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Erótica mix, por Pep Blay

Tengo tres mujeres para elegir. Jamás en la vida me había enfrentado a esa encrucijada, siempre han sido ellas las que me han cazado. Tal vez la razón se reduzca a una simple cuestión de ego, que me impide desear a nadie a quien no detecte el mínimo rastro de pasión por mí; o quizás el miedo al fracaso, que me restringe al tiro seguro para evitar la caída en picado de mi débil autoestima si llega el momento de encajar un “no”. Sea por lo que fuere, el caso es que ahora debo tomar una decisión para culminar mi búsqueda y captura de amor. ¿Amor he dicho? No, me equivoco, tengo verdadero pánico a esta palabra. ¿Habré querido decir amante? ¿O lo que espero encontrar es algo más que sexo? ¿Compañía, mejor? Aún no lo sé muy bien, sólo puedo afirmar que, desde que rompí con mi novia, y de eso ya hace más de un año, cada vez que pienso en relacionarme con una mujer me discuto conmigo mismo para encontrar la palabra adecuada que exprese lo que verdaderamente siento. Como si ya nada fuera natural. Como si lo más sencillo, que es dejarse llevar y disfrutar de lo que el cuerpo pide, fuese lo más complicado, casi un imposible. Como si seducir consistiera, también, en una lucha por evitar malentendidos.

A las tres las conocí por internet. Con todas ellas y otras más he tenido el placer de coquetear a distancia, algo que me sorprende de mí mismo porque ha implicado una dedicación de varias horas semanales a estar sentado frente a un ordenador. Yo mismo me he convencido de que valía la pena ahorrarme las copas de tantas noches inútiles esperando lo que nunca sucedía, regresando a casa sin perspectiva vertical, e invirtiendo mis días hábiles en recuperar mis condiciones físicas y mentales, estirado en un sofá. Así he construído mi espacio en la red, introduciéndome en una popular comunidad de navegantes cuyo vínculo es la afición a la música –artistas, mànagers, promotores, críticos, festivales, fans…– y que me ha permitido crear un álbum de cromos a medida, el de mis amigos. Bueno, a decir verdad, amigas.

Sin duda, “Erótica Mix” fue un acierto. Al principio los contactos no surgían con facilidad, más bien pocos y nada atractivos. Estuve a punto de abandonar el ciberespacio, rindiéndome a la evidencia de que a las mujeres interesantes no les hace falta engancharse a una pantalla para obtener frutos de sus encantos. Ahora puedo afirmar que hubo un antes y un después gracias a los cambios que efectué en mi página, las visitas se multiplicaron y, tras docenas de correos, me he permitido el lujo de seleccionar tres posibles objetivos, cuyo punto en común es, básicamente, uno: les gusto. Y a mí también me gustan ellas.

Mis candidatas tienen algo que las hace, a primera vista, muy atractivas. Victoria K pertenece al mundo del espectáculo, trabaja como productora y maneja las giras de algunas bandas de pop independiente, aunque debo confesar que lo que más me llama la atención es su aspecto. Hasta ahora no había recibido agasajos de una devorahombres, cosa que me da mucho morbo, y a juzgar por los atuendos que luce en las fotos, rockeros, ceñidos y con ese tatuaje en el escote –provocadores los dos– pondría la mano en el fuego de que se trata de una mujer pantera. En cambio, Lena Luna es pura sensibilidad, una cantautora novel de guitarra acústica y voz frágil cuyos autorretratos, sugerentes desnudos en blanco y negro, reflejan la belleza de su cuerpo y encajan con mi estética underground. Creo que seríamos complementarios. La tercera en discordia no tiene nada que ver con las otras dos: Irene es una jovencita estudiante con labios besucones y mirada fresca, inocentemente picarona, el prototipo de princesa bombón con el que soñé en la universidad y que jamás estuvo a mi alcance. Me da igual que su bagaje musical sea el más pobre: aún está por crecer, el reto es moldearla y… está tan ilusionada con conocerme! Es mi primera fan!

Esa es mi tríada de amigas favoritas. Que conste que ninguna de ellas se parece a mi exnovia, un factor que ha influído positivamente en su elección, puesto que no soportaría compararlas en cada momento, en cada detalle, para recordala continuamente. Es más, odiaría tener la sensación de que estoy cambiando una por otra. Aunque no sé muy bien por qué me planteo estas cuestiones, porque ¿no me había propuesto vivir solo? ¿No era esa la asignatura pendiente que esgrimí como uno de los grandes argumentos para separarme de Anita? ¿No estaba convencido de que si aprendía a estar conmigo mismo, iba a darme y podría dar la felicidad? ¿No es por eso que ahora estoy en un apartamento que no comparto con nadie, rodeado de todos mis discos, mis pósters y mis recuerdos de conciertos, escribiendo solo frente a la ventana? Entonces ¿por qué me embarga el deseo de experimentar una aventura apasionada con cada una de ellas?

Mejor no darle vueltas, supongo que todos somos incoherentes. He decidido que voy a elegir y, ante la duda de cuál, les enviaré el mismo mensaje a las tres. Según la respuesta que reciba, me decantaré por uno u otro objetivo. Esta es la pregunta que voy a plantearles:

–Si me vieras cara a cara ¿cómo reaccionarías?

***

–¿Sabes que la policía, en una redada de drogas, pilló a Mick Jagger sorbiéndole el coño a Marianne Faithfull, y cuando se giró tenía la boca llena de chocolate, y a la gruppie le colgaba una barra de Mars en la vagina? Joder con los Rolling Stones…

Esto fue lo que me contestó Ziggy cuando le anuncié mi ruptura con Anita. Se carcajeó él solo con su propia anécdota, como si hubiera considerado mis palabras nada reveladoras. Sentado frenta a la caja registradora de su tienda de discos, se relamió el bigote daliniano y pasó página al libro, una monografía sobre leyendas urbanas en el mundo del rock and roll. A pesar de que nuestra relación se centra en la compra y venta de cd’s, siempre he creído que ese hombre excéntrico es mi amigo de confianza. Nos separa la edad –él ya tiene más de cincuenta años, recién acaba de ser abuelo–, aunque su espíritu es tan salvaje como el de un chaval de veinte años. Siempre con su Harley aparcada al frente, su copita de coñac a un lado, rodeado permanentemente de una nube de humo –apestoso tabaco negro–, y sus sagrados discos, de fondo, dirigiendo el ritmo de sus pies. Se hace llamar Ziggy por el protagonista del que, según su experta opinión, ha sido el mejor álbum de la historia el rock: “Ziggy Stardust”, de David Bowie, uno de sus músicos de cabecera junto a Marvin Gaye y Elvis Presley. Que nadie se engañe por la antigüedad de los nombres: él no es uno de aquellos viejos rockeros que se quedaron anclados en Woodstock, en los estudios de la Motown o en un pub de la ruta 66. Al contrario, Ziggy tiene una sorprendente capacidad de estar al día y me mantiene siempre informado de todo aquello que se cuece. La música es su vida. Supongo que por eso, el día en que yo llegué a su tienda cargado de lágrimas secas bajo mis ojos, sólo se le ocurrió consolarme a su manera: recomendándome discos.

–Tú lo que necesitas ahora es escuchar algo nuevo, diferente –me aconsejó, con su voz rota de tantos gritos devorados por los watios–. Yo ya me olía que algo malo te pasaba, llevabas demasiados años sin escapar de los mismos nombres: Radiohead, Björk, Smashing Pumpkins. Jamás llegaste a entrar en el siglo XXI. Te enquilosaste con tu pareja, ¿te das cuenta?

No me había planteado mi relación con Anita desde un punto de vista musical. En ese sentido, quizás tenía razón, la mayor parte de mis álbumes editados más allá del 2000 pertenecían a artistas que ya habían triunfado en los noventa. Algo se había estancado en la banda sonora de mi vida, y coincidía justamente con mis años de noviazgo. Eso es algo que nunca me preocupó, es evidente que, desde que Anita se apareció en mi vida, la música pasó a ser algo secundario. Mis ratos libres los dedicaba, y con mucho gusto, a ella, algo que a Ziggy no le parecía nada sano.

–La exclusividad nunca ha sido buena para nadie –me advirtió–. Debes tocar más palos, un melómano jamás debe encerrarse en un género, en una década, en un país, o peor aún… en una mujer!

–A tí te es fácil decir eso, como no tienes novia… –le repliqué.

–Te equivocas: tengo muchas, ha-ha-ha –soltó con su peculiar carcajada afónica.

Cierto. Desde que lo conozco que no le he visto repetir con una sola amante. Ziggy, en su modelo de vida, ha invertido los papeles: el amor lo dedica a la música y las mujeres son su afición. A su manera, no le va nada mal, porque las chicas que le acompañan suelen ser más jóvenes que él, y francamente, preciosas. Así que, si alguien puede darme consejos en el campo del ligoteo, este es, sin duda, Ziggy. Y eso es lo que creyó más oportuno ofrecerme para elevarme el ánimo:

–Hazme caso, dedícate a probar nuevas sensaciones. Ahora que estás madurito es cuando más les gustas a las mujeres, ya lo verás. Ponte en el mercado, vuelve a follar!

–Es que estoy triste –le respondí, cabizbajo.

–No pierdas el tiempo lamentándote de lo que ya no tienes, disfruta ya mismo de lo que vas a encontrar.

Y me entregó unos discos de Arcade Fire, Interpol y Anthony & The Johnsons. No quiso cobrármelos. Realmente, debió verme muy mal…

–¿Por dónde empiezo, Ziggy?

–Por algo fácil –me sugirió, ahumando la bolsa de los compactos con su pestiletente cigarrillo–. Usa tu lógica y piensa: ¿por qué me trago tus rollos? Porque eres mi cliente y no puedo escapar de mi tienda, tú eres mi negocio. Así que busca una vendedora de ropa que le dé un aire nuevo a tu look, que ya huelen tus camisas, y ponla cachonda mientras te vas probando pantalones. No te va a dejar solo, ha-ha-ha…

***

Le hice caso. Tenía razón en que me convenía una renovación de vestuario, y tal vez sí que me ayudaría a sentir mejor. Yo mismo me animé a reivindicarme como alguien diferente por fuera para romper con los fantasmas que me rondaban por dentro, en mi frenética y a veces desquiciada memoria. Así, un sábado recorrí todas las tiendas de ropa del barrio bohemio de la ciudad en búsqueda de una estética para reinventarme, y por el mismo precio, unas vendedoras que me regalaran una sonrisa, un trato amable, cariñoso. Con eso me conformaba. Por eso compré unas camisetas con doble manga y unos pantalones estrechos que caían por debajo de mi cintura, algo que jamás había entrado en mi armario. Las dependientas del almacén, hiper-fashion, lucían un cuerpo de maniquí y una sonrisa de anuncio de dentífrico, pero mi gozo cayó en un pozo cuando me atendieron tan secas, tan parcas, como bustos vacíos, reacias a decir mucho más que “lo siento, la banda magnética está rayada”. Vaya, que no tuve éxito.

Hasta que conocí a Lola. Regentaba una tienda de moda neo-flamenca, con lunares estampados en camisas entalladas, chorreras atrevidas y pantalones ajustados para remarcar esa parte trasera de los hombres que tanto atrae a las mujeres, “cuando está bien puesta como la tuya”. Así me piropeó la morenaza, sin despeinarse. Era simpática y afectuosa. Ya al entrar, me había regalado una sonrisa encantadora contra la voluntad de su perro que, atado a la caja registradora, se puso a ladrar como una furia. Me asusté, lo reconozco, y Lola, para suavizar la tensión, me invitó a bailar por bulerías la música que emergía de los altavoces de su equipo: Ojos de Brujo. Un par de meneos de cintura, y entablamos amistad. ¿Por qué no iba a darle un toque gitano a mi look?

Estuve un rato probándome ropas. Hablamos de Camarón y de Diego el Cigala, de Israel Galván y del Farruquito, y cada vez que se acercaba para estirarme los puños o levantarme el cuello, el animal –un sin raza que respondía al nombre de Churri– volvía a ladrar como un marido celoso. Reímos. Me cargó de camisas nuevas que debía llevar, según su consejo, “con dos botones desabrochados para que el mundo disfrutase de mi alegría”, en referencia a la pelusa de mi pecho, y me despidió con dos besos en la mejilla, mis dos primeros después de separarme. Me sentí feliz. Mi autoestima había crecido, tanto que me atreví a invitarla a un café. Ella aceptó, se había creado una confianza especial entre nosotros. Y quizás demasiada. Porque esa noche nos fuimos a pasear los tres por el parque, y en lugar de desarrollar mi capacidad de seducción, me dediqué a confesarle la difícil situación personal que atravesaba tras haber dejado a mi novia. Largamente, le expuse una retahila de congestionadas razones para legitimar mi ruptura hasta que Churri, por fin, logró descargar sus excrementos. En ese momento, Lola dio por terminada la sesión gratis de psicóloga, y se despidió.

