta del carro sus tres cráneos, uno de ellos bastante fresco, con ojos, piel y cabello y con un hedor insoportable, según su descripción, se los llevaron a casa y los sancocharon por cuatro horas, de acuerdo a las instrucciones recibidas en la Facultad. «Luego botamos la olla», aclara por si acaso. Después, pusieron las cabezas a secar al sol, para a continuación llevárselas a un empleado del Departamento de Patología del Hospital Universitario que les cobró 50 Bs.F., de hace cinco años, por cepillarles los restos de piel, quitarle el residuo de cabello y los restantes de nervios, ligamentos, tendones y músculo. También les trepanó el cráneo y les soltó los maxilares porque así lo exigen en la Facultad y, como en el proceso se le cayeron algunos dientes, tuvo el cuidado de devolvérselos en una bolsita aparte. En este caso, es vital conservar la dentadura en buen estado y poder ver la mordida del que ahora es cadáver.

El cráneo que le tocó a Paula, la hija de Elizabeth, ahora se llama Esteban de Jesús. A Esteban le mandaron a hacer unas misas junto a sus otros dos compañeros de cocción. Paula ya se graduó y ahora la cabeza de Esteban deambula en la lonchera de su hermana, que también decidió estudiar Odontología. Según Elizabeth, ese es el mejor destino que le ha podido tocar a Esteban ya que, en vez de sufrir el hacinamiento de La Peste y que lo olvidaran para siempre, ha sido un cráneo de mucha utilidad. De hecho, piensa ella, quizás Esteban esté sirviendo más después de muerto que cuando estaba vivo y además, ahora tiene quien lo quiera, lo limpie, lo cuide y tiene más accesorios que la Barbie: dentadura perfecta con baño de flúor, arterias de plastilina, sistema nervioso, músculos de foamy y hasta una carrera universitaria.

 

Hasta que el cuerpo aguante

Un cadáver se parece poco a una persona. Ciertamente, tiene la misma forma, la misma estructura y si uno se empeña en inventariar, tiene ojos, nariz y garganta, pero la falta de pulso y de torrente sanguíneo es determinante para que deje de parecer gente.

En la Escuela de Medicina José María Vargas, perteneciente a la Facultad de Medicina de la Universidad Central de Venezuela, se estudian alrededor de 14 cadáveres simultáneamente en la cátedra de Anatomía Normal. Y es que no hay que ser muy inteligente para darse cuenta de que es mucho más recomendable para un paciente, no importa la especialidad, que quienes van a ser sus médicos estudien y practiquen primero en cuerpos sin vida que en un quirófano, en la mitad de una operación.

Para que un cadáver califique como material de estudio y así poder ayudar a los estudiantes de medicina a convertirse en médicos, tiene que cumplir con ciertos requisitos. Primero, debe donarse en vida mediante una autorización notariada de manera que, cuando fallezca, ya exista un documento legal que avale la donación de su cuerpo para ser estudiado en la Escuela de Medicina. También puede ser un cadáver donado por familiares (siempre con autorización notariada) o un indigente fallecido en el Hospital Vargas que no haya sido reclamado por ningún pariente.

Luego, todos los cuerpos pasan por una inspección minuciosa por parte del señor Carlos Parada, auxiliar de práctica de anatomía y preparador de cadáveres de la Escuela Vargas por más de ocho años. Él descarta enfermedades infectocontagiosas como VIH, tuberculosis o hepatitis y también garantiza que el cadáver no tenga aún la mancha verde en el abdomen, señal de que ha comenzado a descomponerse. A partir de ese momento, pasa por un proceso de conservación y embalsamamiento para que un mismo cuerpo pueda ser estudiado hasta por dos y tres años consecutivos.

Lamentablemente, los estudiantes no tienen tantos cuerpos como necesitarían para estudiar por lo que, usualmente, el mismo cadáver se divide en dos (a través de una línea imaginaria), y entonces un curso de 25 a 30 estudiantes estudia del lado derecho y otro, del lado izquierdo. O, como lo dijera el señor Parada, «tenemos pocos y hay que rendirlos».

Una vez que el cuerpo es aprobado por el señor Parada (o Míster Stop como lo llaman los estudiantes) comienza el proceso de conservación: «Lo primero que hace uno es lavarlo bien lavadito. Luego le abre la carótida y por allí irriga el formol y lo deja por un par de días. Si no le llega el líquido a las piernas, toca irrigarlo inyectándolo a mano. Y claro, como está mucho rato boca arriba, también hay que inyectarle los glúteos, voltearlo, para que agarre mejor forma. El cuerpo debe verse bien bonito, bien coqueto». Este hombre habla con orgullo. Aunque la verdad, bonito y coqueto no parecen ser palabras adjudicables al cuerpo marrón grisáceo sobre el cual el señor Parada explica.

