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El cuaderno de Blas Coll: El Paraíso perdido en las fronteras de la lengua

Un lenguaje vivo es la más elevada aventura
de que es capaz el cerebro humano.

George Steiner

En su prefacio al libro de Maurice Olender Las lenguas del Paraíso, Jean-Pierre Vernant se hace una serie de preguntas que, con toda certeza, no sólo conciernen al texto de Olender, sino que lo trascienden y van a dar a uno de los problemas fundamentales de la humanidad: el origen de la lengua.

“¿Dónde estaba el Paraíso? ¿En qué región bendita del mundo puso Dios el Edén? ¿Qué lengua hablaban Adán y Eva cuando vivían en él? En la aurora humana, ¿la primera pareja se expresaba en hebreo, como lo supone con toda naturalidad san Agustín, o hay que conjeturar, con Leibniz, sobre un idioma más primitivo aún, el de un continente escita de que se habrían diseminado como enjambres las diferentes lenguas de los pueblos llamados indoeuropeos y que constituiría, en opinión de los doctos, la forma original de locución propia de la humanidad? Lengua del Paraíso, entonces, estado primigenio del lenguaje, punto de anclaje en que el habla humana se arraiga en la Palabra en estado puro, la de Dios y también la del mundo, de la naturaleza que Dios creó en todas sus partes, sacándolas de la nada gracias a la fuerza de su Verbo.”

En comparación con la localización geográfica del Paraíso Terrenal, preguntarse por la lengua que en él se hablaba puede parecer un acto ocioso. Pues, ¿qué importancia es capaz de tener la lengua que hablaran Adán y Eva en el Edén, cuando lo que se desea es encontrar al Jardín en sí mismo, ya sea en el Extremo Oriente –como se creyó en la Edad Media– o en el Nuevo Mundo, pleno de regiones ignotas? Sin embargo, sería ingenuo ceder ante un punto de vista tan unidimensional. Como se trasluce en las palabras de Vernant, esa lengua, todavía húmeda del primer amanecer de la Tierra, se vestiría con los signos de la pureza, poseería una inmediata vecindad con Dios.  Su búsqueda no sería inútil entonces, pues sólo ella, por sus propios atributos, haría posible el Edén; su cualidad virginal eliminaría la grieta dolorosa entre la palabra y el objeto, borraría esa suerte de condena –de caída, más bien– que hace del lenguaje el doble perverso, la sombra de quien lo pronuncia.  Así, esta palabra en estado puro no sería apenas un camino hacia el Paraíso, o una de sus características, sino más bien se revelaría como el Paraíso mismo.

De los muchos hombres que agotaron los caminos de la imaginación y de la Tierra –dos formas de un mismo deseo–  buscando esta región prometida, aquel lugar tembloroso de origen, el tipógrafo del pueblo costero Puerto Malo, llamado Blas Coll por aquellos que lo conocieron, nos regala una de las más excepcionales empresas edénicas llevadas a cabo.

Este singular tipógrafo, habitante de un pueblo mínimo, fatigó sus años poniendo en práctica una reforma de la lengua castellana que la haría más concisa, desplazando las ingentes cantidades de significados que contiene  el idioma a un sistema lingüístico básicamente bisílabo, que otorgaría de esta manera a cada vocablo la riqueza deslumbrante de un relámpago. Consideraba Blas Coll que la facilidad de la lengua para la perífrasis, así como para la construcción de expresiones oblicuas, formaba parte de un castigo.

Conocemos sus curiosas reflexiones gracias a la prolongada labor de Eugenio Montejo, quien dedicó sus insomnios a llevar a cabo una paciente y fiel transcripción de las notas de este lingüista incógnito. Es por ello que hoy podemos leer lo siguiente en el así llamado Cuaderno de Blas Coll:

“Nuestra lengua, como todas las de origen románico, ha consolidado su estructura durante el ascenso del cristianismo; ha sido creada no sólo sobre las ruinas de la cultura greco-latina, de la que se aprovecha, sino que su movimiento parece establecerse para impedir en ella todo cuanto hizo posible el idioma de Ovidio, de Catulo, de Horacio. No es, por tanto, una lengua de goce, sino de penitencia: le falta concisión porque al hablante, al ‘pecador’, se le castiga con ella; carece de declinaciones porque desdeña el politeísmo…”

Un lenguaje concebido para la penitencia demanda un trabajo de absolución. Pero, ¿cómo llevar a cabo este proceso?, ¿cómo salvar al hombre del laberinto verbal al que se le ha condenado? Pues derrumbando sus paredes, pasajes secretos, callejones sin salida, giros y cruces en falso, y utilizando esos mismos materiales en bruto, producto de la demolición, para construir un camino recto, directo, que permita al hombre acceder a su realidad inmediata a través de la palabra, en vez de hacerlo a pesar de ella.

“Estoy hablando ante el mar, tan vasto y dilatado, y reparo en que lo nombro con una sola sílaba. Pasa, perdida, una mariposa, tan efímera que a poco de pasar no se sabe si vive, y necesito en cambio cuatro sílabas para mentar su brevedad.”