Algo parecido sucedió con Mari Pepa, la de los ojuelos encantadores, flequillo Uma Thurman en “Pulp Fiction” y las piernas largas que se desplegaban firmes y bien torneadas bajo la minifalda. Ella diseñaba objetos del hogar con glamur, como mesas forradas de leopardo, tazas de café aladas y patos de bañera con cabeza de rock star. A mí me vendió el de Robert Smith –que oscurecía en el agua–, un botiquín de los Rolling Stones –incluía viagra y un tubo de sangre original de Keith Richards anterior a las transfusiones– y un porta-cd en forma de pistola forrado con cabellos grungie arrancados al cadáver del mismo Kurt Cobain. El problema es que no disponía de suficiente dinero. Entonces, con un guiño, me insinuó:

–¿Dejarías un espacio en tu porta-cd para mis discos de Placebo?

–Sí… –respondí algo apaballudo, sonrojándome– Claro…

Y me lo regaló. Ese detalle se lo agradecí inmensamente, tanto que me sentí en la obligación de ser sincero con ella: le conté lo trascendente de su aportación en un momento clave de mi vida, que redecorar mi hogar iba a contribuir de manera decisiva en mi proceso de renovación personal, que sus objetos me reafirmarían frente al hombre del pasado, el que vivía en pareja. Creo que mi discurso rozó la pena y el victimismo. Mari Pepa se incómodo –ella ya había intuído mi reciente separación desde que supo que el pato The Cure no era para regalo– e intentó cambiar de tema. A mitad de mis tristezas, me propuso que le acompañara a ver a Lorena C en directo, una cantante más cañón que Alaska y Mónica Naranjo juntas, para que con ella olvidara todas mis desgracias. Pero yo no le hice caso, estaba obcecado en mis propias justificaciones para entender mi estado anímico de desamparo y, por supuesto, conmigo no asistió al concierto.

Afortunadamente, la historia con Regina fue otra. La pequeña y delgadita dependienta de la vieja papelería del barrio me vendió con dulzura un paquete de folios y un par de bolígrafos, lo único que me parecía verdaderamente imprescindible para iniciar mi nueva etapa. De fondo, escuchaba a todo trapo una tortura electrónica capaz de absorber el seso a cualquiera, y cuando le llamé la atención sobre la locura de los dj’s y su aprensión a los rayos del sol, encontró un filón para charlar como una radio. Creo que me tomó por carne de clubs de techno, en pocos minutos ya me había confesado que tanto trance y tanta rave en el campo le iban a destrozar, que ya estaba desquiciada de pastillas y que aún tenía rasguños de su último polvo en el bosque.

–Tengo que poner mi cabeza en su sitio –concluyó.

–A mi también me conviene –le comenté–, desde que me separé no soy el mismo.

Me agarró de la mano, su tacto terso, y me acercó a una vitrina con álbumes de fotos.

–Pilla uno. Esa es la mejor terapia para tu separación.

Regina me confesó que para curar llagas con su exnovio un psicólogo le recomendó que reordenase su propia historia, que seleccionase las imágenes que consideraba más relevantes en su vida y las archivase. Cerrando etapas. Así, construyendo su propia biografía visual, asumió el pasado con la solidez que necesitaba para afrontar el presente. El futuro, decía, no contaba: era una entelequia, inútil, vana.

Naturalmente, Regina se erigió como la víctima perfecta para soportar mis soledades, y así fue como se convirtió en mi primera cómplice activa de mi fracaso sentimental. Comparamos punto por punto la pérdida de chispa en nuestras respectivas parejas tras varios años de convivencia casi matrimonial, y alargamos nuestra discutida conversación hasta que cerró la tienda. Cualquier hombre con un mínimo instinto sexual hubiera inventado alguna excusa para despertarse al día siguiente entre los pechitos de aquel encanto de mujercita que me dio su mano de caramelo, pero yo únicamente pensé en el inicio de una nueva amistad. Por eso, al volver a casa, seguía solo.

***

Un domingo no quise salir de mi estudio. Me apetecía confeccionar mi primer álbum de fotos, el de la infancia. “Creo que este es el que te pega”, me recomendó Regina, con una risa psicoanalítica. El retrato impreso de la cubierta, algo desvencijada, mostraba a un niño del far west, sucio y zarapastroso, cargado con una escopeta y una mirada pícara, traviesa. Me sonreía. Abrí el álbum y, metódicamente, con cariño, encolé en cada página los recuerdos de papel de unos tiempos en los que aún no pensaba en el amor –a lo sumo, un incipiente onanismo– hasta que me quedé contemplando una foto que consideré muy reveladora: a los quince años, alto y corpulento como ya era, aún estaba tumbado sobre la falda de mi madre, en la butaca del salón, durmiendo. Mi hermano tomó la instantánea para el regodeo futuro, y a fe que lo consiguió, porque sólo con verla, me subieron los colores. Al instante me acordé de los quince años que me costó despegarme del seno de mamá para engendrar el sueño. Cada noche me aferraba a ella como si tuviera miedo a perderla, aunque yo sé que nunca me quiso abandonar. Lo que yo necesitaba era afecto. Sentir su compañía.

***

–Ven y compruébalo tú mismo. No te vas a arrepentir, guapo, estoy preparada para todo…

Esta respuesta de Victoria K es la que me ha infundido una corazonada: ella será mi primer amor internáutico. Me he impacientado tanto que no he sido capaz de esperar a leer lo que me van a escribir las otras dos candidatas. Tengo mis razones para pensar que no debo desaprovechar esta oportunidad: en primer lugar, porque sus palabras desprenden sexo, y en estos momentos de inseguridad en que desconozco lo que aspiro a encontrar en una mujer, sí que sé lo que deseo como hombre: tocar, besar, sentir, mojar. En segundo lugar, porque verla implica viajar, y eso me encanta. Me apetece la idea de mantener una relación lejos de casa, escapar de mi entorno envenenado por los recuerdos, proporcionarle una nueva emoción a mi existencia e, incluso, por qué no, reiniciar mi vida en ese otro emplazamiento. Adoro la aventura, los aviones me provocan cosquilleos y el mero hecho de subir a un puente aéreo para jugar a los amantes ya me seduce. Así, atravesando el cielo, es como he llegado hasta el pub más metálico de la capital, donde una banda histórica del rock’n’roll, los AC/DC, actúan, en directo, a través de la pantalla gigante. A mi lado, varios melenudos con jarras chorreantes de cerveza analizan los detalles del concierto con la minuciosidad de unos científicos locos. Yo, mientras, espero la llegada de Victoria K.

–Otra cañita, por favor.

Ya llevo tres. Calma. Mi presunta candidata a amor internáutico me ha llamado dos veces para anunciarme su retraso. Por su voz en el móvil, grave y presurosa, no es difícil deducir que está estresada:

–Lo lamento, se me ha ido de las manos el montaje de un festival: aún no ha llegado el técnico de luces, faltan vallas… Pero tú no te vayas, que no tardaré en llegar.

A mí no me importa esperar, aquí no tengo nada mejor que hacer que escuchar a los AC/DC. Esta legendaria banda de rock australiana es uno de los mitos que Victoria K destapa en su página de internet, a la misma altura que Jim Morrison, Red Hot Chili Peppers, la canción de Metallica “Nothing Else Matters” y sus idolatrados White Stripes. Para ella, su sueño a imitar. Eso es lo que me llegó a escribir en la web: “si algún día coincidimos en nuestra vida, me gustaría vivirla como ellos”. Los White Stripes son un dueto formado únicamente por un guitarrista que canta y una batería. Los dos, juntos, han recorrido el mundo gracias a sus electrizantes canciones, de ellos se dice que son capaces de llenar el escenario con mucho más poder y más talento que algunas bandas de rock que precisan a más de siete músicos… Aunque para empezar, ni Victoria K ni yo tocamos ningun instrumento, o al menos eso creo. ¿Y qué mas da? Lo más hermoso es que me tenga en cuenta para compartir un mundo de dos viajando alrededor del mundo. ¿No es ese también mi sueño?

Suena el teléfono. Otra vez los mismos dígitos, y su voz está gritando:

–Haz el favor de venir, ¿me oyes? No te pienso pagar ni un duro si no…

De repente, se corta la comunicación. Victoria K se ha dado cuenta de su error al marcar la numeración: el destinatario no era el técnico de luces, sino un servidor, el que le está esperando desde hace hora y media al otro lado de la puerta del pub, y con el que choca de frente justo cuando le abre:

–Oh, perdona…

–Victoria!

Nos abrazamos. Nos desabrazamos. Me pide perdón y telefonea de nuevo. Le espero, le observo, escruto los gestos impetuosos de una conversación airada en la que derrocha estrellas, estalla en rabia, grita como una energúmena, y no cesa de echarle la bronca a su interlocutor hasta que le cuelga. Entonces, de un calculado manotazo, se aparta los cabellos, largos, lacios y despeinados, de color violín, y ocultando su teléfono en el bolso, repite ese abrazo que se me antojaba, más vigoroso, con un par de besos esponjosos en las mejillas.

–¿Cómo estás? ¿Cómo te ha ido el viaje? ¿Hace mucho que me esperabas?

–Todo bien, no te preocupes –le tranquilizo–. Tómate algo…

Dirigimos nuestros pasos hacia la barra, los taburetes son tan altos que los trepamos, el camarero nos sirve dos cervezas, negras, muy espumosas. Brindamos. Le radiografío. Victoria K es una mujer alta, algo equina, con un par de pechos distraídos y una cadera excesiva, de gruesos muslos. Sus tejanos le aprietan las carnes y la camiseta, de azul celeste, no le favorece. Bebe con sus labios ligeramente despintados, se frota el rimmel de las pestañas. Creo que a través de sus retratos en la web jamás intuí que pesaría unos cuantos quilos de más, y mucho menos, que superaría los cuarenta años.

–La verdad, te imaginaba como una alocada devorahombres… –me atrevo a comentarle, con una sonrisilla.

–Pues ya lo ves, soy así al natural –me devuelve, campechana– Esas fotos que colgué en internet me las hizo un amigo hace cinco años, para un catálago de ropa rockera que vende al por mayor. A mi me encantan, son guapísimas.

Un polítono de los Dover se introduce en la conversación. Victoria K, quejumbrosa, extrae el móvil de su bolso:

–Joder, es mi ex… –lamenta con un expresivo apretón de labios– Roberto!! No te preocupes, está en casa! Sí, tranquilo, no me toques más los…

Paciencia. Pido otra caña y los AC/DC interpretan “That’s The Way I Wanna Rock’n’Roll”. Victoria K vuelve:

–Qué coincidencia, con esta canción conocí a mi ex!

–¿Hace mucho que has cortado? –le investigo.

–Un par de años, pero mantenemos el contacto. No es fácil, a veces aún nos discutimos, por chorradas. Me aguanto y punto, aparte…

Baja la cabeza. Está menospreciando el final de su frase para responder al sms de una amiga. Es inquieta, puro nervio. Se mueve, toda, rodillas, pies. Levanta sus ojos, bebe otro sorbo de cerveza, la que a duras penas ha probado, y sonríe, supongo que por las circunstancias. Quiero pensar que es una buena chica, muy responsable, víctima de su profesión y tal vez, de sus fantasías rockeras. Será por eso, y para compensar sus continuadas interrupciones, que me adula:

–Me encanta lo de Erótica Mix, tío. Si algún día montas un espectáculo, cuenta conmigo para la producción. Ya verás como desfasaremos a gusto…

Me lo temía. Sabía que en algún momento saldría el tema, pero no, ahora no voy a confesárselo. Como me sugirió Ziggy, guardo ese cartucho para el final. De todas formas, ¿qué le voy a explicar si tampoco me escucha? Victoria K está pendiente otra vez de ese maldito móvil que retumba dentro del bolso, y que descuelga para responder:

–¿Sí?… ¿Cómo dices?… Dale patatas fritas, entonces –los AC/DC envuelven su voz, de ahí que eleve el volumen– Patatas fritas te digo! La cuestión es que coma algo!

Se va. En el exterior del pub existe el silencio, o algo parecido. En el interior, queda la resignación, la mía. No debo ser injusto, todos tenemos nuestro día malo. El barman me sirve otra caña y el último trago de cerveza, la más negra, la menos espumosa, acompaña el final apoteósico del concierto de los AC/DC, con “Highway to hell”. Si pudiera vivirlo en persona…

–Lo siento, de verdad! –viene corriendo para excusarse Victoria K– Me sabe mal, tanto lío… Era la canguro, que está cuidando la niña. Tengo una hija de seis años, ¿sabes? Una monada, ya la conocerás.

Me muestra una foto de la angelical criatura, y me limito a contestarle con un tópico sin convencimiento, “es tan bonita como su madre”. Debo reconocer que esta novedad me ha pillado desprevenido. Podía sospechar que tenía un ex, incluso un novio con el que estuviera en crisis, o quizás un amante, pero una hija… ¿qué iba yo a presuponer? No voy a crucificar a nadie por ejercer su derecho a engendrar su propia descendencia, sólo que yo no sé si estoy preparado para… ¿Por qué no me enseñó a su preciosa hija a través de internet? ¿Es que teme que los solteros y descasados nos retiremos antes de conocerla, sin concederle ninguna opción?

–¿Eres de los que no te gustan los niños?

