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Los muchachos Karamazov, por Carolina Lozada

¿Por qué tengo que volver a contárselo? Ya se lo he contado más de una de vez. ¿Qué parte de la historia no entendió? ¿Usted es policía o periodista? Tiene cara de las dos cosas. Como ya le he dicho, yo no soy parte de una asonada guerrillera. Ese día sólo iba a quemar el santuario de José Gregorio Hernández, sólo eso, nada más.  Sí, José Gregorio Hernández, ese mismo que su madre debe tener en el altar de sus devociones. Lo de su madre no tiene connotaciones ofensivas, no me vuelva a agarrar del cuello, eso duele. Suélteme, tengo mis derechos, aunque usted se burle de ellos.

Todo tiene su porqué, el mío es personal, una vieja deuda con un científico olvidado. José Gregorio nunca fue santo de mi devoción; además, yo creo que está sobrestimado. En todo caso le tengo más cariño a Rafael Rangel. Claro que usted no sabe quién fue Rafael Rangel, la mayoría no lo sabe, le cuento que fue un científico más importante que el Hernández, pero este último era más popular, aquí todo se lo lleva el más popular. El hecho es que Hernández se hizo el santo y el Rangel cayó en desgracia, se volvió loco y se mató con cianuro. Mi ataque contra el santuario de Hernández no fue más que un acto de justicia poética. Suena bonito ¿no? Ah, ya lo veo en los titulares de prensa: “Terrorista se toma la justicia poética en sus manos”. ¿Sus transcriptores por qué siguen usando máquinas de escribir? Deberían modernizarse, pero me imagino que tienen el presupuesto recortado, suele pasar. Acá todo está recortado, hasta el humor. Está bien, voy a seguir con el cuento del santo, pero le advierto que me molesta el ruido del teclado, ya sé que quejarme no está contemplado dentro de mis derechos constitucionales, pero qué vaina con el tlac, tlac, tlac.

Yo crecí en el pueblo del Rafa y del Gollo; ya sé que ésos no son sus nombres, los llamo así por abuso de confianza. Crecí viendo las largas colas de visitantes en el santuario. Y en la casa del científico, nada: bolas de paja y una placa en la entrada con un nombre olvidado; es que la humanidad es tan desagradecida. ¿Que por qué le iba a echar candela al santuario? ¿Me va a seguir preguntando lo mismo? Con todo mi respeto, y espero que no se moleste: usted es monotemático. Ya le dije, lo mío es pura justicia poética. Nada más quería desquitarme del mito y por eso me fui con una garrafa de kerosene, ojo, que no gasolina. El kerosene se vende en todas partes, es altamente combustible y no hay que hacer cola para comprarlo. ¿Se ha fijado en las largas colas en las gasolineras? La cosa es como ridícula si uno vive en un país donde se hace un hueco y sale petróleo. Así dicen que descubrieron petróleo en Maracaibo, cuentan que fue el perro de un fulano que estaba cavando un hoyo con sus patas en el patio de la casa y le saltó el chorro negro en la cara. Después de esto vinieron los gringos y las torres petroleras y los reales, pero al perro ni una estatua. Es que este pueblo es mal agradecido.

Sí, es cierto, me desvié del tema, le estaba contando que esa madrugada me fui con el kerosene a la capilla y cuando empecé a echar los primeros chorritos llegaron la Lucinda y Ernestina; tremendo susto me pegaron esas viejas, las dos aparecieron como ánimas en pena. Fueron ellas las que me delataron con sus gritos histéricos, que hicieron despertar a todos los vecinos, y ahí, desgraciadamente, comenzó todo. Lo mío fue error de cálculo, debí dejar el incendio para las 11 de la noche y no para las 4 de la madrugada. Las viejas rezanderas son madrugonas como las gallinas. Al quedar descubiertas mis intenciones, todo el pueblo se me vino encima, llevé más palo que gata ladrona. Los fanáticos religiosos y los lugareños en general estuvieron a punto de lincharme. En ese embarazoso momento tuve conciencia de la importancia de José Gregorio Hernández en el pueblo, antes de esa situación no me había detenido a pensar que el pueblo entero vive del santo, así no crean en él. Fíjese, los niños venden escapularios, las madres distribuyen velas, flores, rosarios, estampitas. Los más crápulas estafan a la gente vendiéndoles dizque pertenencias del santo, como sombreros, pañuelos, batas de laboratorio autografiadas, qué sé yo. Con decirle que hasta hay consultorios particulares donde atienden iluminados que dicen sanar bajo la bata sagrada del venerable. Hasta hubo, alguna vez, un drogadicto que se disfrazaba del médico y se dedicaba a atracar las farmacias, robando ciertos medicamentos, que según el mito popular eran usados en los hospitales. Pero nada más lejos de la verdad, el drogadicto se bebía los jarabes, y en pleno trance decía ser el mismísimo José Gregorio Hernández.

