- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Guantes negros en Berlín, por Arturo Almandoz Marte

1. En unas vacaciones de mis años londinenses, cuando mi amigo David y yo visitamos Berlín en abril de 1995 – primera vez que ambos pisábamos la Alemania reunificada a comienzos de la década – la reinstaurada capital arrastraba mucho todavía de la división entre oeste y este con que la asociábamos las generaciones crecidas en la Guerra Fría. Apenas animados por algunos cafés y tiendas de tercera, los sombríos bloques de vivienda obrera, dilapidados y en parte desocupados, imponían su monolítica arquitectura estalinista en muchos sectores del antiguo Berlín oriental, desde Mitte hasta Prenzlauer Berg; cierta lobreguez asomaba en ellos de las Mietskasernen que alojaran al proletariado industrial desde el siglo XIX, escenarios de las contestatarias tramas de Brecht y Piscator en los años de Weimar, o de la recreación que después hiciera Bergman en El huevo de la serpiente.

 

Desde Tiergarten hasta Alexanderplatz, mucho dinamismo y renovación urbana se notaba en Unter den Linden y otros clásicos bulevares al este de la puerta de Brandeburgo, cuyos propileos y cuadriga,  eclipsados durante las décadas en que fueran parte del muro, parecían ahora vigorizados por la épica apertura del 9 de noviembre del 89 y los sucesos que la antecedieran y siguieran. Pero la animación y monumentalidad de esos hitos nuevamente céntricos eran incomparables con la opulencia del Berlín occidental, epitomada en las tiendas de Kurfürstendamm y los emblemáticos neones de Mercedes Benz y Porsche, entre otras marcas que apuntalaran la maquinaria del Segundo y el Tercer Reich, junto a la milagrosa recuperación de posguerra. Desde que las Trümmenfrauen berlinesas comenzaran a pasarse los escombros de mano en mano para limpiar la ruina dejada por la rendición de mayo del 45, al igual que lo hicieran muchas cadenas de mujeres y hombres en otras ciudades del país devastado y dividido, la prodigiosa recuperación de Berlín occidental recordaba, más allá del plan Marshall y las provisiones lanzadas por los aviones aliados en los años iniciales del bloqueo soviético, la tenacidad y disciplina germanas para salir de los conflictos.

 

Eran el orden y el sometimiento que habían permitido superar la humillación del tratado de Versalles y la ominosa deuda de la Gran Guerra, aunque terminara siendo al costo autoritario del nazismo, que supo aprovecharse de las pugnas entre socialdemócratas y comunistas en la turbulenta república de Weimar. Eran el industrialismo y la productividad redivivos que habían hecho que Alemania pasara a ser la mayor economía europea para los sesenta, así como motor, junto a Francia, de la joven Comunidad Económica para la década siguiente. Ya a la sazón el otrora país derrotado había devenido más grande y poderoso que el vencedor británico, quien tocaba tarde a la puerta de la CEE en formación, para recibir los vetos galos y el rechazo inicial de la confederación. De allí venía cierto resentimiento de los británicos de posguerra, abanderados por la señora Thatcher, cuando ya el Reino Unido había ingresado a la unión pero se mantuviera rezagado y escéptico; y a pesar de ser oponente acérrimo de la Dama de Hierro, algo de ese resabio conservaba David, mi amigo inglés, como pude confirmar en nuestra estadía berlinesa del 95.

 

 

2. Una de las memorables visitas que hicimos fue al castillo de Charlottenburg, cuyo conjunto rivaliza, en escala más sobria y modesta, con la monumentalidad barroca de Aranjuez o el rococó de Versalles, entre otras Residenzstädte europeas. Aunque la mayor parte del complejo es anterior, resaltó para mí el pabellón que en el XIX diseñara Schinkel en las afueras, en el mismo neoclásico robusto del teatro entre las catedrales Alemana y Francesa; esta última dedicada a los hugonotes venidos a afianzar el protestantismo después de que se aboliera el edicto de Nantes, al tiempo que el cosmopolitismo que también llegara con los judíos expulsados de Viena. Del gabinete de porcelana a la cámara japonesa,  mucho del buen gusto en la decoración palaciega es atribuido a Sophie Charlotte, la esposa del rey Friedich I, quien supo rodearse no sólo de artistas como Andreas Schlüter, autor de la estatua ecuestre del Gran Elector Friedrich Wilhelm que preside los jardines, sino también de pensadores como Leibniz, el creador de la fascinante monadología.