–No, quiero decir, sí… –le miento, o no. Es algo que no me he planteado. Y lo cierto es que no me apetece profundizar sobre este tema tan delicado cuando está tecleando un nuevo sms para alguien que desconozco. Me desespera!

–Es que el festival este… –se excusa– Bueno, mi trabajo es así, un estrés. Todo el mundo descarga en la productora. Bah…

Lo dice casi con orgullo, como si su rutina fuera ni más ni menos que eso, y a ella no le importara. Yo ya no puedo más, necesito un cambio de aires.

–¿Tienes hambre? ¿Por qué no vamos a cenar algo?

–De acuerdo. ¿Te apetece ir de tapeo oriental?

Adiós a los AC/DC. El concierto ha sido enérgico, aunque excesivamente atropellado. Ahora nos toca pasear, refrescar la mente en la calle y recobrar la entereza de nuestras conversaciones, sólo le pido completarlas. Victoria K demuestra una rápida capacidad de decisión y se desenvuelve con estilo para descubrirme los mejores bares. Ella ya sabe en qué restaurante encontraremos un buen sushi. En el que nos traerán los mejores fideos pad thai. En el que hay que comer rollos vietnamitas. Domina la ruta del ocio a la perfección y allá donde entra le saludan todos los camareros, más de uno nos invita a una ronda de sake. A lo largo de la cena, de plato en plato, vamos desguazando nuestros hábitos diarios y lo que nos deparan nuestras ocupaciones profesionales. En realidad, su mundo y el mío no dista tanto, porque ninguno de los dos sabría vivir sin la música, pese a que no somos músicos. Nuestra complicidad llega a su punto álgido cuando nos adentramos en la memoria para recordar alguno de los grandes conciertos que hemos vivido los dos: Bruce Springsteen en el Vicente Calderón, Guns’n’Roses en Barcelona, Bob Dylan en la Expo de Sevilla, Neil Young en el festival del Milenio de A Coruña… ¿Quién sabe si estuvimos el uno cerca del otro? Lamentablemente, existe un endiablado objeto por el que debería ajusticiarse a aquel que en su día lo inventó: el jodido teléfono móvil. Es lo único que está entorpeciendo nuestra agradable conversación, y de qué manera! Suena cada diez minutos! Se ha puesto en contacto con su madre, su hermano, su psicóloga, con los del festival… En más de un arrebato, habría disuelto ese aparato en un mar de deshechos tras estirar la cadena de una sucia taza de lavabo; o directamente, lo hubiera lanzado a la alcantarilla. No puedo disimular mi expresión de disgusto, tanto que Victoria K, finalmente, cede:

–Apago el móvil. No voy a molestarte más. Por cierto, ¿dónde duermes?

No hay respuesta. Desde que leí su insinuante invitación por internet siempre creí que acabaría durmiendo en su casa; supongo que pequé de soberbia, el caso es que a estas alturas de la noche, si ella no me da cobijo, no sé dónde voy a cerrar los ojos.

–Me gustaría llevarte a mi estudio, pero es muy pequeño y tiene una sola cama, en la que duermo con mi niña. Desde que me separé, el dinero no me da para más. –Victoria K, como si ya fuéramos algo más que recién conocidos, se justifica– No quiero asustarla, entiéndelo, si tú y yo…

¿Si ella y yo qué? Me río, ¿cree que ha despertado en mí alguna pasión esa operadora telefónica ambulante que necesita comunicarse con todas las personas que forman parte de su mundo en cuestión de horas? ¿Qué lugar voy a ocupar en su vida?

–Hay un hotel cerca de mi casa, en el que a veces se alojan los artistas que están de gira. He trabajado con ellos, me harán un buen precio.

Acepto. Pagamos la última cuenta, a medias, ella se niega a que le invite porque dice que la galantería no está de moda desde hace décadas. Tomamos un taxi, hacia el hotel. Juraría que, durante el trayecto, ella roza mis piernas a consciencia. Evito su mirada. Victoria K es simpática, pero sé que nuestra relación jamás viajará más allá de los límites de la amistad. No me enamora. El taxi se acelera. Su rodilla se pega a la mía. Su mano busca la mía. Sin embargo, ante la idea de acostarme solo en una cama desconocida, me planteo: ¿será una dulce compañera para el sexo? Al fin y al cabo, con ese sake merodeando por mis tinieblas, si soy honesto y no le engaño… Bajamos del coche, entramos en el hotel, hacemos el check in y no me da opción:

–Me invitas a la última, ¿verdad?

Sus ojos no expresan vicio, sino algo más tierno. Están solicitando cariño. Yo también busco afecto. En el ascensor, me entretengo a repasar de nuevo todas sus formas, ahora con deseo. Quiero que me guste. No me apetece forzar mi imaginación, lo que pretendo es disfrutar, de ella, con ella, de su compañía, de su cuerpo. El calor de la habitación juega a mi favor, Victoria K se desviste de su camiseta y muestra un body negro en cuyo escote luce, precioso, ese tatuaje que tanto me había atraído en sus fotos de la página web, y del cual ya ni me acordaba. Esa es la guinda que necesitaba para convencerme. No puedo reprimirme. Le ofrezco mis labios y… ella se deja. Me abalanzo sobre sus pechos –que ya no me parecen alicaídos como antes–, y mi entrepierna se ofrece erecta, amenazante, destilando obscenidad sobre su cuerpo equino. Se estira en la cama, le acaricio sus pieles, le manoseo sus carnes, rodeo sus pezones con la punta de mis dedos, poseo su escote, el tatuaje me chifla. Sin darle tiempo a quitarse las botas, le bajo los pantalones. Ella se desabrocha el body, me pide que saboree sus labios inferiores, ya húmedos. Le hago caso, le beso, me pierdo en su infierno, el ansia me devora, ella me busca, me agarra, me asciende, me entra. Voy a ser suyo, ni que sea por una sola noche. Cuando nuestros sentidos se van a fundir en una guerra por algo que se parece al amor, suena el teléfono. ¿Es que no lo había apagado?

–Disculpa –me empuja a un lado Victoria K– Sólo he desconectado el móvil del trabajo. El mío, el particular, sigue funcionando, ya sabes, si le pasa algo a la niña, no me lo perdonaría…

Semidesnuda, aún sudando, atiende a la llamada de su canguro. No me gustan sus gestos, su tono. Preveo lo peor:

–Lo siento, debo irme. La muy cabrona dice que si no vuelvo en diez minutos se habrá marchado, que ya ha sobrepasado el horario que le he marcado y que no quiere quedarse más tiempo. Compréndeme, no puedo dejar colgada a la niña.

Supongo que mi rostro no ha podido expresar más pena, porque inmediatamente corrige, con un beso y una sonrisa:

–Mañana por la mañana vengo y continuamos, ¿te parece bien?

Y me guiña el ojo. Se peina, de cualquier manera, y cierra la puerta por fuera. Su voz se pierde al otro lado del pasillo… y del teléfono. Siento rabia. Necesito una ducha de agua fría para calmar mis sentidos. No quiero llorar, quiero gritar. Me callo. Pienso. Me tumbo en esta cama de matrimonio que se me hace grande, demasiado grande. Tal vez no fuera un nido de amor, pero sí de cariño. Ya echo de menos lo que hubiera sido su abrazo, sentido, al clausurar los párpados…

Y duermo, como puedo. Me despierto, como puedo. Desayuno, como puedo. No espero nada. Tal como presuponía, recibo varios sms para retrasar su llegada al hotel. Tengo que desalojar la habitación. Justo antes de tomar un taxi hacia el aeropuerto, aparece con su niña. Estoy incómodo. Antes de despedirme, me estampa un beso en la boca, lleno de lengua, y me asegura que habrá segunda parte. No le digo que no, ahora no quiero perder el avión. Vuelo. Prometo no encender en todo el día mi teléfono móvil, Victoria K…

***

–¿Ya has follado? –me preguntó Ziggy, muy jocoso, apenas había traspasado la puerta de su tienda.

–Qué va! Lo único que he conseguido es hacer nuevas amigas: una a la que le van los perros y el flamenco, otra que diseña patos con la cabeza de Robert Smith, y una vendedora de folios que va de raves. Esta te daría morbo, le va la marcha a tope.

–Pues ya me darás su dirección, ha-ha-ha…

Al reirse, las espirales de su bigote daliniano se le erizaron un poco más Yo no estaba de buen humor. En su tienda de discos, todo seguía igual. Mi vida sexo-sentimental no había avanzado en absoluto, y el estado de tristeza se negaba a abandonar mi aspecto. Por su parte, mi amigo melómano se mantenía enfrascado en la lectura de ese libro de leyendas urbanas del rock.

–Haces mala cara, tío –se preocupaba.– Estás blanco como si te hubieras tragado un galón de semen, ha-ha-ha… ¿Sabes que eso le pasó a Jimmy Sommerville? Se quedó inconsciente al final de un concierto, lo llevaron a urgencias y, al hacerle la limpieza de estómago, le encontraron cinco litros de semen. En una sola noche! ¿No te parece una pasada, tío?

Me pareció un bolo sexista y de mal gusto, seguro que propagado por algún crítico maniático que no soportaba al cantante de los Communards porque se convirtió en icono gay de los ochenta. En cambio, Ziggy se tronchaba con esas anécdotas:

–Dicen que la misma historia se ha atribuido a Rod Stewart, y que Alanis Morissette es adicta al semen. Joder, una mujer así es lo que te convendría! Ha-ha-ha!

Él se desencajaba, pero yo no podía con sus chistes. Me invadía la pena. Si acudía a él era porque me pesaba la soledad, y de paso, para agradecerle los discos que me regaló:

–Hasta el momento, sólo me convence Arcade Fire –opiné–. Interpol no está mal, pero ese falsete de Anthony & The Johnsons me carga… ¿Qué puedo hacer, tío?

–Vete de marcha! De noche todos los gatos son pardos.

Se lió a buscar un par de discos y me los vendió a precio de coste. Uno era de los Libertines, el grupo liderado por Pete Doherty, y el otro de Amy Winehouse, ambos implicados públicamente en asuntos de drogas, cárceles y excesos.

–Ponle un poco de nocturnidad y alevosía a tu vida, que vas de inocentón… ¿cómo se te ocurre ligar explicando toda tu pena por la ruptura con tu ex? Lo que las mujeres quieren es alegría! Canta! Baila!

***

Esa noche lo intenté. Mejor dicho, fui a por todas. Me duché, peiné mis rizos con cuidado, estrené las ropas de mi nuevo look y salí a la calle dispuesto a triunfar. Hacía demasiado tiempo que no me invitaba a mí mismo a tomar unas copas, eso era algo que también había perdido con mi novia. No me arrepiento, la verdad es que prefería estar a gusto con ella disfrutando de cualquier película, de un fin de semana en una casita de turismo rural, o simplemente, de nuestro amor, que emborrachándome sin sentido. Pero como ya no estaba conmigo, tocaba regresar a la noche. Vivir la música a todo volumen. Remover el cuerpo. Bailar y mirar. Sentirse mirado. El mercado de la carne.

Mi instinto me llevó automáticamente al pub de siempre, al de mi tropa de melómanos empedernidos. No dudaba que allí encontraría la camaradería necesaria para empezar la marcha con las baterías cargadas. El dj que pinchaba era un veterano bajista con un repertorio basado en los clásicos más bailables del pop, como Blur o Depeche Mode. Todo eso que, en principio, iba a ser lo positivo, se convirtió en negativo. Cuando entré por la puerta, me dio la sensación de penetrar en el túnel del tiempo. Los recuerdos atacaron mi cabeza, las paredes lucían los mismos graffittis de antes, aún sonaban las mismas canciones –el momento Abba era algo que odiaba– y entre los clientes, vi muchas caras conocidas. La de Yolanda, eternamente enamorada del dueño; la de Julio, Daniel y Patxi, con las mejillas rojas de tanto vodka; la de Miguel y Ana, en la barra, tan acelerados como siempre. Todos ellos, algo más arrugados, con sus pieles más desgastadas y el mismo discurso con el que les dejé hace más de seis años.

–Guay, tope, tío, ya ves, lo que toca, sábado sabadete, no?

La aparición estelar de Gemma me conmocionó. Llegó completamente borracha, agarrada a su novio para mantener el equilibrio. Al tipo le colgaban unos cabellos hippiosos hasta la cintura, gafas de sol gigantes modelo freak años sesenta, y presumía de su última película como ayudante de realización de cine porno. Al presentármelo, mantuve la compostura y soporté sus tics en la nariz acordándome que años atrás yo también había tomado. Lo más deprimente acaeció cuando, aprovechando el instante en que su novio se dirigió al lavabo, Gemma dejó caer su peso sobre mi cuerpo, y acariciándome la espalda con la poca líbido que le quedaba en sus dedos, me mordió el cuello, besándome torpemente. A duras penas pude entender lo que no vocalizaba:

–Tú lo sabes… siempre serás el amor de mi vida… Un día caerás…

Su aliento me corroía las entrañas. Intenté apartarla como pude, con qué fuerza se aferraba a mi cintura. Me manoseó hasta la última curva de mis nalgas! Mientras tanto, el freak de su novio, que había vuelto a la barra para pedir la llave de los servicios, estaba observando atentamente la escena. No esperé a que emitiera su opinión, escapé corriendo de mi viejo pub como si me escupiesen las furias, buscando otros aires, otras caras, otros lugares donde pudiera respirar porque ese aire, corrupto, ya no era el mío. Para mí el tiempo sí que habia pasado.