Es que en ese pueblo, todos de algún modo somos José Gregorio Hernández; busque en las estadísticas nominales para que se cerciore. A toda madre con problemas de parto no se le ocurre una mejor idea que encomendarse al santo y prometerle que si su hijo nace vivo lo llamará José Gregorio, y que si es niña la rematarán con la infame combinación de Josefa Gregorina. ¿No es eso una maldad? El mal es mayor cuando uno tiene, por desgracia, el mismo apellido del susodicho, como es mi caso. Sí, mi nombre es José Gregorio Hernández.

Anote bien mi declaración, porque no quiero volver a contar el mismo cuento: Yo, José Gregorio Hernández, nacido en el mismo pueblo del venerable, decidí tomar la justicia poética en mis manos y quise quemar el santuario del médico. Lo hice por descontento frente a la indiferencia del pueblo ante la venta de la casa natal de Rafael Rangel a unos chinos, que montarán allí una quincallería, seguro. Eso es todo, no hay ninguna otra posición política en mis acciones. Anote que de morir linchado me salvaron los hermanos Karamazov, que ésa, aclaro, es mi única relación con ellos. ¿Que quiénes son los hermanos Karamazov? ¿Usted no ha leído a Dostoiesvky? Está bien, no importa, en realidad ellos tampoco se llaman así; yo les puse ese nombre sólo por burlarme.

Los hermanos Karamazov eran unos gemelos comunistas que vivían en el pueblo y que se la pasaban calle arriba y calle abajo con el Manifiesto de Karl Marx tratando de evangelizar a la gente con las manidas teorías comunistas. Espero que sepa quién es Carlitos Marx. Bueno, menos mal, ya empezaba a preocuparme. Los Karamazov eran como dos testigos de Jehová llevando la palabra de puerta en puerta, sólo que a ellos les dio por la política socio-económica y no por la religión, pero al fin de cuentas es la misma vaina. Ajá, está bien, trataré de no disgregar más la cosa. Los hermanos Karamazov vivían muy cerca de la capilla, y en términos políticos eran tan religiosos como Lucinda y Ernestina. Su fanatismo los despertaba como flores de madrugada, según se cuenta por ahí ellos se levantaban a las 4 a leer el Manifiesto, libro que se sabían de atrás para adelante y viceversa. Sí, verdaderos fanáticos, como los krishnas. Usted sabe que los krishnas se levantan muy temprano, se dan un baño de agua fría y listo, a fajarse a cantar mantras en lo que queda de la mañana. La religión y la política son dos primores, ya ve usted. Perdone, no quería ofender sus creencias religiosas, yo también soy católico. No, no lo estoy vacilando, no se moleste. Hablo en serio, no atentaba contra la religión, únicamente quería quemar el santuario del Gollo.

Alertados por el escándalo de las viejas, los hermanos Karamazov salieron de su claustro, y ya la gente se empezaba a amontonar a mi lado y yo sólo tenía, para defenderme, una garrafa de kerosene y una caja de fósforos que se  mojaron con la llovizna que caía. Encaramado y abrazado al busto del venerable esperaba mi suerte. Trataba de contener la furia colectiva, la horda de cristianos enardecidos, amenazándolos con encender el fósforo, mientras los Karamazov intercedían por mi vida. “El hombre es el lobo del hombre”, exclamaba uno, y el otro respondía con otro axioma. No le digo: igualitos a los evangélicos. La masa enfurecida se mantuvo al margen mientras supuso que lo que contenía la garrafa era gasolina, pero una vez que olieron el kerosene se abalanzaron sobre mí; sin embargo, a los gemelos comunistas les dio tiempo de bajarme del busto, ponerme una de sus chaquetas de jeans (hedionda y llena de parches de guerrilleros y héroes patrios) sobre la cabeza y meterme en su casa.