 

Desde que Friedrich II instaurara la dinastía en 1448, esos príncipes, reyes y electores Hohenzöllern fueron modelando la cabeza prusiana de la nación alemana, al calor de los conflictos europeos, mirando al embellecimiento palaciego y la expansión urbana y regional. Así como Federico Guillermo preparó a Berlín para devenir capital de Brandeburgo y Prusia en el siglo XVII, después de la guerra de los Treinta Años, Federico El Grande la contorneó como pequeña nación desde Potsdam, con frecuentes visitas de Voltaire, en la víspera de las invasiones napoleónicas. Éstas fueron detonador, en dialéctica lección de historia al estilo hegeliano, para que cuajara el temprano nacionalismo romántico, bajo la égida de los discursos de Fichte y las sinfonías de Beethoven.

 

Melómano consumado David y otrora estudiante de filosofía yo, de esas influencias  hablábamos al pasear por los salones y gobelinos, por los parterres y belvederes de Charlottenburg, escoltados siempre por un guardia de uniforme gris y guantes negros, cuya inquietante presencia no habíamos podido ignorar, especialmente en vista de los pocos visitantes de aquel miércoles o jueves. De haber estado solo yo, mi temperamento paranoide me habría hecho pensar que mi apariencia latina resultaba sospechosa; sobre todo después de pasar por una escrupulosa inspección del pasaporte venezolano en el anticuado aeropuerto de Tegel, cuya infraestructura y atmósfera, por cierto, se me antojaran soviéticos, a pesar de encontrarse en el sector que ocuparan los franceses. Pero la inconfundible apariencia anglosajona de David, de ojos azules y cabello rubio, me confirmaban que la escolta a cada visitante era habitual mecanismo de seguridad, tal como constatamos que ocurría con los otros turistas escasos.

 

 

3. Aunque la vigilancia fuera menos cercana y directa en vista del volumen mayor de visitantes, la escolta de los grupos fue repetida en el museo Pérgamo, en los alrededores de la plaza Marx-Engels, donde una celadora de austero moño y taller marrón, con guantes negros de nuevo, se mantuvo a prudente distancia de nosotros durante todo el recorrido. Viniendo de un estado que se precia de no ser policial – a pesar de haber incubado las utopías totalitarias de Orwell y Wells –  David comenzaba a sentirse molesto, protestando que ese monitoreo tan cercano no ocurría en ningún museo del Reino Unido, donde además los policías callejeros no están armados y los ciudadanos – o súbditos más bien – no tienen siquiera documento de identidad, aunque la Unión Europea cada vez se los requiere con más insistencia.

 

Pero su molestia fue ahogada ante el altar de Pérgamo, el mercado de Mileto, y sobre todo, la calle procesional de Babilonia que desemboca en la puerta de Ishtar, reconstruida mosaico a mosaico dentro del recinto museístico. Sabía yo de estos tesoros berlineses, principalmente debido a que por años usaba las ilustraciones y postales para mis clases de historia de la ciudad y el urbanismo; por no estar familiarizado con la arquitectura del Cercano y Medio Oriente, David no se esperaba tales maravillas, aunque sí conocía de los prodigios de la arqueología alemana durante el Segundo Reich, cuando también Schliemann excavaba en Troya y Micenas. En una época en que los imperialismos europeos se demostraban no sólo por la posesión de colonias y protectorados sino también por el expolio de sus patrimonios, mientras ingleses y franceses cargaban desde hacía mucho con botines para el museo Británico y el Louvre, los exploradores de la Alemania recién fundada en 1870 – después de la victoria prusiana en la guerra y bajo el comando de Bismarck – mandaban también los tesoros a su joven capital nacional. Del crepúsculo de ese expansionismo, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, data la llegada del busto de Nefertiti, santo grial del museo Egipcio, que a pesar de la apología que David hiciera del Británico, es la más grande colección fuera del territorio faraónico.