No quería que la noche terminara con ese mal sabor de boca, así que me refugié en una coctelería decorada en madera, con tintes modernistas y mesas de mármol, especializada en mojitos y caipiriñas. Además de humo, emanaba encanto. En la barra, breve, la graciosa camarera que agitaba la coctelera tenía tan poco espacio para moverse, que no podía huir de los clientes de taburete. Yo uno de ellos. Adriana no podía presumir de un cuerpo diez, sino de una belleza racial con mucho garbo. Pronto supe que su nacionalidad era mexicana, y con ello me bastó para iniciar mi ataque. Dos veranos antes había visitado su estado natal, el Jalisco, así que nos inmiscuimos en una conversación sobre el tequila, Guadalajara, las películas de Guillermo del Toro, el éxito internacional de Julieta Venegas, de Chavela Vargas y las rancheras de José Alfredo Jiménez. También sacó a colación la versión de “El jinete” de Enrique Bunbury, y me confesó que había venido a España para seguir la gira de regreso de Héroes del Silencio. Esa era mi gran oportunidad, conocía al dedillo la vida y milagros del cantante maño, y me luciría. Le solté unas cuantas anécdotas curiosas, conseguí hacerla reir, dejó de servir un rato enganchada a la barra, frente a mí. Cuanto más le contaba más atención me prestaba y llegué a creer que sus ojos me aguardaban con deseo, hasta que entró en el pub un chaval apuesto cuyo físico me recordaba al de Javier Bardem, y le mordió los morros con un beso apasionado. Se sentó a mi lado, se presentó, identifiqué su anillo con el de Adriana y entendí el motivo por el cual la mexicana vivía en nuestro país: era su marido. Cambio de tercio.

No iba a rendirme. Deambulé por la ciudad, de bar en bar, de pub en pub, a veces con cerveza y a veces sin nada, entrando y saliendo a la caza y captura de una compañía que jamás encontraba. Yo miraba, nadie me miraba; yo quería hablar, nadie me respondía; no sabía como entrar, no tenía nada que decir; perseguía los ojos de las mujeres y jamás se cruzaban con los míos, ni por azar. No existía, me sentía invisible, completamente invisible. Y no me apetecía estar solo. Me negaba a aceptar que todas mis ilusiones depositadas antes de salir de casa se truncarían con una absurda conversación pegado a cualquier grupo de borrachos. Y decidí entrar en una discoteca. Quería llegar hasta el final de la noche. Elegí la más cool del momento, y cuya fama le precede: dicen que allí siempre se liga. Mi última esperanza.

Atravesé una masa de cuerpos apretujados, sudorosos y manchados de alcohol. Tras pedir una copa, me situé al borde de la pista, apoyado en una columna. Debía parecer un viejo verde, analizando a todas las mujeres que bailaban como si mi trabajo consistiera en recabar información para un archivo mental de hembras. De todas ellas, sólo hubo una que me miró: pequeña y algo feúcha, vestida de flores fosforescentes, que saltó a la pista con los ritmos extáticos que pinchaba el consagrado Dj Tiga. A esas horas de la noche, me conformaba con ella. Quizás no era atractiva, sus iris volaban en el espacio sideral, pero fue la única chica que se acercó para charlar conmigo esa noche, y eso, tras lo experimentado, ya me merecía un respeto. Se apodaba Lily, y bajo los efectos del whisky y alguna que otra sustancia brindamos por Chemical Brothers. A la primera de cambio, me sugirió que le acompañara al baño. No dudé. Me dio morbo que fuera tan directa y le acompañé hasta donde quiso. Allí, agazapados en los servicios, me ofreció una raya de cocaína, y tal como la inhaló me propuso que le comprara un gramo, que su profesión no era la de camello pero que en su bolsillo no quedaba ni un céntimo más para sufragar sus copas. Me negué. Me hundí. Me fui. Ella se quedó en la pista, bailando con otro ser que procedía de su mismo limbo. Yo abandoné la discoteca, tullido por una impotente sensación de fracaso, y encarando las calles de la ciudad, cariacontecido, deprimido, escuchando únicamente el eco de mis botas, ese talón que me elevaba… hasta la miseria.

***

Al llegar a casa, encontré un paquete frente a mi puerta. Al abrirlo, aparecieron dos libros, “Sexo es amor” y “Cómo mantener la pasión en la pareja”. A su lado, una nota con letra reconocible: “Los he leído y me han sido muy útiles para entender lo que pasó entre nosotros, espero que a tí también te sirvan. Te llevo dentro, Anita”. Me senté en el sofá, apesadumbrado. Quise hojearlos, pero no pude con ellos. Una lágrima me saltaba. Mi ex no estaba para secarla. No podía dormir. En lugar de leer, preferí un trabajo más mecánico: encolar las fotos de mi segundo álbum, el que Regina me recomendó por lo simbólico de la cubierta: un retrato años veinte, color sepia, en la que un hombre con el bañador hasta el cuello se lanzaba a una piscina. Tras esa imagen, suficientemente reveladora, iba a immortalizar los retratos de mis mejores años en la universidad, mis viajes ensoñadores y mis incipientes amores.

Una polaroid me llamó la atención, la que tomó mi primera novia cuando me pilló in fraganti en la cama, durmiendo desnudo, con unos míseros calzoncillos de los que se escapaba, por un agujero, mi miembro altivo y completamente erecto. Estaba solo, y soñaba.

***

–Me encantaría retratarte, desnudo. Y si me sintiera a gusto, haría un autorretrato con los dos.

Esa fue la respuesta de Lena Luna a mi pregunta. Artística, sensible, y si la leo con algo más de intención, pura fantasía erótica, me ha parecido que lo más idóneo era citarla en mi propia casa. Me seduce su deseo de fotografiarme en mi entorno, dice que forma parte de su concepto estético. Como la velada promete ser muy especial, me he acercado al supermercado para comprar algo de pasta y verdura fresca, así la nevera no estará vacía si decide quedarse a cenar. Creo que estoy algo nervioso, me muero de curiosidad por encontrarme cara a cara con la segunda de mis candidatas internautas, esa cantautora desconocida que por su colección de autorretratos desnudos y su personalidad musical, podría convertirse en mi complemento perfecto. Ya veremos…

Alguien me grita en la calle:

–Eh, tú! Que estoy aquí!

Me giro, no reconozco a nadie, ni tampoco me suena esa voz aguda. Me rechina.

–Aquí te digo! Mira a tu derecha!

Ahora sí. En ningún momento se me habría ocurrido pensar que Lena Luna sería esa mujer discreta que está sentada en un banco conversando con un anciano de canas y bastoncito. La imagen, eso sí, se me antoja enternecedora.

–Hola, Lena –al acercarme, se levanta y me da un par de besos, algo blandos, apenas tiene labios–. Siento no haberte reconocido a la primera…

–Pues has pasado delante mío antes de entrar en la tienda y ni te has dado cuenta –me echa en cara, algo seca.

El cabello corto, los ojos claros, algunas pecas en la cara, sudadera y pantalones anchos, gastados, sin curvas en su cuerpo, tan plana… Ciertamente, me costaría fijarme en ella, no es mi tipo y debe haber millones que visten así. Como fotógrafa debe ser genial, porque parece otra! Antes de juzgarla, me recuerdo a mi mismo que sus desnudos en la web son mucho más poéticos y sensuales que eróticos, y que si elegí a Lena no fue por su físico, sino por su sensibilidad. Esa que está demostrando, sin ir más lejos, al hablar con el vejete.

–¿Le apetece ir a pasear un rato? Hace un día muy bonito.

–¿Es tu abuelo? –le pregunto.

–No. Me gusta hablar con las personas mayores. Tienen la experiencia.

El anciano se levanta y se pierde, sin decir adiós. Me da la impresión de que nuestra compañía le incomodaba más que le alegraba. Lena se ha quedado compungida, pero no le doy importancia. Le cojo del brazo y le invito a subir a casa.

–Vamos, que ya tengo ganas de verte en acción. ¿Has traído la cámara, no?

Me enseña su bolsa, con el ordenador, y un aparato pequeño, de bolsillo, nada sofisticado, poco profesional.

–Claro, hoy en día los programas informáticos hacen maravillas…

Lena no me escucha. Está intentando atraer la atención de una pareja de abuelos que va a pasar junto a nosotros con unos insólitos aspavientos más propios de un espantapájaros que de un ser humano, y no ceja en su empeño hasta que lo logra. Entonces pregunta, con suma educación:

–¿Cómo están, señores? ¿Les puedo ayudar en algo? ¿Paseamos todos?

Ambos le devuelven una sonrisa de circunstancias, y siguen su camino, con prudencia. No han querido hacer caso de una desconocida en plena gran ciudad, tal como está el mundo podría ser una loca, una desequilibrada. Ella, aunque disgustada por su fría reacción, no se rinde: del supermercado acaba de salir una anciana cargada de bolsas llenas de comida y, a saltos deslabazados, corre para ayudarla:

–No debería llevar tanto peso, señora. ¿Me deja a mí? Y si quiere, hablamos un poco, que todos necesitamos compañía…

La mujer aparta sus manos de las bolsas. Cambia de dirección y le evita a la máxima velocidad que le permite su arrugado cuerpo, dejándole sin palabras. Lena se queda alelada, inmóvil. No tengo más remedio que ir a buscarla…

–Lo tuyo con la gente mayor es algo especial, ¿verdad?

–Soy asistenta social, esa ha sido siempre mi vocación.

–Ya lo veo, pero no sé si es bueno que te impliques tanto en tu trabajo y vayas ofreciendo ayuda a todos los abuelos que te vas cruzando.

Por su expresión de dolor, es evidente que no ha encajado bien mi comentario. Sabe que he metido la pata hasta el cuello, y se detiene para anunciarme:

–Antes que nada, las cosas claras: estoy enferma. Tengo una depresión crónica, desde hace años, pero ha empeorado hasta tal punto que el mes pasado los médicos me prohibieron trabajar para siempre. Soy joven, sí, y también una jubilada. Ya no puedo volver a dedicar mi tiempo a la gente mayor, no puedo…

Su tristeza me desmorona. No tengo palabras, desearía hundirme en el peor de mis silencios. Ante todo, debo comportarme como persona. No quiero que sienta mi pena, tengo que darle ánimos y tratarla con naturalidad y cariño, para que olvide, al menos durante el rato que va a estar conmigo, su enfermedad.

–Bueno, si estás jubilada tendrás tiempo para dedicarte a la música, las canciones que has colgado en tu web son bonitas. ¿No te gustaría vivir como artista?

Levanta su mano y la deja, en el aire, justo frente a mis ojos. Jamás a nadie le he visto temblar el pulso de esa manera.

–¿Cómo quieres que toque la guitarra? Esas canciones las compuse hace años, sola, con mi guitarra, cuando aún tenía sueños de artista. Dos, y punto. Se acabó.

Más triste aún. Más duro. Lo único que se me ocurre es llevarla de una vez a mi estudio, prescindir de cualquier tipo de relación con ella más allá de la amistad y dejarle que haga uno de sus retratos. Es lo mínimo que puedo regalarle para contribuir, ni que sea solo un poco, a su felicidad.

–¿Quién sabe? –le digo, acompañándola hacia el portal de mi escalera– Tal vez el mundo ha perdido una buena asistenta social, pero ha ganado una gran fotógrafa. ¿Subes?

Sonríe. Esta vez, parece ser, sí que he acertado. Me siento mejor. No me habría perdonado que me culpabilizara por no comprenderla, o por tratarla como a un bicho raro. No le doy prisa, saboreamos cada uno de los escalones de un edifico por rehabilitar, con techos altos, y nos enfilamos hasta el ático. Esa es mi diminuta mansión. Un estudio en el que cada pared está pintada de un color y decorada con los restos del pasado, la humedad de una gotera incluída. A Lena le gusta, dice que tiene rincones con mucho encanto que usará de fondo, para su imagen.

–Tiene un punto decadente, como tú y como yo –se ríe.

Me gusta verla feliz. Me doy cuenta de que esa foto tendrá más valor que una obra de arte.

–Es un honor retratar a Erótica Mix. Eso me va a dar puntos en mi currículum –presume, orgullosa–. ¿Me vas a dejar que sea tu fotógrafa oficial?

–Ya veremos… –Prefiero no dar detalles. Me siento incómodo y no creo que, al menos ahora, se lo deba confesar. Qué mal trago, más vale que vaya directo al grano antes de que la bola se convierta en un alud. – Cuando encuentres el lugar adecuado, tu dirás. Yo me desnudo rápido.

–Tengo hambre –me responde, tajante– ¿Podríamos comer la pasta y dejar el retrato para luego?