Me salvaron, sí, pero usted no me va a creer lo que vi, ni tiene porque hacerlo, pero la casa de los Karamazov era un museo soviético, con un kitsch cubano y un toque criollo muy personal. Lo sé porque me dio tiempo de detallarla, pared a pared, mientras mis salvadores hacían las negociaciones para mi entrega a la justicia. En principio creí que los Karamazov me ayudaban porque estaban locos y nada más, pero después entendí que los gemelos creyeron que mi situación podría ser beneficiosa para la promoción de su causa: liberar al mundo del capitalismo. Sí, uno no sabe en la que se mete hasta que se encuentra encerrado en la casa de unos locos, con una horda afuera, bajo la égida de dos viejas rezanderas, esperando por hacer arder tu carne en un infierno improvisado, hecho con trozos de madera de huacales de frutas de mercado, y unos inexpertos oficiales apostados alrededor de la casa, bajo el mando del policía de Valera. ¿Qué quiere saber cómo era la casa de los Karamazov? Un museo, definitivamente un museo ideológico. Las paredes estaban forradas de afiches con las figuras épicas de moda: hombres barbudos, armados; oradores con el dedo en alto; mujeres verde olivo, con el pecho oculto tras las charreteras, era toda una galería. Echándole un vistazo rápido a la biblioteca se podía comprobar la inexistencia de libros de imperios modernos, los únicos libros imperialistas pertenecían a la época romana y al stalinismo. Fíjese usted en las contradicciones, están contra el imperio pero aún así viven de los recuerdos de viejos imperios. En las mesitas de noche reposaban, como biblias sagradas, Las venas abiertas de América Latina y los poemas de Mario Benedetti. En un cuarto pequeño y oscuro guardaban una máquina para hacer propaganda con esténcil. ¡El esténcil ya no se usa! Estaba totalmente desfasado este par de dos. La mayoría de las propagandas lucían fechas caducas, como esa convocatoria condenada al fracaso: “Todos juntos contra el Imperio. Marcha Mundial Comunista. Marzo, 1979”, y la risible y paradójica “Camarada, alístate para la paz”, escrita sobre un fondo en el que se veía a un combatiente guerrillero armado con un fusil, que disparaba vistosos símbolos de paz.  También contaban dentro del inventario un gran número de latas de pintura en spray, pasamontañas, discos de acetato de la nueva canción latinoamericana, pistolas de juguete y videos, en formato betamax, de los discursos de los más famosos líderes comunistas del mundo; pero lo que más llamó mi atención fue una libreta metida dentro de una gaveta. Era pequeña y de espiral y guardaba una lista de nombres públicos. En esa lista aparecían el Papa (el anterior) y todos los presidentes que gobernaron este país a partir de la década de los 60 hasta el final del milenio pasado; a los que ya están muertos les pusieron una crucecita al lado. Es natural pensar que los Karamazov no estaban de acuerdo con ningún presidente y supuse que esa lista la crearon en su delirio de exterminar a los gobernantes que ellos consideraban responsables del fracaso del país, pero hubo algo que llamó poderosamente mi atención: unas iniciales remarcadas con lápiz de grafito, escritas con la punta muy roma, que hacía lucir la letra sucia. Las iniciales eran A. G., y a su lado tenían un asterisco con una nota explicativa entre paréntesis que decía: “por cantarle al Papa”. Sí, esa misma cara de asombro puse yo. El niño que le cantó al Papa estaba en la lista negra de los Karamazov.

En algún momento dejé de revisar los trastos de estos locos porque el hambre me estaba rumiando el estómago y era hora de buscar comida. Y lo que me encontré fue otro hallazgo, le juro que nunca había visto tantas latas de sardinas juntas en mi vida, ni siquiera en los supermercados. Estaban en todos lados, en la despensa, debajo de la cama, en el botiquín de primeros auxilios, detrás de los libros, dentro de la nevera, en el closet. Sardinas, muchas sardinas. También había sopas, bebidas instantáneas y otras comidas ideales para sobrevivir en un estado de sitio, o en una guerra. Al ver tanta comida acaparada sospeché que ese momento lo habían esperado toda la vida, la posibilidad de quedarse atrincherados, aislados. Ellos contra el mundo, una guerrilla casera, plenamente abastecida para una lucha de clases.

Muchas de estas sardinas eran tan viejas que superaban en años su fecha de vencimiento y fue muy difícil hallar una lata que estuviera en buen estado; sin embargo, en algún momento apareció una lata aún no caduca. Con un plato de sardinas y galletas saladas me senté frente al televisor, y al hacerlo me fijé que era un aparato tan viejo que sus imágenes se mostraban en blanco y negro, tampoco tenía control remoto. Maldije, ¿cómo se puede vivir en blanco y negro y sin control remoto? Así era todo ese lugar. Tuve que levantarme para comprobar, luego de darle vueltas a la perilla, que únicamente se podía ver la señal de un canal: el canal del Estado. Qué desgracia, ¿puede haber algo más aburrido que esto? Su programación es monótona y aburrida, como si se tratase de un canal evangélico, pero con temas políticos, y todos sus invitados parecen personajes salidos del museo de cera de los próceres de la independencia, de los guerrilleros montañosos; puro look año 68 es lo que se ve en esa pantalla. Mientras lo miraba pensaba si acaso el equipo de producción repartía las chaquetas de jeans y la barba marxista antes de entrar al lugar. No digo yo, eso es quedarse anclado en otro tiempo. Puro carcaman, compadre, puro carcaman. Disculpe lo de carcaman, es una expresión popular para referirse a lo viejo y caduco. Y también disculpe lo de compadre.

Sin más remedio dejé encendido el televisor y desde la pantalla veía y escuchaba al intendente nacional hablar todo el tiempo. Su discurso y el blanco y negro daban la impresión de lo repetido y  gastado. Al rato, escuché unos pasos, como de botas en marcha militar. Era uno de los gemelos que venía hacía mí y que se acercó con aire imperativo y me ordenó que empezara a acondicionar la habitación para establecer en ella un comando de operaciones. Me cagué de la risa. Veo que usted también se está riendo, le divierte me historia, ¿no? Los Karamazov se habían vestido con uniforme de camuflaje, me fue imposible contener la carcajada cuando uno de ellos se acercó a darme órdenes. “¿Cuál es la risa?”, me preguntó con tono severo. “Su traje… se ve muy ridículo, ¿dónde es la guerra?” “Camarada prisionero, usted no está aquí para burlarse sino para apoyar nuestra cruzada contra el capitalismo. De ahora en adelante será nuestro rehén, nuestro garante; luego pensaré en un castigo por burlarse de la autoridad, pero por ahora véngase que lo necesitamos. Ha llegado el momento”.