Apergaminado, casi brillante y quietísimo, resultan adjetivos más lógicos. El cadáver es (¿o era?) un hombre moreno y debe haber sido alto, a juzgar por los pies que sobresalen de la bandeja de metal. Indigente de la Misión Negra Hipólita, dice Parada. Hay una notoria diferencia de colores entre una pierna y otra, porque en una se irrigó mejor el formol. Tiene las uñas de los pies largas y un hueco enorme a un lado del cuello, en la carótida, del que sale un nudito hecho con pabilo. Allí iba sostenida la sonda que lo irrigaba. El pene lo tiene recogido hacia atrás o al menos eso parece. El olor a químicos está muy presente. Químicos y desinfectante y ni una gota de sangre. Impresiona la limpieza absoluta y que no huela mal a pesar de que en la sala contigua, en el salón de los estudiantes, haya 14 cadáveres, y en ésta, dos en preparación. A un lado del fregadero está el cráneo. «Después de irrigarlo y reposarse, le abro la bóveda craneal, separo parietales, temporales, aparece la meninge, y quitamos el cerebro», dice Parada «entre una cosa y otra el proceso puede tomar unas dos semanas. A veces esto se me pone full con tres, cuatro cadáveres para preparar al mismo tiempo.» Parada se pone conversador y comenta: «Mi trabajo anterior era maluquísimo. Trabajaba en la fábrica de casimires que le confecciona a trajes Montecristo. Y de tanto cortar yo estaba dejando los ojos». Ciertamente, el tema tiene tela.

En el salón contiguo, llama la atención un bulto debajo de una tela de yute. Por la silueta parece un torso, un cuerpo incompleto. Al lado, hay una caja de un televisor Panasonic, llena de huesos. «A ese lo estoy desmembrando. Luego, hace falta hervirlo para quitarle la materia blanda. Ya ese tenía mucho tiempo pero aquí nada se desperdicia. Estoy haciéndole una Osteoteca a los muchachos para que puedan estudiarse los huesitos.» Es el mismo principio que una biblioteca. Los estudiantes sacan, por ejemplo, un peroné, se lo llevan a su casa y lo tienen que devolver el viernes. Parada sonríe tímidamente cuando cuenta que los muchachos les ponen nombres a los cadáveres porque les agarran cariño. Uno se llama Rex, como el tiranosaurio, porque tiene los brazos corticos.

«Tu trabajo puede ser malo y desagradable, pero mientras tengas ética, puedes convertir todo en algo bello.» Carlos Parada es, definitivamente, un filósofo.

Quítate tú

«No es necesario llegar al cielo con el cuerpo completo. Allá arriba no es útil.» El doctor Mauro Carretta, subdirector del programa metropolitano de trasplantes, es categórico. Mucho se ha hablado de dar vida después de la vida, pero pocos venezolanos asumen ese compromiso. Carretta sabe de lo que habla. Ha sido pionero en este campo junto con el doctor Pedro Rivas, actual director de la ONTV, la Organización Nacional de Trasplantes de Venezuela.

Actualmente, en el país se están practicando trasplantes de córneas, hígado, riñón, piel y médula ósea. Anteriormente existía un muy buen programa de trasplantes de corazón, pero se acabó por múltiples factores. Una persona puede decidir donar sus órganos conscientemente e informar a sus parientes más cercanos para que cumplan su voluntad después de muertos, o también donar los de un familiar al que se le haya diagnosticado muerte cerebral. Sobre esto, el doctor explica: «Muerte hay una sola. Una persona con muerte cerebral ya no puede volver a vivir. Su corazón sigue latiendo pero sólo porque está asistido. Recibe oxígeno, se le administra líquido y vive artificialmente pero no tendrá ningún tipo de respuesta neurológica.» Lamentablemente, en Venezuela existe poca cultura de donación de órganos y lo que pudiera ser una esperanza de vida para millones de personas, se encuentra tres metros bajo tierra. A veces la ignorancia asusta.

Carretta es una especie de gurú. Responde con paciencia de convencido. Explica que incluso después de la donación de órganos, se puede llevar a cabo el velorio como normalmente se acostumbra, lo que pareciera ser uno de los mayores impedimentos con el que se ha tropezado el programa metropolitano de trasplantes. Y es que en este país, el «quedó igualito» es toda una institución.

Cada cierto tiempo, repite lo que ha convertido en una especie de mantra: «800 DONAR, 800 DONAR, póngalo ahí para que la gente llame y pregunte».

Aunque en Venezuela existe poca conciencia de la donación, este procedimiento comenzó en 1992, y actualmente es en la Policlínica Metropolitana donde se practica casi en su totalidad. En cada operación están comprometidos unos 12 o 15 profesionales médicos dedicados exclusivamente al procedimiento y, a pesar de ser en una clínica, no es sólo un servicio privado. El programa trabaja en combinación con el Hospital Vargas desde donde son trasladados los pacientes y todos los exámenes previos son cubiertos por el programa.

Para poder acceder a un órgano, el paciente debe registrarse en una lista única de espera, y ser sometido a una serie de evaluaciones por el equipo del programa de trasplantes. Esta lista está sistematizada por la gravedad del enfermo, así como por el grado de compatibilidad. El asunto se complica porque luego de ser declarada oficialmente la muerte, se tienen sólo minutos para extraer el órgano porque sino comienza a descomponerse, salvo en el caso de las córneas, que pueden ser aprovechadas hasta por espacio de seis horas luego del fallecimiento. Lamentablemente, todavía hay enormes zanjas en nuestra cultura, y mucha gente plantea un conflicto religioso con el hecho de dar vida después de que la suya termine. Complicado eso de tener qué decidir entre los gusanos y las personas cuando de pronto aquella expresión de «qué riñones» cobra toda una nueva perspectiva.