–Claro, ahora mismo la preparo… –hace sólo una hora que tomaba un flan de huevo como postre, pero no voy a ser tan ruin de negarle un plato de pasta– Mientras tanto, tú prepara el plató. O si quieres, pon música. De es no falta en esta casa…

Lena ignora los tres mil cedés que se exponen en mis estantes y trae a la cocina su ordenador, donde ha programado una sesión aleatoria de hora y media de sus canciones favoritas, todas ellas, según me explica, con un punto en común:

–Son voces de mujer. Las adoro…

Es innegable que desborda sensibilidad. Entre los nombres de las artistas, no faltan cantautoras de calidad indiscutible como Lisa Germano o Ani Difranco, también incluye a Portishead y eso que está sonando ahora, unos maullidos de gato en una atmósfera electrónica, inquietante, excitante y evocadora, que me hipnotiza:

–CocoRosie. ¿Te gusta?

–Es muy especial –le halago– Diferente, como tú…

En ese aspecto, mi intuición no ha fallado: mi relación con Lena puede ser provechosa. Con ella me enzarzo a discutir sobre discos, arte e incluso filosofía, voy descubriendo su complejo bagaje cultural y intento comprender su concepción del mundo, melancólicamente lúcida. Mientras, aprovecho para cocinar unos espaguetis de algas aderezados con un buen pesto, y Lena se ofrece para fregar los platos usados del mediodía. Hasta que de repente… crack! Un par de vasos que se rompen.

–Disculpa, yo…

–No pasa nada, lo importante es que no te has hecho daño. Deja de fregar y túmbate en el sofá.

Prefiere quedarse a mi lado. Elige el taburete más viejo para sentarse, el que está cojo, se deja caer y… crack! La pata, definitivamente, rota. Yo me río, ella se irrita. Se va al comedor, curiosea entre mis libros, y ante el cálido sol que le deslumbra por la ventana, baja la persiana… crack! Se acaba de desmontar. Con eso sí que no contaba!

–¿Pero qué pasa, Lena? –no puedo evitar preguntarle, extrañado–. Sé que en mi casa hay muchas cosas viejas, pero que todas se descoyunten a la vez…

–Es que no controlo mi fuerza –responde apenada, encogiéndose de hombros–. Esas pastillas que tomo me afectan muchísimo a los nervios. Pero no te preocupes, que yo misma me encargo de arreglarlo todo…

–No, gracias –le suplico, antes de asistir al desplome total de la casa–. Tú siéntate, que ahora mismo te traigo los espaguetis.

Echo un vistazo a la olla y el fuego se ha apagado. La bombona de butano ha decidido justo ahora que ya no puede más. La cambio. Empiezo a creer en algo más que las coincidencias. Afortunadamente, en los próximos quince minutos que dura mi aventura culinaria, Lena se duerme. Sólo se despierta cuando le paseo el plato de pasta por debajo de su nariz y le susurro a la oreja que ya está todo a punto. Entonces, abre los ojos y, ante mi sorpresa, arranca a llorar.

–Tengo miedo!!! –me confiesa, rogándome un abrazo.

–Es sólo un sueño, no te preocupes –la consuelo–. ¿De qué tienes miedo?

–Del futuro.

Me emociona. Quizás sus palabras puedan parecer una locura, pero qué difícil debe ser vivir en estado de depresión crónica, y en plena juventud estar ya jubilada. ¿A qué futuro va a entregar sus ilusiones? La verdad, no sé cómo reaccionar, sigo abrazado a ella y algo sucede en mi cuerpo, o en mi corazón, no lo sé. Me aprieta con tanto calor y con tanta sinceridad que me llena muchísimo. Se está dando, toda, lo noto, en un solo abrazo. ¿Qué voy a hacer con ella? Creo que voy a devolver sus pensamientos a aquello que le motiva a seguir adelante: la fotografía.

–¿Qué te parece si aprovechamos ahora para hacer el retrato?

Lena sonríe. Sus ojos, más de niña que de mujer, aceptan el reto, y sus no-labios, ahora más dulces, desprenden la luz que hace un momento había perdido.

–Venga, desnúdate… –me pide.

Mientras ella va a instalar la cámara y dispone diligentemente sus preparativos, yo me desvisto, todo, incluído los calzoncillos. Llevo una toalla encima, para no incomodarla. Ha elegido mis tres mil discos como escenario para la imagen, y ha lanzado varios vinilos por el suelo, escapándose de sus carátulas, creando un bodegón musical sobre el que va a retratarme, según ella, para captar la esencia de Erótica Mix. Me pide que me ponga de rodillas, que me muestre sensual, muy sensual. Me desquito de la toalla. Dispara. Vuelve a enfocar la cámara. Dispara. Repite el clic. Cambio de postura. Dispara. Así se sucede la sesión hasta que llega el instante en que se acerca a medio metro de mi cuerpo.

–No te muevas ahora, por favor.

Su mano se dirige entre mis piernas. Aprieta, sin hacer daño. Su tacto está caliente. Se queda allí, agarrada. Instantáneamente, noto la erección. Ella también. Empieza a acariciarme, a manosearme.

–¿Qué haces, Lena?

–Es que las pastillas me elevan la testosterona. Me lo ha avisado el médico. Dice que si no hace falta, que no me controle, que es bueno para mí.

Tal vez se lo cuestione en otro momento, no me califico yo de experto en medicina. El caso es que no la detengo. Hay una suavidad y una ternura en sus manos que me niego a prohibir. Cuanto más me toca, más siento, exactamente lo mismo que con su abrazo: se da toda. Completamente. No sé si me excita, porque no me atrae como mujer, es otra cosa… aunque me toca de una manera que… La boca, ahora la boca, sus movimientos son algo torpes pero me hace temblar, mi miembro late entre sus dientes. No puedo, me voy a descontrolar, me agarro al sofá, ella sigue, más, cada vez más, un poco más, yo grito, me besa y… me corro. Todo.

Lena alza su rostro, los labios manchados, y con una sonrisa, creo que inocente, alarga sus brazos hasta envolver todo mi cuerpo en el suyo. Dice que no quiere más que eso, sentirse llena en el alma. Nos quedamos un rato en silencio, yo desnudo, ella vestida, fundiendo nuestros calores sin apenas movernos. No es sexo, ni tampoco amor Son unos minutos en los que no pienso, no hablo, sólo siento mi espíritu en paz, completamente acompañado, en el alma. De pronto, Lena empieza a quitarse la ropa, sus zapatos, su sudadera… Y yo, haciendo un esfuerzo, le suplico:

–Vete, por favor. No te voy a ofrecer lo que buscas.

–Yo quiero amarte…

No puedo escuchar una respuesta peor. Sé que si voy más allá la situación se va a complicar, y no quiero asumir ningún compromiso con ella. Esta mujer requiere un trato delicado y sin amor no, no puedo continuar, no me parece ético, no estoy dispuesto a mantener esta relación, seguir con ella sería un abuso de confianza. ¿Y si se vuelve loca por mí? Me aparto, me visto, le pido otra vez que se vaya, le abro la puerta, le digo que tengo trabajo, apago las voces sugerentes de CocoRosie, le guardo el ordenador en el bolso. Por faver, Lena, vete a dar una vuelta…

–¿Y el autorretrato con los dos?

–Otro día…

–¿Me lo prometes?

–Si te vas ahora, sí…

Se va. No llora, ni se queja. Su silencio me desconcierta. Cierro la puerta, rápido, prefiero no verla. Mejor así. Esta relación me da pánico, y no sé si por ella, o por mí. Ella tiene miedo al futuro, pero yo a estar solo.

***

Caminé. Decidí lanzarme a las calles de la ciudad y caminar, caminar y caminar a plena luz del sol, para tomar conciencia de la realidad. No podía ser cierto que fuera invisible para todas las mujeres del mundo, alguna tenía que mirarme, alguna existiría que se sintiera atraída por mí, me daba igual si era guapa o fea, inteligente o estúpida… Sólo deseaba que apareciera una desconocida y me confesara su deseo de estar conmigo.

Me planté delante del bar más céntrico y más popular de la ciudad, cientos de personas pasaban frente a mí y yo las observé a todas, sin perder detalle: ni una de ellas desvió su vista hacia mí. Atravesé las principales avenidas, desnudé con la mirada a todas las turistas y ninguna me hizo caso, aquello era humillante. Volví a plantarme, esta vez frente a las terrazas donde toman su café las chicas más bonitas de la ciudad, y me quedé apoyado en una farola, comprobando, con más crueldad que nunca, mi más absoluta invisibilidad. Llegué a aguantar diez minutos seguidos sin levantar la vista de una mesa en la que dos bellas mujeres tomaban su aperitivo, y jamás advirtieron mi presencia. Para colmo, cuando me acerqué a ellas, amablemente, para recoger las llaves que se les habían caído al suelo, no buscaron mi cara ni para darme las gracias.

Ese día fue deprimente, muy duro. Recuerdo mi paso por las tiendas de Lola, Mari Pepa y Regina, que me trataban como a un enfermo. “¿Cómo llevas tu separación?”, me preguntaban, sin el más mínimo destello de pasión en su mirada. Me escapé a la playa, a ver bikinis, pareos al viento y bañadores ajustados para pieles morenas. Deseaba ser carne para la carne. Si era invisible, al menos podría entretenerme a contemplar lo que me apeteciera. Busqué el lugar estratégico frente al mar, y me ensoñé al paso de tantas, tantas mujeres que desfilaban con sus cuerpos tostados al sol, algunos radiantes, otros mediocres, pero, al fin y al cabo, posibles compañeras de amor. Creo que deliré, hubo momentos en que todas ellas me parecían atletas de una carrera olímpica cuya meta debían atravesar justo frente a mí, y en su impulso final se lanzaban para abrazarme, y celebrar, pegados, la victoria. Por supuesto, todas eran campeonas.

***

–Estás fatal –me reñía Ziggy– Si te obsesionas, no vas a conseguir nada. Tranquilízate, date oxígeno, tío… Las mujeres captan cuando un tipo va buscando cualquier cosa desesperadamente, seguro que les asustas.

Tenía razón. Mi problema es que no podía dominar la ansiedad. Mi deseo casi rozaba lo enfermizo. Eran muy pocos los días que conseguía disfrutar de mi casa redecorada, mi nuevo look –a parte de mi vestuario neo-flamenco, me atreví a cortar mis diez años de melena!– y de mi mundo reinventado en el que no tenía que dar explicaciones a nadie. Ese estado engañoso parecido a la paz interior era sólo pasajero. Después volvía a precipitarme. A descontrolarme. Y cada vez más.

–Oye, Ziggy, ese Pete Doherty y la Winehouse que me vendiste, mucha droga y muchos excesos, pero en el fondo me parecen vacíos.

–Te veo poco receptivo –me respondió, frunciendo el ceño– Creo que aún no estás listo para salir de los clásicos.

Se puso a hurgar entre sus discos, los de vinilo.

–¿Por qué no intentas redescubrir algo? Siempre quedan asignaturas pendientes.

Y mientras removíamos sus gloriosas antigüedades, Ziggy me aleccionó con una de sus leyendas urbanas.

–Usa la táctica Janis Joplin, esa no falla.

–¿De qué va?

–La Janis era una mujer fea, y eso le traumatizaba. Mientras el resto de la banda se tiraba a todas las fans, ella no se comía un rosco. Un día, cansada de no sentirse como la gran estrella de rock que era, pidió a sus backliners que le trajeran al primer tío que encontrasen que quisiera follársela después del concierto, y se lo cepilló. Dicen que ese pardillo era Eric Clapton, cuando aún no era famoso. Ha-ha-ha…

Ziggy me ofreció una de sus particulares carcajadas afónicas, mientras yo me mostraba escéptico.

–¿Tú te crees eso?

–Qué más da! La moraleja está en que Janis se convirtió en una ninfómana gracias a su estrategia de apostar por lo seguro. Cada concierto era una fiesta! Incluso le hizo una felación al viejo de Leonard Cohen, ha-ha-ha!!! –entonces abrió un libro de letras del famoso cantautor, traducidas al español– El muy cabrón la inmortalizó en “Chelsea Hotel”. Fíjate qué pedazo de poeta: “Te recuerdo muy bien (…) haciéndome una mamada en la cama deshecha / mientras las limusinas esperaban en la calle…” Y más adelante: “Eras famosa, tu corazón una leyenda / me dijiste otra vez que los preferías guapos / pero que conmigo harías una excepción”. ¿Qué te parece, tío?

–Una anécdota entretenida –reconocí–, pero perdona que te diga que a mí no me sirve: yo no dispongo de ninguna Janis que me la mame. Sigo a dos velas.

–No has entendido nada: eres tú quien tiene que ser Janis!

–¿Me estás llamando feo?

–Todos nos sentimos feos cuando no follamos! ¿Por qué te crees que cada miércoles me lo monto con la mujer de la limpieza? Para asegurarme un polvo fijo a la semana, ha-ha-ha!!!

–Qué crápula eres, Ziggy. A mí nadie me pasa el mocho…

–Repasa la agenda y piensa: ¿qué asignaturas pendientes tienes? –me interrogó, afilando la espiral de su mostacho. Y antes de que pudiera responderle, como si un dios del rock’n’roll le hubiera iluminado, se fue corriendo hacia el escaparate de la tienda y, con meticulosidad para no desordenar las portadas, seleccionó dos discos.– Estoy convencido de que estando con tu pareja había mujeres a las que les gustabas y que no te liastes con ellas. Si aún están libres, tienes todos los números de que caigan.