“Ha llegado el momento”, ¿no le suena eso evangélico? Es como decir que ha llegado la hora del Señor. Ni el golpe que me dio con un chopo viejo y abollado en una de sus partes laterales pudo acallar mis carcajadas. Le juro que hasta su tono de voz había cambiado, antes hablaba como el canario de las comiquitas, ese que dice me pareció haber visto un lindo gatito; ahora lo hacía como el mismo canario, pero intentado ser grave, me pareció haber visto un lindo gatito. Ah, señor secretario, se la puse difícil, a ver cómo transcribe los distintos tonos de voz. Yo pondría la voz grave en negritas. Ah, verdad que ustedes usan máquinas de escribir, ¿también usan esténcil? Era un chiste, perdone, estaba impelable. Camarada prisionero, disculpe que me ría, oficial-periodista, pero no puedo evitarlo. Camarada prisionero. Su secretario también se está riendo, fíjese. Hey, no me haga quedar mal delante de su jefe, ahorita se estaba riendo, se lo juro. Secretario, anote eso: risas, ja, ja, ja. Tlac, tlac, tlac; cansa esa tecleadera, ¿no? ¿Le ayudo? No, las bolas no, no me apriete las bolas. Está bien, yo sigo contando, pero basta de tortura.

A los Karamazov se les subió su acción heroica a la cabeza, ellos creyeron que había llegado la hora de su asunción al poder y para esto necesitaban todo el arsenal mediático para mostrar al mundo el inicio de la batalla por la liberación de los pueblos. Lo primero que exigieron para mi entrega fue la presencia de las cámaras de televisión y reporteros gráficos y la cobertura por parte de la radio popular. Por no dejar, la radio popular envió un reportero, y la prensa regional empleó a uno de sus fotógrafos para cubrir el inusitado acontecimiento, mientras que las cámaras de televisión brillaron por su ausencia. Los imaginativos Karamazov se habían repartido los rangos militares de la operación “Cruzada anti Rico MacPato” (que así llamaron a su guerra santa contra el capitalismo): uno era el Comandante en Jefe y el otro el suplente del Comandante en Jefe, en caso de que el primero falleciera en el cumplimiento de su misión. Los cargos se los repartieron de acuerdo a la tradición de la mayoría de edad, que en su caso se definía por segundos de distancia entre el nacimiento de uno y otro. Durante mi secuestro-salvación nunca supe distinguir quién era quién, así que a los dos les decía “mande mi Comandante”, con un tono cantinflesco que a duras penas podía ocultar la burla. Pero ellos se habían tomado tan en serio sus papeles que para seguirles el juego me puse, como condecoración militar, la chapa de la botella de malta que me tomé con las sardinas. La malta y el agua de panela eran las únicas bebidas permitidas en el Fuerte (que así empezó a llamarse la casa de los Karamazov: el Fuerte de Stalingrado), las gaseosas imperialistas lógicamente estaban prohibidas. Y yo con aquellas ganas de tomarme mi cola negra, qué desgracia. Al verme con la chapa incrustada en la camisa se pararon en frente, con porte militar, me saludaron con la mano puesta sobre la sien y me dijeron: “Bienvenido a la causa, camarada prisionero”, y me apretaron la chapa contra el pecho. Luego me dieron una cámara instantánea Polaroid y recibí la orden de tomarles una fotografía. Los dos se mantuvieron erguidos; uno metió la mano en el pecho, dentro de la chaqueta, y el otro se volvió a acomodar la mano sobre la sien, en saludo castrense. Les pedí que dijeran whisky y se negaron. Se los volví a pedir y sólo atinaron a decir papelón con limón.

Este cuento es largo, ¿aquí no se almuerza? Usted me va a disculpar, detective-periodista, pero tengo hambre, y cuento con hambre no dura. Espero que haya almuerzo después de mi confesión, he cantado más que un pajarito profesional. Sigo, las hordas cristianas y sin oficio continuaban afuera, también los policías; eso se volvió un circo, mi jefe. Disculpe que lo llame así, es por cariño, el síndrome de Estocolmo le llaman, tantas horas encerrados juntos, usted sabe. El policía de Valera intentó comunicarse con un altoparlante, pero las pilas se gastaron pronto (seguro eran chinas no alcalinas) y pasaron un rato sin lograr comunicarse. Después decidieron hacer una vaca para comprar las pilas. Los uniformados se quejaron porque tuvieron que poner dinero de sus bolsillos, porque la administración del cuerpo policial no tenía presupuesto para pilas nuevas. Una vez solventado el percance, el policía de Valera exigió que me entregaran a las autoridades, que de lo contrario los hermanos Karamazov también estarían cometiendo un crimen al amparar a un desadaptado social. En vista de que mi retención podía perjudicar a los camaradas, me ofrecí a entregarme y dejarlos libres de cualquier responsabilidad. Ojo, dije “camaradas” sólo para seguir el juego. En todo caso, mi culebra era con José Gregorio Hernández, no con los comunistas. Así se los hice saber, pero uno de los Comandantes me exigió que me callara y me informó que antes de hablar debía solicitar derecho de palabra. ¿Qué más puede hacer uno con par de locos sino seguirle el juego? Luego de que me dieron el permiso les volví sugerir lo mismo, y lo que recibí a cambio fue una arenga teórica sobre el abuso de poder y el histórico papel pasivo de los oprimidos. Después de la reprimenda me ordenaron hacer cien lagartijas por desacato a la autoridad. No les hice caso y me puse a ver televisión. Ajá, créamelo, el intendente seguía hablando.