 

La vigilancia fue casi imperceptible en las galerías Nacional y Berlinesa, o al menos así nos pareció, maravillados como estábamos con los tesoros seculares del expresionismo y dadá, entre otras vanguardias que exorcizaron la derrota de la Gran Guerra y la crisis que llevara al Tercer Reich. De Oscar Kokoschka a Otto Dix, allí se despliega la paisajística e iconografía metropolitanas que había yo entrevisto en libros de arte, con frecuencia acompañando las lecturas de Georg Simmel y Oswal Spengler, quienes fueron los primeros reporteros intelectuales de la Grosstadt de entre siglos – y no Walter Benjamin, como ahora suele creerse.

 

Así como en los anticipos sociológicos de esos pensadores, en los rostros desencajados de los retratos y en el realismo acuciante de las escenas expresionistas cuaja la catástrofe de aquel orden germano que, inflamado por las óperas de Wagner y las sinfonías de Brahms, creció demasiado rápido desde su unificación hasta la Primera Guerra Mundial, mientras Berlín saltaba de 200 mil a 4 millones de habitantes. No exentos del maniqueísmo anti-urbano que ensombreciera al expresionismo cinematográfico de Murnau y Lang, con frecuencia asoman en los óleos y aguafuertes, en los pósters y grabados, los billetes de marcos alegóricos del mercantilismo novecentista o de la inflación indetenible en los años de  Weimar; están asimismo los edificios torcidos y los cabarets atestados, mientras la agresión callejera prefigura los episodios violentos, desde el asesinato de Rosa Luxemburgo y los comunistas de Espartaco, hasta la noche de los cristales rotos de 1938, que fue como el preludio urbano de la Solución Final.

 

 

4. Cuando volví a Berlín para un congreso de historia urbana en la Universidad Técnica, a finales del verano de 2000, la ciudad dejaba ya ver mucha menos diferencia entre oeste y este. Aunque Tegel me pareció todavía un aeropuerto impropio de la capital pujante, me asombró el volumen de turistas y nuevos edificios por doquier, desde el museo Judío de Daniel Libeskind, hasta las torres corporativas de Damler-Benz y Sony en Potsdammer Platz, llamadas a rescatar la relevancia de ésta como nodo urbano después de las décadas del muro. Aunque renovada también, Alexanderplatz mantenía mucho de la histórica vitalidad, que con toques comerciales y proletarios, la hiciera famosa en la joyceana novela de Alfred Döblin.

 

Era imposible conservar una vigilancia cercana sobre la multitud que se paseaba ahora por la cúpula transparente del Reichstag, diseñada por sir Norman Foster; aunque es una muestra de la Europa globalizada y unida que ha cicatrizado las fisuras de la posguerra, no deja de resultarme curioso que un inglés fuera elegido para coronar el edificio mandado a quemar por Hitler en 1933, para así, culpando a los comunistas, justificar el régimen totalitario que se iniciaba con su cancillería. Tampoco había mayor vigilancia en la más escasa concurrencia que noté al visitar los archivos de la Bauhaus, o lo que quedó de ellos, mejor dicho, después de que los nazis clausuraran la escuela en el mismo 33 fatídico.

 

Quizás por recordar ese clima distendido y europeísta de la capital alemana durante mi última estadía, algo me sorprendió ver tiempo después, en un reportaje de la BBC, que la visita que la reina Isabel hiciera a Berlín no estuvo exenta de protestas callejeras que recordaban los feroces bombardeos británicos de 1940, en retaliación por el Londonblitz. Al recibirla en la Ópera Alemana, en Bismarckstrasse, el entonces canciller Schroeder se esforzó porque el alboroto en la elegante calle de Charlottenburg no fuera advertido por la soberana, ni empañara la magnificencia de la gala; el reportaje añadía, como curiosidad, que a diferencia de su costumbre de vestirlos de blanco, la Reina eligió guantes negros de seda, anillados con brazaletes y sortijas.