Y prescindiendo de mi aprobación, marcó directamente en la caja registradora el precio de los últimos compactos de Coldplay y The Strokes.

–No me hacen falta, Ziggy –le desprecié– no me van a descubrir nada.

–Quizás no, pero lo que hacen, lo hacen muy bien. Recuerda lo que te he dicho: apuesta sobre seguro! Esta vez no puedes fallar!

***

No le hice caso. La única mujer de mi agenda que podía cumplir esas condiciones se murió de una enfermedad degenerativa hace tres años, así que lo que en realidad consiguió Ziggy con su consejo es que estuviera toda una tarde llorando, no sé si recordándola, o dándome pena a mí mismo. Había caído en un pozo sin fondo, un círculo obsesivo que sólo me provocaba la infelicidad. Me sentía muy lejos de mi yo. Hice tripas de mi corazón y tomé mis primeras decisiones importantes, la primera de ellas eliminar de mis pensamientos el deseo, intensificar las relaciones con mis amistades, y buscar distracciones que no tuvieran parecido alguno con perseguir las miradas de las mujeres. Así lo cumplí, y paulatinamente, semana a semana, aprendí a sortear la soledad, con la ayuda imprescindible de mi ironía, reírme de mi mismo contribuía a ganarle terreno a la tristeza. Tal vez me engañaba, es posible, pero mi ánimo se sentía más fuerte.

Hasta el día en que oí la encantadora voz de Marta. Ese fue el detonante para el inicio de un fin de semana que jamás iba a olvidar, porque marcaría el rumbo de mi complejo proceso de reconstrucción de mi yo, en solitario. Mi excompañera de trabajo me llamó por teléfono para invitarme a una fiesta de despedida, le habían concedido una béca para estudiar un máster en Japón. Cuando le pregunté por la lista de asistentes, me nombró a Joan, Hanneke, Raquel, Txell, Dimas, Mai, su hermano Jordi… todos aquellos con los que había compartido mis mejores épocas laborales. No dudé en aceptar, esa celebración olía a alegría, a risas, a pasármelo en grande. Con esa divertida compañía me olvidaría fácilmente de mujeres, del sexo y de todos los impulsos que carcomían mis neuronas. Así, con ese espíritu optimista y el más feliz de mis aspectos, me presenté esa noche en la fiesta. Marta agradeció muchísimo que acudiera, y yo a ella que aún me recordase. Lo primero que hizo fue introducirme como el “soltero de oro” a un par de amigas suyas que, por suerte, no me resultaron atractivas, con lo cual no estuve tentado en ningún momento de desobedecer a mi voluntad. Por si acaso, no me emborraché, conocía la trampa del alcohol que es capaz de transformar en miss universo aquellas que a primera hora son unas sosainas del montón. En lugar de eso, me mostré muy locuaz, hartándome de explicar chistes, chismorreos y anécdotas a mis amigos –por cierto, las leyendas urbanas de los rockeros de Ziggy triunfaron–, bailé los éxitos de Shakira y Beyoncé como un poseído –algo inédito en mi trayectoria noctámbula–, y me zampé un par de bebidas energéticas para que jamás terminara la velada. Cuánta risa, hacía tiempo que no disfrutaba tanto… Pero todo tiene un fin. Alrededor de las cuatro de la madrugada, los asistentes empezaron a desfilar hacia sus casas. También llegó mi turno, y quise despedirme de la anfitriona, Marta. Estaba algo bebida, no mucho, y cuando me acerqué, se mordía el labio. En ningún momento creí que, en vez de intercanviar los dos besos de rigor, me agarraría por el cuello y me susurraría al oido: “tú ahora no te marchas”. No sabía como reaccionar. ¿Estaba pidiéndome sexo? ¿Era a mí? Sí, y no esperó a mi aprobación, me llevó a su habitación, enganchado a sus labios, me tumbó sobre la cama con sus manos ardientes y empezó a acariciarme.

–Ya era hora de que estuvieras libre, te veo más guapo que nunca –me piropeaba– ¿Me harás un regalito de despedida antes de que me vaya al Japón?

Me besó con su lengua aginebrada y apretó su cintura contra la mía, a punto para cabalgar. Le seguí el juego, y con ganas, y eso que jamás me había planteado ninguna clase de emparejamiento con Marta. Eso no significa que no la considerase bella, por supuesto que me seducía, yo adoraba su preciosa melena, larga y rizada. El problema es que para mí siempre había sido la hermanita de uno de mis mejores amigos, Jordi, y por tanto no entraba en mis planes. Por supuesto, tampoco había intuido jamás que yo sería su asignatura pendiente. Y a tenor de lo que disfrutamos esa noche, fue un placer serlo. No sólo por lo sexual, sino por ese maravilloso abrazo con el que me acompañó toda la noche, mientras dormíamos, en la misma cama. Me encantó.

Marta se encargó de alejar cualquier malentendido. Con la voz resacosa, admitió que lo nuestro había sido sólo una aventura, nada más, aunque no se arrepentía de ello, se había sentido muy a gusto. Yo también, estaba eufórico! Esa mañana, cuando salí a la calle, tenía ganas de gritar, de saltar… Necesitaba explicárselo a alguien, y no para presumir, sino para compartir mi dicha. Ziggy no respondía al teléfono, estaría jugando con alguna de sus amantes, por eso convoqué a Toni, Manolo, Enric, el Pollo… puras máquinas de fiesta, de divertirse, mis antiguos camaradas de nocturnidad. Era sábado, y los pubs irlandeses estaban llenos a rebosar, como nuestras gargantas de cerveza, mucha cerveza. Les comuniqué mi reestreno en la cama, me felicitaron, brindamos por el sexo, reímos, todos reconocían mi espectacular cambio de actitud después de tanta tristeza, y me animaron a que fuera a por más. “La clave está en no buscar”, admití. La última copa la tomamos en uno de nuestros antros preferidos, una sala donde solían pinchar pop español; cuando entramos, la multitud bailaba la pegadiza “Cuanta vida”, de Pastora. “Cómo me encantaría perderme entre las sensuales cuerdas vocales de esa cantante”, le comenté al Pollo. Y entonces apareció su ex, Nicolette. Creí que eso nos incomodaría, pero al contrario, tras muchos años sin verla, estaba deliciosa. Teníamos tanto que repasar de nuestras vidas que los demás se despidieron y yo me quedé con ella, conversando. Si tomé otra bebida energética, es porque ya intuía que esa noche volvería a ser larga. Efectivamente, Nicolette, que no abandonó su mirada de mis ojos en un solo instante de la noche, quiso llevarme en coche a mi casa, aunque por el camino se detuvo “por error” en la suya. Subimos. Lo demás fueron orgasmos. Y varios. Cuando las campanas anunciaron las doce del mediodía, me comunicó que su futuro marido le pasaría a buscar para comer, que mejor abandonara su habitación. Me besó en la mejilla, y se atrevió a decirme que, si seguía con tales baterías en la cama, estaría encantada de quedar conmigo otra vez.

Yo… estaba entusiasmado. No podía creérmelo! Cierto que me molestó descubrir que mi deseo había sido cómplice involuntario de unos cuernos, pero eso no me privó de saborear a lo largo del domingo la velada insaciable que me consagró Nicolette. Otra vez tenía ganas de correr, quería anunciar al mundo que volvía a existir… llevaba dos noches seguidas sin dormir solo!

Dicen que la realidad supera la ficción, y debe ser por algo porque, unas horas más tarde, paseando por el barrio bohemio de la ciudad, me crucé con Mari Pepa. Lucía esa matadora minifalda ajustada con la que me vendió el pato The Cure. Al verla, me sonsacó el gusano de las pasiones. Ella se detuvo a preguntarme, como ya era habitual, por mi estado anímico, y esta vez no le contesté con penas, sino invitándole a un café. Le gustó la idea, me cogió del brazo y frente a frente, sobre sillones de terciopelo, dilucidamos alegremente sobre nuestras vidas, sin comentar ni una palabra de separaciones, de soledades ni de ex. Fue entonces cuando me murmuró al oido su afición preferida en el tiempo libre:

–Follar! Me encanta…

Me encerró en su habitación hasta el lunes por la mañana. Desde que me vio en la tienda, confesó, se había propuesto llevarme a la cama. Era su capricho, su asignatura pendiente.

Así, de esa forma espectacular, trunqué mi racha de nueve meses de soledad: con un hat-trick de amantes incontestable. Fue un parto inolvidable que elevó mi autoestima por las nubes y me hizo creer que algo estaba cambiando en mi vida, porque durante esos tres días en los que no pisé mi casa, jamás me acordé de que aún tenía por encolar las imágenes de mi último álbum de fotos. El de mi ex. Lo más duro aún estaba por archivar.

***

–Te pediría un autógrafo en mis tetas y te daría un beso con lengua!

A la tercera va a la vencida. La respuesta que me ha enviado Irene habla por sí sola, mi última candidata a amorío internáutico sabe perfectamente lo que quiere de mí y, aunque mi ego se regocije hasta los límites, no sé muy bien cómo encajarlo. Suelo ser una persona que valora altamente la sensibilidad poética y un mínimo de dignidad literaria incluso en los correos electrónicos; sin embargo, esta jovencita que se define como una fan incondicional de Erótica Mix, estudiante de veintiún años, sería capaz de enloquecerme por su frescura y su espontaneidad. ¿Por qué no con ella? Jamás he conocido lo que se siente cuando alguien demuestra con fe ciega tal admiración y deseo. ¿Y si me equivoco cuando presupongo que la mejor compañía que puedo encontrar para mí es la de alguien que conecte con mis estéticas y mi intelecto? ¿No es posible que existan otros factores mucho más determinantes para que un juego de dos tenga magia? Tratándose de una princesita tan hermosa como la que aparece en su web, vale la pena investigarlo. De todas maneras, no voy a dejar que me engañe la ilusión. Mis dos experiencias anteriores ya me han enseñado que entre la imagen de internet y el físico que se esconde tras la pantalla suele distar un abismo, así que no descarto que al ofrecerle mi mano descubra que le faltan los brazos o que, al besarla en la mejilla, choque con la mitad de su rostro cubierto por una máscara como la del fantasma de la ópera. Y eso no lo sabré hasta que me encuentre con ella. Porque voy a por Irene.

El nervio me empuja, la curiosidad me apresura. Le he citado en un puesto de perritos calientes, justo al frente de la sala donde se va a celebrar el concierto de Sigur Ros, unos islandeses que escuché por primera vez poco antes de finalizar el milenio y que se han convertido en lo más cool de lo que llevamos de siglo XXI. Le invito yo, con el ánimo de impresionarla, en su último correo me contaba que, si quería estar a la última, no podía perderse el directo de este peculiar grupo, aunque no forme parte de su elenco de favoritos. Deduzco, echando un vistazo a su página, que está en fase de moldear su personalidad musical, puesto que se considera fan de bandas muy diferentes como Amaral, Gossos o The Killers. Con el tiempo, ya se encontrará. Y tal vez yo le ayude.

Ahi está, no hay duda, es ella. Lleva su cabello trenzado, rubio, y los morritos rojos, pintados de coquetería inocente; la picardía en sus ojos –párpados de purpurina– y también en su cintura, estrecha, esa que se hace proteger por unos pantalones cortos y ceñidos. Luce ombligo de diosa, y no le falta ningún complemento: aros grandes como pendientes, varios colgantes de bisutería y amuletos en el cuello, pulseras de plástico y de colores… Sí, le miro y me cuesta creerlo, es a mí a quien está esperando esa deliciosa muñeca que ahora mismo está introduciendo en su boca ese afortunado perrito caliente, rebosante en salsas.

–Hola, preciosa!

Casi se bloquea. Sólo sus iris se mueven para estudiarme como si contemplara a un extraterrestre. Diría que es tímida, no sabe muy bien cómo saludarme y opta por darme la mano, dedos de mostaza. Le ofrezco servilletas de papel y le digo que prefiero, si me deja, darle dos besos en las mejillas. Sonríe. Me acerca su cara. La veo niña. Sonrío. En un giro brusco, me busca los labios y me estampa los suyos, se abre paso con la lengua para juguetear con la mía unos instantes y de un salto, se aparta hacia atrás. La veo mujer.

–Ya sólo falta el autógrafo en las tetas! –exclama, riéndose.

Su atrevimiento me ha roto los esquemas y me envuelve en un mar de dudas. Intento descifrar en su cuerpo dónde termina lo adolescente y dónde empieza lo adulto, aunque me cuesta separarlo. Irene, consciente de que me ha dejado boquiabierto, se expone frente a mí para que le observe, con más detalle– ¿Te gusta?

No, no me está pidiendo que le valore el cuerpo, sino su camiseta. No tiene desperdicio, en ella está inscrito en color dorado el nombre de su pasión: Erótica Mix. Las letras recorren el perfil de sus pechos, pequeños y redondos, esos en los quiere que escriba mi firma, con mi propia mano… Me ofrece su seno, vestido. Me ofrece también un rotulador.