El Comandante en Jefe preparaba un discurso-defensa para salir a establecer contacto con los policías. Entre los dos pensaban, escribían, corregían y se contradecían; sobre todo esto último. Parecían los tres chiflados menos uno. O, en todo caso, el tercer chiflado miraba la televisión. Lo que escribieron fueron consignas aprendidas de sus lecturas cotidianas, “unidos venceremos” y cosas así. Se tardaron mucho, tanto que las pilas del altoparlante se volvieron a gastar. Seguro volvieron a comprar pilas no alcalinas, es que los policías la hacen a la entrada y a la salida. Está bien, no me golpee, era un chiste malo, no me pude contener. A ambos les costó ponerse de acuerdo en la redacción del documento de liberación de los pueblos. A mí me obligaron a coser una bandera. Ya ve, tenían todo previsto menos la bandera, así que confiaron en mi imaginación y en los recursos de la casa. Lo que encontré fueron varios pañitos de cocina, viejos, sucios y, sobre todo, hediondos. Cosí uno con otro, haciendo un total de cuatro paños. Se los mostré y pusieron cara de duda, me pidieron que me retirara, y luego me volvieron a llamar. “La bandera necesita un detalle, prisionero-camarada, algo que nos represente como salvadores de la humanidad”. Les pedí permiso para hablar y les sugerí que pusiéramos la imagen de ellos en el centro del estandarte. A ambos les pareció muy buena idea, tan buena que después me condecorarían, me lo prometieron; pero primero había que cumplir con el deber patrio.

No les bastó la bandera, también me pusieron de carne de cañón cuando decidieron que era hora de salir. Yo debía avanzar primero, con el chopo, como un soldado al custodio de sus patrones militares. Detrás de mí iba el suplente Comandante en Jefe, con la bandera izada, y por último el Supremo, con el porte y el caminar lo suficientemente ridículos para tan alta envestidura. Los dos llevaban por charreteras unos cinturones anaranjados, de esos que usan los patrulleros escolares para detener el tránsito cuando los niños salen de la escuela. Sí, créame, los hermanos Karamazov eran tan pequeños que los cinturones escolares le quedaban al dedillo. Sobre las charreteras tenían puestas algunas chapas de malta que me obligaron a tomar. Con tanta ingesta de malta estaba que me hacía, usted entiende, y afuera todo el mundo, bajo el mando del Klan Lucinda-Ernestina, me insultaba y amenazaba con venírseme encima. Daba miedo, era cagante. Los oficiales apenas podían contener a la masa. Imagínese usted, yo estaba doblemente cagado. Y todo por culpa de un mito y por las locuras de los hermanos Karamazov.

Ya se lo he repetido tantas veces que la cosa se ha puesto fastidiosa: yo nunca estuve comprometido con ninguna causa militar-guerrillera-desestabilizadora. Yo sólo era un prisionero. Un prisionero-camarada.

“Satánico”, “pescuezo del mal”, “diablo de azufre”, “condón usado”, eran parte de los insultos que recibía; también me lanzaban agua bendita, y algunos niños me tiraban piedras con sus hondas. A los Karamazov le acomodaban burlas, carcajadas, apodos (“enanos siniestros”, “tacón de cotiza”, “anticristos patrioteros”). ¿No le digo que era un circo? Éramos como pigmeos disfrazados que salían al ruedo en el coliseo romano. Sin embargo, el semblante de los gemelos comunistas era épico. Era la hora patria para estos gladiadores del marxismo. Se creían Jesucristo y su alter ego apedreados por paganos ignorantes. Ellos no tienen la culpa, están libres de pecado, es el capitalismo el que les pudre el corazón, pero ha llegado la luz, nuestra luz. Lo pensaban, sé que lo pensaban, lo veía en sus rostros imperturbables. Era la hora, estaba escrito en el plan divino de sus vidas. Los Karamazov libertadores; así se lo decían sus charreteras, sus botas militares, su mentón alzado, las miles de pajas que se habían hecho pensando en este momento. Sí, dios. Sí, Carlitos. Sí, papá Lenin. Sí, sí, sí, vamos que llegamos. Uf, Carlitos, uf.