Ajustar la lengua a la naturaleza, a la ronca inocencia de la materia, incluso cuando esto implica otorgar al entorno la potestad de modificar el lenguaje, de dictarle nuevas coordenadas. Así acontece con la primera vocal que Blas Coll concibió, la O:

“…muchos soles soporté oyendo el viento entre las piedras, el chasquido del agua en los acantilados. […]. Fue en el crujido de una palma desolada donde por primera vez la advertí. Me hizo el efecto de la cuerda de un violín sumergido que se rompe. La anoté al instante con gran contento de mi hallazgo y la repetí durante varios años hasta hacerla mía del todo…”

Sin embargo, este ajuste no se refiere solamente a nuevos sonidos cuya necesidad se impone, sino también al cambio de percepción que el hablante experimenta, ya que su mundo va modificándose al ritmo de su lengua. George Steiner señala en su ensayo El lenguaje animal que para el hombre el pasado sólo puede ser conservado, fijado, a través del idioma. Éste es el depositario de sus recuerdos, y por ello mismo, el que dicta su noción del tiempo:

“Nuestro sentido del pasado, no como reflejo condicionado e innato sino como selección modulada de recuerdos, es también radicalmente lingüístico. La historia, en su sentido humano, es una red de lenguaje arrojada hacia atrás.”

Blas Coll no ignora este hecho, como revela el siguiente fragmento:

“La estructura lineal presente-pasado-futuro a que cada discurso se halla forzosamente constreñido, es una pervivencia de la mente arcaica que traba el verdadero conocimiento de la realidad. De allí se origina el falso espejismo de la fragmentación espacio-temporal que gobierna, como las leyes de la perspectiva en la pintura, la forma de todo discurso. Es hora de mentar lo pasado en lo futuro, tal como la vida a diario nos lo impone y como ya tratan de hacerlo ciertos aventajados novelistas.”

Este afán por unificar la grieta que divide al espacio del tiempo –algo que por cierto ya hacía Einstein en la época en que Blas Coll arribó a Puerto Malo– no es sino uno de los múltiples aspectos del proyecto lingüístico de nuestro tipógrafo, que persigue una coincidentia oppositorum, una reunión de los contrarios, esa especie de estado de gracia.

Pero esta lenta tarea de purificación no intenta producir una lengua más efectiva –no posee un fin utilitario, sino edénico: Blas Coll busca el Paraíso perdido en las regiones del verbo.

“Deja que en tu voz se dibuje la luz del paraíso”, nos dice. Y es que sólo en la voz es que puede manifestarse dicha luz. Blas Coll sabe bien que la lengua es el único recurso del que dispone el individuo para fijar el reflejo precario de su identidad, para intentar la unidad del cúmulo de miedos, deseos e imágenes que lo conforman. Ya Steiner, en el texto mencionado, nos ofrece sus palabras para iluminar este aspecto del lenguaje:

“El habla constituye el movimiento de sístole y diástole del ser; ofrece pruebas externas e internas. Establezco y conservo la experiencia del ser mediante una corriente de habla interiorizada. […]. De modo que reconocemos la existencia del otro y nuestra propia existencia mediante un intercambio lingüístico. Todo diálogo es un reconocimiento mutuo y una redefinición estratégica del ser.”

Y si el hombre establece los bordes de su ser a través de la palabra, de ello se sigue que sólo por ésta se pueda alcanzar el Edén –mas ya no el Jardín concreto, sino lo que éste representa para el hombre: un estado de enraizamiento en el mundo, de comunión perpetua con el entorno y consigo mismo.

No debe extrañarnos que, ante la incomprensión que sus congéneres demostraron por su empresa, Blas Coll se identificara con la figura del alquimista: “Nada puede detenerme. Como los viejos alquimistas, perseguidos y solitarios, me he habituado a repetir: Lentamente y con gran industria, separando lo sutil de lo espeso.” La verdad profunda de esta analogía no podía pasar desapercibida al erudito tipógrafo, pues en muchos sentidos lo que realiza es una alquimia del lenguaje.

A pesar de partir de la lengua, el proyecto de Blas Coll para hallar el Paraíso encalla en una extraña afasia. Como lo refiere Montejo en su prólogo al Cuaderno, en los últimos años de su vida nuestro tipógrafo se sumergió en el mutismo. Pero es lícito ver en ello, más que una muestra de sufrimiento ante la falta de comprensión de la que era víctima, la manifestación de su búsqueda llevada a sus últimas consecuencias. Dicho mutismo, salpicado cada tantos días –o meses– por un fugaz rayo verbal, estaría en consonancia con sus pensamientos, como se hace evidente en el siguiente fragmento:

“Alguna vez saldremos del alfabeto para emplear algo más sencillo, más simple y casi obvio que nos ha acompañado desde hace mucho tiempo –es un modo de decir– y que no hemos descubierto todavía.”

Ese algo es el lenguaje que ha violado sus límites y ha entrado en la áspera averbalidad, intentando incorporarla a sí mismo. Es decir, Blas Coll en sus años postreros pretende ampliar los límites del lenguaje –y por consiguiente los límites del mundo– a cualquier precio, pues en aquella dirección lo conduce su búsqueda del Edén, del estado primigenio apenas pronunciable.

Desapareció sin dejar rastro este excepcional tipógrafo, lingüista, cultor del idioma, y nadie sabe qué fue de él. Tal vez se haya internado en las selvas del sur, como lo hicieron sus mayores en siglos pasados, viniendo de Europa en busca del Paraíso Terrenal en el Nuevo Mundo, pero esta vez participando de otra aventura, no aquella de la conquista, sino otra, mayor: la del lenguaje. Quizá conservó para sí, íntima, la intuición de aquella palabra definitiva, original. Quizá permaneció fiel a su convicción permanente: “Quien no pueda nombrar el paraíso con una sola sílaba puede estar seguro de que no lo merece.”

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Foto: Hey Play Girl