–Toma! Es de los que marca para siempre!

No puedo aceptarlo. Yo no soy ningún ídolo, nadie a seguir, no quiero que se engañe! Pero ¿seré tan estúpido de contarle todo eso, ahora que empieza lo bueno? Voy a disfrutar de mi momento de gloria, así que cojo el rotulador y procurando que no me tiemble el pulso, garabateo Erótica Mix en esa curva tan sugerente de su camiseta, percatándome de lo terso que se esconde en su interior. Definitivamente, la perdición vive en su cuerpo. Es una auténtica Lolita.

–Gracias! –y me regala un beso fresco en la mejilla.– A tí también te he traido una, personalizada.

Irene saca de su bolso otra camiseta, la despliega, y leo: “Irene Mix loves Erótica Mix”. No me lo puedo creer.

–He decidido cambiar mi nombre, ya no me llamo Irene: ahora soy Irene Mix. Como tú, es como si fuera mi apellido de casada, ha-ha-ha…

Su risa es tan tierna y descarada como su voz. Cada una de sus palabras es una dosis revitalizante de energía juvenil. Ya sé que la inmadurez nos aleja y que la vergüenza me impide vestir esa camiseta que con tanta ilusión me ha regalado, pero hoy nada me va a robar su alegría. Y si se tercia, algo más. Todo a su tiempo, antes quiero recuperarme de los acontecimientos dándole de comer a mi estómago algo de fritanga del chiringuito, que me va a recordar mis tiempos de estudiante, cuando no tenía ni un céntimo para cenar.

–Así qué, ¿preparada para Sigur Ros? –le pregunto, mientras me sirven en la mesa un menú perrito número cuatro.

–Claro que sí! –exclama, sentada frente a mí, con un refresco de limón– Estoy superemocionada, es mi primer concierto!

–¿El primero? –le respondo, sorprendido.

–Bueno, el primero sola –rectifica, algo agobiada– Sin mis padres… sin mis amigas…

Creo que mi reacción le ha provocado un sentimiento de culpa. Que yo en mi época de universitario ya fuera un melómano adicto que asistía a dos conciertos semanales a costa de comer un huevo frito cada día no significa que esta chica, por el mero hecho de que yo le guste, vaya a tener el mismo currículum. No todo es música en la vida, aunque en la mía lo parezca.

–Para mí es un placer que me hayas elegido para acompañarte en tu primer concierto –suavizo, procurando que se sienta cómoda conmigo–. Estoy seguro de que te gustará, Irene.

Se me escapa una mano sobre su rodilla por debajo de la mesa, un gesto inconsciente de amistad, quizás paternalista, que se transforma en la prueba del tacto. Su piel es fina, la carne dura. Está tensa, aunque se deja, incluso acerca su otra rodilla.

–Sí, será muy guay –sonríe– Tengo muchas ganas!

Muerde el último bocado de su perrito sin dejar de mirarme a los ojos. Le brillan, ya sea por la purpurina de los párpados, o por sí mismos. Hay algo en ellos que me hace pensar, como si quisieran expresar algo que no se atreve.

–Explícame cosas tuyas –le pido, mientras devoro mis patatas fritas–. Quiero saber cómo eres, qué piensas…

Irene, como si se tratara de una redacción de examen, empieza por contar que sus padres están divorciados, que ha vivido siempre con su madre, en varias ciudades, que su ilusión es trabajar en televisión y que, hasta el momento, no ha tenido ningún novio serio. Entonces, suelta con descaro:

–El primer hombre que me gusta de verdad eres tú –y me da una patadita, cariñosa, en la pierna.

–Pero si no me conoces! –le replico, haciéndome el interesante.

–Te equivocas, lo sé todo de ti! Todo! Sé que estuviste en el mismo escenario donde actúa Sígur Ros hace dos años, cuatro meses y cinco días. ¿A que sí?

Ni me acordaba yo de esto, es asombroso! Tendré que ir con mucho cuidado, Irene me ha demostrado que es una auténtica fan, se conoce al dedillo la historia de Erótica Mix con más detalle que yo mismo. ¿Cuántas veces debe haber releído mi página web? Jugar con ella será hacerlo con fuego. Si no quiero echarla a perder, mejor que le obligue a hablar de otros temas.

–A parte de navegar por internet, ¿tienes más aficiones?

–Hace dos semanas me tiré en paracaídas. Fue una pasada!

–¿Te van los deportes de riesgo?

–Sí, por eso he quedado contigo –me responde, pellizcándome en el brazo y con una carita de ángel y demonio, los dos juntos.– Eres soltero, ¿verdad? Al menos, eso es lo que dices en la ficha personal de tu página…

Temo que me está abrumando. Esta historia va más acelerada de lo que esperaba, y no quiero precipitarme. ¿Qué es lo que busca en mí: un ligue, un novio, un marido, o un supuesto famoso para que caiga en sus brazos tras urdir una estrategia de gruppie novata? ¿Soy su capricho de niña o una aventura de mujer? De momento, aún no tengo respuestas, y ya no me quedan patatas fritas. Ha llegado la hora del concierto.

–¿Vamos a ver a los Sigur Ros?

El ambiente en la calle es excepcional, ese que se respira en las grandes ocasiones. Las tendencias urbanas más variadas se mezclan entre los jóvenes que civilizadamente hacen una larga cola para entrar al recinto. Unos punkies despachan latas de cerveza, un par de melenudos su merchandising pirata, un listillo que se las da de discreto trata de revender entradas, porque están agotadas… Ciertamente, se ha generado mucha expectiva en este acontecimiento.

–Qué guay! –exclama Irene, emocionada, agarrándome del brazo–. Mira, te han reconocido!

Efectivamente, los hay que nos observan. He sido consciente de ello desde el primer minuto que llevamos juntos; sin embargo, sólo un ser muy inocente no se daría cuenta de que todos esos hombres que pasan por nuestro lado le están sonriendo a ella, y no a un pobre diablo como yo. Que ese grupo de seguidores de Sigur Ros no me está admirando a mí, sino que le están dando un repaso a su tentador aspecto de barbie. Para su delicia, Irene no se corta, y les enseña con orgullo su camiseta para que puedan leer el nombre de Erótica Mix sobre sus pechos, y entonces me señala, feliz, identificando a su estrella. Disimulo, en el cielo sí hay estrellas. Lo que se estarán cachondeando…

En realidad, sólo hay un hombre que podría detenerse junto a nosotros para reconocerme por lo de Erótica Mix, y es ese motero que justamente ahora frena su inconfundible Harley.

–Ziggy! Qué sorpresa!

El dueño de la tienda de discos alza la visera del casco y, como disparadas por un muelle, emergen las espirales dalinianas de sus bigotes, buscando la salida. Sus ojos le delatan una sonrisa burlona.

–Qué bien acompañado vas hoy, tío! Vaya yogurín!

–Me llamo Irene, Irene Mix –se avanza ella, ofreciéndole su mano.

Ziggy se quita el guante y le aprieta con la suya.

¬–Bonita camiseta, me gusta… –no deja de mirarla, durante varios segundos se niega a abandonar sus dedos.

–¿Tú también vas al concierto? –le interrumpo, antes de que se pierda en sus fantasías eróticas.

–Sí, claro, yo a Sigur Ros no me los pierdo. Voy a aparcar y nos vemos luego por donde siempre, cerca de la mesa de sonido, ¿vale?

Arranca la moto, y desaparece. De repente, suena mi móvil. Lo descuelgo, y una voz me grita:

–Mira a tu izquierda! Estoy aquí!

Esa mujer que está haciendo el molino en la entrada del garaje por donde pasan los vehículos de carga para el montaje y desmontaje del concierto no puede ser otra que… Victoria K!

–Te dejo ahora, que tengo lío, pero te buscaré dentro, guapo. Ya sabes que aún tenemos algo pendiente tú y yo!

Cuelga. Qué casualidades, me convenzo a mí mismo. ¿Cómo podía imaginar que estaría trabajando para la gira de Sigur Ros? ¿Qué le voy a decir cuando me vea flirteando con mi fan? Me quedo absorto, descentrado por todo eso que me sucede a mi alrededor, ni me doy cuenta de que la cola se acaba, que ya ha llegado nuestro turno para introducirnos en la sala. Irene me estira cariñosamente hacia adelante, y casi que tropiezo con una chica que está sentada justo a un lado de la entrada, con su cámara de fotos.

–Disculpa…

–Nunca me reconoces, Erótica Mix.

Lena Luna! Ni me había fijado en ella! ¿Es que también le gusta Sigur Ros?

–Estoy esperando a que me den un pase de fotógrafo. Voy a hacer un encargo para una web musical. ¿Nos hacemos después el autorretrato?

Le hago entender que ya hablaremos dentro, tengo la excusa de que el guardia de seguridad me pide prisa para agilizar la cola. Estoy sobrepasado. Debería haberlo imaginado, Sígur Ros atrae a todo el mundo! Irene está entusiasmada:

–¿Te van a hacer fotos? Qué chachi! Ya sabía yo que con un famoso…

Me ahorro la respuesta, no estoy yo para dar explicaciones tan complejas. Ahora mismo, sólo quiero pasar el control de acceso enseñando los tíckets y tomar una copa en la barra, para tranquilizarme. El guardia de seguridad, con mucha educación, nos inspecciona, y le solicita a Irene que le muestre el interior de su bolso y un documento de identidad.

–En el interior se vende alcohol y no está permitida la entrada a menores de dieciséis años –le advierte. Y después de echar un vistazo al carné, se lo devuelve– Por los pelos, eh? Pasen, pasen.

¿Cómo? ¿Qué ha querido decir con eso? Con veintiún años no… Agarro el carnet de las manos de Irene y busco la fecha de su nacimiento. No me lo puedo creer.

–Pero si aún no has cumplido ni los diecisiete años! –le grito– No eres ni mayor de edad!

–Bueno –se disculpa, encogida, y me abraza muy fuerte para que nadie más pueda escuchar lo que me propone al oido– Pero me vas a desvirgar esta noche, ¿verdad?

El corazón me da un vuelco. Lo que faltaba…

***

Aquel día le convencí para que me ayudara, él era el único en quien podía confiar para seguir el camino adecuado. Mis bloqueos y mis altibajos anímicos no me dejaban reflexionar con suficiente claridad, no sabía muy bien como traducir lo que quería ni lo que buscaba, y para reconstruir mi espacio requería conocimientos que sólo él disponía. Aún se lo agradezco, estuvimos horas y horas en su tienda enganchados a la pantalla del ordenador y escuchando música, hasta que al final tanto esfuerzo dio sus frutos. En el fondo, debo reconocer que la idea de Erótica Mix, más que mía, fue de Ziggy.

No surgió de una brillante locura, ni de una ocurrencia espontánea; tampoco me atrevería a afirmar que se trató de una decisión premeditada, calculada. Yo diría que Erótica Mix significó la culminación de un proceso evolutivo de mi persona, que debería remontarse a los origenes de mi separación. Quizás le esté otorgando un peso específico excesivo en el devenir de mi vida; en ese caso, me limitaré a recordar que la primera vez que pensé en algo parecido fue unas semanas antes, cuando regresé a mi tienda de discos de confianza para contarle a Ziggy mi hat-trick de amantes en un solo fin de semana. Contrariamente a lo que esperaba, él fue muy crítico con mi euforia, y muy contundente en su valoración:

–Te han follado, tío. ¿No te das cuenta? Para mí es como si no hubieras hecho nada! Debes ser tú quien elija, no el elegido. ¿Lo entiendes?

Me molestó, creo que se pasó de la raya. En lugar de animarme y de alimentar mi autoestima, me bajó del cielo para hacerme sentir un pobre desgraciado que se conformó con el primer cuerpo que se le pasó por delante con tal de dormir en compañía. ¿Y qué iba a ganar con ello?

–Hasta que no seas tú el que lleve las riendas de tu vida, no vas a aprender a vivir solo.

Esta frase penetró en mi cerebro como una lanza y me hirió en lo más profundo de mi alma. Le grité, le insulté, le odié. Quisiera haber arremetido contra las estanterías de sus discos y romper los cristales de su tienda, tal es la rabia que había encendido en mi interior, y si no lo hice, fue porque los descendentes de Elvis Presley no tenían que pagar el peaje de mis tribulaciones. Ziggy ni se inmutó. Ese día no levantaba la cabeza de su ordenador. Cuando me acerqué para curiosear qué era lo que tanto le absorbía la atención, no daba crédito a lo que veía: estaba chateando con una mujer que se manoseaba la entrepierna, sus pechos al aire y la líbido en el rostro. Él, por su parte, se lo agradecía y le enviaba un archivo en mp3 con una canción de Prince, “Jack U Off”, que significa “Te haré una paja”.

–Sexo y música, tío, eso es lo que quieren las mujeres! Ha-ha-ha… –se carcajeó, con la que entonces me pareció la más crápula afonía que jamás le había escuchado.

–Y los hombres, ¿no te jode? Parece mentira que hayas caido en el cybersexo –le reproché–. Me das pena.