Ante la anarquía de las hordas, el Comandante en Jefe exigió a las autoridades que ordenaran hacer silencio para leer su discurso, de lo contrario no habría negociaciones. El policía de Valera casi pierde la voz dando gritos y órdenes a su gente. Las axilas le sudaban y el sudor se le pegaba a las mangas cortas y muy ajustadas al sobaco. Los pocos pelos los tenía muy despeinados, y a cada rato debía subirse la cremallera que no le funcionaba bien. Después de un rato y de cansonas negociaciones con las líderes del Klan, que se habían convertido en las representantes de la Inquisición en el pueblo, y que de haber podido tratarían de gestionar ante el Papado mi posible exorcismo, el Comandante pudo hablar. Yo debía custodiarlo con el chopo y su hermano se paró a su lado derecho, sosteniendo la bandera, ambos con las caras muy altivas, como si tuvieran conciencia de próceres, de que sus imágenes serían acuñadas en monedas, emblemas y bustos en su tan mentado futuro proletario. El discurso me lo sé porque me obligaron a memorizarlo. Lo ensayaron varias veces, con los respectivos gestos y cambios de tono. Era de verlos, lástima no tener una cámara en ese momento: el orador hablaba y miraba a la posteridad del espejo, el otro lo escuchaba como si se tratara de la palabra de dios. Cosas de loco, compadre, disculpe, señor detective-periodista. Disculpe lo de compadre, es que me emocioné, usted sabe, ese discurso.

¡Hermanos! Desde el inicio de la escritura del discurso hubo discusión entre las partes, el suplente quería comenzar con Hermanos camaradas latinoamericanos, pero el jefe le aclaraba que su movimiento debía ser universal y no limitarse solamente a Latinoamérica. En la discusión por el alcance de su empresa pasaron mucho rato, sudaron, se molestaron y casi se fueron a las manos para defender cada uno su posición, pero una piedra con una cruz de palma bendita amarrada irrumpió repentinamente dentro del cuarto de operaciones y los Karamazov entendieron que los ánimos estaban caldeados y había que darse prisa. ¡Hermanos!, el líder se miraba en el espejo y alzaba el puño en forma combatiente. Durante muchos años hemos sido esclavos. En realidad ellos nunca fueron esclavos, todo el pueblo estaba consciente de que eran unos vagos, que la familia los mantenía con tal de tenerlos alejados de sus negocios en la ciudad. Taras familiares, eso eran los Karamazov, suele pasar hasta en las mejores familias. Ha llegado la hora de liberarnos. En realidad había llegado la hora de que yo fuera al baño, pero ¿cómo hacía con un chopo en la mano, dos locos al lado, rodeado de unos policías resentidos, mal pagados y un pueblo sediento de mi carne? El capitalismo ha abusado de nuestra nobleza y nos ha sacrificado en aras de su ambición desmedida e inhumana.

Al principio la gente se burlaba del discurso leído por el Karamazov supremo, y como iba cayendo la noche hasta encendieron yesqueros, jugando a seguir el ritmo, como en los conciertos. También hacían la ola, especialmente cuando el supremo decía que el pueblo unido jamás sería vencido. Todo parecía una gran humorada y la gente así lo había asumido, hasta se fueron olvidando de mí. El ambiente se distendió y ya caída la noche se establecieron vendedores de comida ambulante y también de bebidas alcohólicas. La vigilancia policial se relajó y el policía de Valera se puso a jugar dominó con otros oficiales y algunos hombres que improvisaron mesas de juego y apuestas. Los Karamazov continuaban arengando a la población, mientras menguaban los deseos iniciales de venganza en mi contra. Algunos de los asistentes se aburrieron de los discursos; otros, por el contrario, se entusiasmaron tanto que aplaudían y vitoreaban cánticos que hablaban de la libertad de los pueblos. La madera que en principio estaba destinada a ser mi hoguera se convirtió en una fogata que alumbraba a los repentinos cantantes que irrumpieron, guitarra en mano, cantando canciones del hasta cuándo Silvio.

Ante el repentino cambio de planes iniciales (someterme a un rápido juicio popular e incendiarme vivo), Lucinda y Ernestina, ya sin el apoyo general, decidieron acudir a la iglesia para pedir la intermediación del cura, pero al regresar se encontraron con la sorpresa de la presencia de un recién nacido Ejército de Liberación Popular que estaba dispuesto a amarrarlos y quemarlos juntos después de escuchar sobre los excesos de la religión en el mundo desde las más épocas más antiguas. El acento gallego del sacerdote empeoró la situación cuando intentó invocar a la cordura y asumir una defensa para detener a la horda que se venía sobre ellos. “El cura, su santidad, tiene la lengua del primer imperio esclavizador de nuestros ancestros, ¡que nunca más salgan zetas de su boca!”, ordenó el Karamazov supremo, que a estas alturas ya tenía los ojos enrojecidos y la voz afónica de gritar consignas y dar órdenes. Los antiguos feligreses, ahora adscritos al Ejército de Liberación Popular, fueron los encargados de encerrar al cura y a las beatas más fanáticas.

Los altisonantes discursos de los Karamazov fueron caldo de cultivo para la locura que se disparó a partir de ese momento. Porque, déjeme decirle, a partir de su primera intervención, los hermanos decidieron no parar de hablar y arengar a la población en contra del mundo opresor. Hinchada de hervor anti-imperialista, una comisión de “Soldados de la Nueva Patria” se dirigió al pueblo a buscar a los explotadores que los tenían sumidos en la oscuridad de la desigualdad. Es decir, salieron a la caza del carnicero, del bodeguero, del prestamista, del dueño de la licorería y del viejo boticario, este  último se murió del susto al ver irrumpir en su casa a un grupo comandado por un policía y varios hombres con machetes, cuchillos de cocina y palos de escoba. Los leales soldados no regresaron con el boticario, sino con todo lo saqueado de la farmacia.

Insisto en que yo nada tuve que ver con la histeria colectiva que se desató a raíz de las vociferaciones de los hermanos comunistas. A mí, en todo caso, deben juzgarme por mi intento de incendio, no por instigar a las masas. Yo era un prisionero, un testigo de cómo un pueblo con pena y sin gloria se convirtió de la noche a la mañana en la égida de la libertad de los oprimidos, comandados por dos orates que tenían pretensiones militares. De mí se habían olvidado gracias a la locura colectiva, ahora podía ver las cosas como espectador, aunque usted insista en acusarme de cómplice, pero nada que ver. Yo ni siquiera pude prender el fósforo.

Una vez traídos los prisioneros, acusados de explotación del proletariado, los hermanos Karamazov se retiraron a deliberar sobre su suerte. Mientras tanto, llegaba más gente de los pueblos vecinos; algunos venían ya armados con cuchillos caseros, otros traían comida y enseres para ser ofrecidos a la causa libertadora; todos marchaban alumbrados por el fuego de su recién nacido fanatismo popular. Así fue como los hermanos Karamazov se convirtieron en los libertadores.

Los juicios sumarios y las ejecuciones quedaron para la madrugada, ellos lo decidieron tras una breve reunión. Satanizados y amarrados a un árbol murieron los considerados enemigos y explotadores del pueblo. Los condenados ni siquiera tuvieron derecho a un último deseo, tampoco se les dio la oportunidad de las últimas palabras. Le confieso que nunca quise a esas viejas Lucinda y Ernestina, pero tampoco estuve de acuerdo con que corrieran esa suerte. Y en todo caso, después de sufrir su persecución yo sería el menos interesado en su defensa, pero lo peor fue que sus antiguos compañeros de iglesia ni siquiera titubearon al ver cuando las colgaban de un árbol. Nadie salió en su defensa, lo único que se escuchaba eran gritos y proclamas de liberación. Olía a histeria, a fundamentalismo épico, a carne chamuscada; en ese momento entendí que se había armado la podrida y ya no había vuelta atrás. Debía huir.

Todo fue tan vertiginoso que cuesta detenerse a contarlo. El policía de Valera abdicó a sus funciones institucionales y se convirtió en el torturador de la causa. Sus primeras víctimas fueron algunos de sus propios subalternos que se negaron a seguir el juego de los Karamazov. Antes de que terminara la madrugada de ese día ya el pueblo montañoso estaba bajo el mando de dos orates, a quienes hasta entonces se les tenía como los vagos del pueblo, nada peligrosos, y que ahora estaban henchidos de poder. Era de verlos, parecían dos niños grandes y siniestros jugando a ser fuertes y temerarios. El Ejército de Liberación Popular se abasteció con el dinero y las joyas que saquearon de los fondos del prestamista, lo mismo sucedió con el resto de las posesiones de los ajusticiados. El saqueo serviría como abastecimiento para la guerra que se avecinaba y que se libraría desde las montañas.

Algunos, presos de la euforia, se embriagaron con las bebidas saqueadas a la licorería. Éste fue el primer acto de desacato a la autoridad, y por órdenes superiores los borrachines fueron puestos de espaldas a un muro, que en otros tiempos servía como baño público y para jugar a las escondidas. A los borrachines se les leyó unas idioteces sobre el decoro y la disciplina guerrillera, y sin que se pudieran mantener en pie por más tiempo, debido a la embriaguez que les tumbaba las piernas y les imposibilitaba escuchar las acusaciones en su contra, fueron ajusticiados por los propios Karamazov. Su borrachera e indisciplina era mal ejemplo para el resto, que no se repitan estos excesos, dijeron los Karamazov al unísono, después de la inauguración oficial del patíbulo.

¿Usted recuerda al barón Ashler, el de Mazinger Z? El tipo ese que era hermafrodita, con un rostro y una voz doble; bueno, así eran estos dos, sólo que su voz seguía sonando como la de Piolín, el canario, pero en negritas.

La cosa se puso siniestra, los Karamazov daban órdenes de saquear y matar en los poblados cercanos. Las mujeres, hasta entonces tan negadas a este par de enanos, de pronto peleaban entre sí para entregárseles. Antes de la toma los Karamazov eran conocidos como unos terribles circunspectos que eventualmente ayunaban para mantener el organismo libre de sustancias contaminantes; ahora se habían convertido en unos grandes bebedores, en hombres dados a la gula, al sexo y el desenfreno. La disciplina había quedado para otros.

¿Que yo qué hacía? Quedarme quieto y obedecer, pues estaba especialmente vigilado. El policía de Valera me tenía el ojo puesto y no tardó en ponerme en contra de los Karamazov. Yo sólo esperaba la hora de poder escapar. Y ese momento llegó cuando la tensión entre los hermanos estalló en peleas, contradicciones y un horroroso crimen que se veía venir desde el principio. Por recomendación del policía de Valera me relevaron y me quitaron la chapa, “por no estar comprometido con la causa”, alegaron; que más tarde verían qué harían conmigo Ya sé lo que hubiesen hecho conmigo de no haber escapado. Ya conocía su justicia divina.

Con el correr del tiempo y el aumento de la ambición de ambos por el protagonismo, los hermanos empezaron a pelear muy en serio por el control del poder. El suplente se sentía desplazado y le recriminaba a su gemelo, casi al borde del llanto, que era él quien lo había iniciado en el estudio del marxismo, que era él quien lo había puesto a leer la verdad y lo había sacado de ese vicio pornográfico en que se la pasaba. El otro negaba todo y le advertía que con sus discriminaciones estaba abusando de su lazo sanguíneo, que entendiera que la paciencia se agotaba y que su misión libertadora estaba por encima de cualquier circunstancia o afinidad, hasta la de los genes.

Sin consultar a su hermano, el supremo redactó un documento de independencia y lo firmó como el nuevo presidente del pueblo tomado. A su hermano menor sólo le dejó un espacio para firmar el acta como secretario sin voz ni voto. Cuando el suplente leyó el documento, exclamó conmovido: Brutus, he sentido el filo de la traición en mi espalda. Y sin decir más palabras se retiró de la tienda de campaña.

Esa misma noche, el supremo buscó entre los productos saqueados la solución para librarse de su hermano. El poder siempre necesita una dosis de veneno, que lo digan las noblezas europeas, que nunca falte el veneno en el armario de un rey. Al líder Karamazov no le tembló el pulso para poner la mortal pócima en la copa del hermano, en la bebida con la que brindarían por el nacimiento de una nueva república. Le puso gramonzón, el veneno oficial de estos pueblos. Olvídese de las finuras de Shakespeare para envenenar a sus personajes. Acá es veneno de verás, efecto inmediato, espuma por la boca, órganos que se revientan por dentro, sufrimiento público, cara descompuesta. Nada de eufemismos ni muerte de a poco. Pronto padeció el líder Karamazov el mal de toda nobleza: la ambición del poder absoluto. Había nacido el rey, y así se autoproclamó en medio de la borrachera, metido en la tienda de campaña con dos mujeres desnudas y el cuerpo muerto del hermano a sus pies.

Esa noche se desató una oscura locura. Lo que había ocurrido hasta entonces no era más que un divertimento previo, ahora se venía la verdadera carnicería. Lo anunciaba el crimen del hermano, lo asomaba la gran orgía que se armó alrededor de la fiesta de proclamación del rey naciente. Las mujeres corrían desnudas y gozosas mientras los hombres las perseguían. Otros lanzaban tiros al aire, mientras que grupitos armados planificaban futuros saqueos. Muchos hacían en público el sexo oral. Había juegos, apuestas, ruleta rusa, truco, vuelta ‘e mano. Era Sodoma y Gomorra en la montaña. Y en medio de ese delirio logré escapar hasta la garita policial más cercana. Corrí toda la noche con el corazón saliéndoseme por la boca, detrás de mí venía la muerte, lo sé. Si continuaba en ese lugar, al otro día sería yo el hombre muerto. Yo, el testigo presencial del asesinato político. Una muerte necesaria, una muerte patria, como me trató de convencer el rey cuando me pilló con la cara descompuesta frente al cuerpo telúrico de su hermano agonizante. ¿Por qué no me mató de una vez? Porque me usaría para acusarme del asesinato de su hermano, pero escapé, logré hacerlo gracias a la ebriedad colectiva que no dejaba a nadie en pie. Y aquí estoy, entreteniéndolos a ustedes, mientras en la montaña un rey fanático, loco, sangriento y asesino le proclama la guerra al mundo. Anote, secretario, haga una nota a pie de página sobre lo predecible de la historia. Tlac, tlac, tlac. Es la historia del poder y la locura; una historia siamesa, completamente previsible. Ya ninguno se ríe, ahora me miran con esas caras tan largas. Se acabó el cuento gracioso, se puso siniestra la cosa. Tlac, tlac, tlac, esa desgraciada máquina de escribir. Esa maldita historia vuelta a escribir.

Carolina Lozada

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Fotografía extraída de www.esacademic.com