–¿Por qué? Ahí sí que eres tú el que eliges! Si no te gusta, desconectas! –y golpeando cariñosamente el ordenador, sentenció– Tienes que evolucionar, tío, el siglo XXI está en poder de las nuevas tecnologías. Lo que debes hacer es aprovecharte de ellas!

Ese fue el detonante de Erótica Mix. En mi mente oí un ruido, como si las piezas de una maquinaria hasta entonces inutilizada empezaran a rodar, lentamente, desoxidándose. Supongo que no era demasiado consciente, porque no retomé el tema hasta un tiempo más tarde, como si ese mecanismo de mi cerebro necesitara un período de aclimatación antes de funcionar como debía. Aquel día me limité a abandonar la tienda con un paquete de discos bajo el brazo, el que me preparó Ziggy para calmar mi estado de irritación y en el que incluyó a artistas que creaban a partir de las nuevas tecnologías electrónicas, como Justice, 2 Many Djs y unos amigos suyos, The Pinkertones.

–Y ahora, si no te importa, déjame solo –me solicitó frente al ordenador–, necesito un poco de intimidad.

***

Solo. Así volví a estar y así me volví a sentir durante mucho tiempo. Aunque me doliera en el alma, Ziggy tenía toda la razón: aquel hat-trick de amantes había sido únicamente un espejismo, jamás eliminó mi sensación de soledad. Si algo conseguí con ello fue una cierta seguridad al relacionarme de nuevo con las mujeres, eso sí; en los días posteriores a aquel histórico fin de semana coqueteé y me atreví a seducir a algunas chicas que se cruzaron en mis paseos diarios y en mis rutas noctámbulas. Entre esos episodios, no faltó una noche loca con Regina, la de los álbumes de fotos; lo probé con Adriana, la camarera mexicana, al saber que rompió con su marido; con Mari Pepa repetimos varias veces, nos divertíamos mucho, aunque tuvimos que dejarlo porque no queríamos engancharnos. “El roce hace el cariño –me decía–, y no hay que confundir amante con amor”. Me pareció una frase tan honesta como lúcida. Realmente, nunca me sentí enamorado. En mi vida, esa que llevaba, el sexo no surgía como la consecuencia de un corazón que estallaba, ni tampoco como la aceptación de una mera necesidad fisiológica. El sexo era, para mí, una cortina para cubrir las carencias de mi pobre corazón. Puro maquillaje. Una medicina constituida a base de afecto que podía aliviar los dolores de la enfermedad de la soledad, momentáneamente, pero jamás un antídoto para la cura definitiva. Sólo la paz interior y el tiempo iban a crear esa vacuna. Algo muy difícil. Tal vez, un imposible.

En el fondo, el peso de mi anterior historia con Anita era aún muy grande. Ese álbum de fotos que le correspondía, en cuya portada se veía un aviador –reflejo del espíritu viajero que tanto nos había unido en nuestra vida–, se me había resistido en tantas ocasiones que opté por esconderlo en un cajón, a la espera de sentirme lo suficientemente capaz para afrontarlo. ¿Cómo iba a archivar unas imágenes que todavía se aparecían, como visiones, haciéndose eco de mi soledad, en días, tardes, noches? Es evidente que en algún rincón de mi corazón aún la echaba de menos; sin embargo, siempre me obligué a no equivocarme al definir cuál era ese lugar: no se trataba del deseo, ni de la pasión, ni de la locura, ni del sexo, eso ya lo perdimos y nos condujo irremediablemente hasta el final. En un mar de tristeza, acusamos como gran culpable de nuestra grieta a la falta de chispa, la que no supimos alimentar o la que, simplemente, se apagó. Como todo en este mundo. Qué impotencia nos provocó esa frase: todo se acaba… Pero no, no era ese el rincón de mi corazón que echaba de menos a Anita, sino otro, tal vez cercano pero muy diferente, el que pertenecía al cariño y al afecto. Su mano, cómplice. Su palabra, mágica en los momentos difíciles. Compartir, un plato, una canción, un paisaje. Creo que no estoy equivocado cuando pienso que en los últimos años nuestra relación dejó de ser una fusión de dos para convertirse en dos soledades que se hacían compañía. Quizás por ello, tras separar nuestros caminos, solía acordarme de ella cuando me sentía solo. Y aunque no lloraba, a menudo tragaba saliva.

***

Con Erótica Mix, recobré la ilusión. Mi actitud se alteró, en realidad, desde el primer momento en que internet irrumpió en mi universo sexo-sentimental. Ahora ya puedo confirmar que mis tanteos iniciales tras la pantalla del ordenador se convirtieron, sin que aún lo supiera, en el período de pruebas necesario para llegar hasta el final. Me costó lo suyo ceder a aquellos consejos que tanto me molestaron de Ziggy, en favor de relacionarme a través de las nuevas tecnologías, pero ya habían sido demasiadas las decepciones con mis incursiones azarosas. Eso me hizo pensar seriamente en la posibilidad de abrir otras puertas, de buscar otros caminos, otros mecanismos que me ofrecieran la llave de la felicidad, hasta que tomé la decisión: todas esas horas que anteriormente dedicaba a venderme por la calle, o a recluirme en casa bajo el paraguas de mi soledad, las ocupé en comunicarme con las mujeres del planeta a través del ciberespacio.

Al principio opté por la vía práctica. Consciente de que no buscaba pareja y de que lo único que me interesaba eran las relaciones sexuales que me aportaran deseo, afecto y compañía, me introduje en una comunidad de aficionados al erotismo. Entre centenares, quizás miles, de perfiles explícitos; chats conquistados por machos en celo cuyo vocabulario jamás huía de lo zafio y lo soez; y webcams de la peor calaña pornográfica, construí una figura que pretendía desmarcarse de las demás, para llamar la atención. Mis características eran las propias de un aventurero de la vida, viajero real y sentimental, que deseaba experimentar nuevas sensaciones a través del cariño. Por supuesto, escondí mi identidad bajo un poético pseudónimo –El Paseante del Deseo–, y en mis fotos ofrecí un primer plano de mis labios y mis manos. Besos y tacto, lo que a mí manera de entender expresaba mejor la imagen del afecto.

Naturalmente, fracasé. La única mujer que se atrevió a escribirme –una tal Almendra Roja que en su cromo lucía pechos desnudos sobre tiras de cuero– me instó curioseada a que le informara sobre esas nuevas sensaciones que yo quería experimentar porque ella también era receptiva a los placeres diferentes, y tras leer mi respuesta, se despidió con la frase: “Lo que a mí me falta no es compañía, sino que me den caña”.

Evidentemente, por ese camino no iba a llegar a ninguna parte. Y si la fórmula de llegar al afecto a través del sexo no funcionaba, lo probaría a la inversa: llegar al sexo a través del afecto. Fue entonces cuando aposté por introducirme en una popular comunidad de internautas cuyo nexo en común era su pasión por la música. La idea en sí me pareció buena, al fin y al cabo, en ese universo –que como melómano, conocía bien–, no tenía por qué ser tan difícil encontrar una alma gemela en las mismas condiciones que yo. Por eso me mostré sincero con toda la información que se me exigía para pertenecer a la comunidad: nombre, edad, sexo, profesión, preferencias musicales. En cuanto a la fotografía, me pareció razonable dar una imagen natural, tal cual. No tenía que engañar a nadie.

La respuesta que obtuve en mi página fue algo mayor –no costaba demasiado–, pero casi tan frustante como la anterior. Es cierto que contacté con más mujeres; sin embargo, lo único que esperaban de mí esas tal Camille, Miss Bowie, Esther y Barbarella de las Nubes era que les diera cuerda durante esos ratos que se conectaban en la red. Nada de sexo, a lo sumo amistad. Y me parecía tan absurdo ampliar mi nómina de amigos en el mundo virtual, cuando apenas podía dedicar todo el tiempo que precisaban los que vivían en mi mundo real…

Estuve a punto de dejarlo. Las únicas razones de este fracaso las podía atribuir a que yo fuese un hombre poco deseable –con lo que mi autoestima se hundía hasta el centro de la Tierra–; o a que no sabía moverme por internet. Para salir de dudas, dediqué toda una tarde a rastrear la red de mi comunidad, tratando de averiguar qué es lo que estaba haciendo mal, y llegue a dos conclusiones: la primera, que no necesariamente los que tenían una cifra superior de amigos en su página eran los que generaban más movimiento de correo; la segunda, que los internautas que recibían mayor cantidad de mensajes con coqueteos y propuestas de ligoteo –más o menos descaradas– eran, por una parte, las chicas guapas, y por otra, los músicos. Muy por encima de productores, mánagers, periodistas, promotores, festivaleros o fans. Un demonio me acosó la oreja: teniendo en cuenta lo que perseguía en el ciberespacio, no me interesaba hacerme pasar por mujer, pero… ¿qué sucedería si me transformaba en músico? ¿No estaba de acuerdo con Ziggy cuando decía que a las mujeres lo que les enloquece es la música y el sexo? Sí, ese iba a ser, finalmente, el punto de partida desde el que se gestaría la página que constituyó mi segunda identidad: Erótica Mix.

Con la ayuda de Ziggy, me puse manos a la obra. La noche de marras nos encerramos en su tienda y planteamos crear de la nada a un artista que despertara el deseo sexual entre las mujeres, sin caer en la pornografía. Ese punto justo que queríamos encontrar lo definimos como “el toque erótico”, una etiqueta perfecta para dar a conocer el estilo de nuestro intérprete. Sin duda alguna, lo más complicado del proceso sería encontrarle un repertorio, una obra. Sabíamos que con cuatro canciones nos bastaba, esa era la cantidad máxima de temas que se podía descargar desde cualquier página de la comunidad. Yo me había hecho la idea de rebuscar entre sus discos más extraños, artistas ultradesconocidos, vinilos llenos de polvo; sin embargo, al pincharlos en su equipo de alta fidelidad, resultaron demodés, experimentales, excesivamente transgresores o soporíferos. Además, existía el peligro, por remoto que fuera, de que alguien nos denunciara por pirateo y apropiación indebida. No, no íbamos a arriesgarnos. Entonces Ziggy se sacó de la chistera una jugada maestra, la auténtica clave del éxito. Con una sonrisa sibilina que dio varias vueltas a las espirales de su bigote daliniano, me enseñó una caja con unas grabaciones, inéditas, correspondientes a los ensayos de un dueto que hace muchos años estuvo a punto de irrumpir en el mercado pero que jamás llegó a editar ni un solo disco por culpa de la muerte accidental de uno de los dos componentes. Me puso los cascos, para que le prestara toda mi atención, y lo que pude oir me dejó completamente boquiabierto: eso era exactamente lo que buscábamos. Se trataba ni más ni menos que de nuevas adaptaciones de canciones eróticas y con alto contenido sexual, todas ellas con un lugar destacado en la historia del rock. Lo más característico de su estilo es que estaban mezcladas con bases rítmicas construidas a través de gemidos, aullidos, suspiros, gritos… todos ellos procedentes de juegos sexuales reales. Es decir, mientras uno de los componentes del dueto se había entretenido a versionar cada uno de los temas, el otro se había encargado de registrar los sonidos del sexo, ya formaran parte de espectáculos eróticos, de ejercicios de voyeur, o de su propia experiencia en el acto. Ese último era el mismo Ziggy.

–Yo convertí las versiones en perversiones, ha-ha-ha! –se carcajeaba, con su afonía predilecta.

Me quité el sombrero, y pasamos a la selección de canciones. Nos guiamos por las que tenían un mayor gancho y las que ofrecían mejor calidad sonora. Por eso algunas joyas se quedaron en la reserva, con la posibilidad de incorporarlas en un futuro, como “Wicked Game”, de Chris Isaak –el videoclip más sexy de la historia del pop–; la oscura y animal “Closer”, de Nine Inch Nails; lo más ardiente de George Michael, “I want your sex”; y “Let’s Get It On”, del acalorado Marvin Gaye. También descartamos por excesivamente obscenas esa escatológica “Lluvia dorada en nuestro jardín” de Albert Pla y “Lo estás haciendo muy bien”, de Semen Up. Finalmente, las cuatro piezas que encajaron en el perfil de nuestro nuevo artista serían unos clásicos indiscutibles: “Erotica”, de Madonna –el single que incluyó en su libro de fotos “Sex”–; “Soft’n’wet”, de Prince –una auténtica apología de la lujuria–; “Sexmachine”, de James Brown –el funky que logró mover más caderas femeninas del planeta–; y por supuesto, “Je t’aime, moi non plus”, la melodía más sensual de la historia, de Serge Gainsbourg y Jane Birkin, cuyo subtítulo, referido a la fecha de publicación del single original, ya era de por sí lo bastante explícito: “69 année erotic”.

Así engendramos, pues, la obra del artista. Sólo nos faltaba el historial del personaje. Jamás quisimos crear a un famoso, eso nos habría delatado fácilmente, aunque tampoco podíamos inventar un don nadie, puesto que las mujeres no se sentirían atraídas por él. Después de un largo debate optamos por inventar una biografía breve con detalles algo turbios en la infancia y la adolescencia –su padre le obligó a hacer un estríptis en un cabaret–, una discografia con un álbum que no se vendería por agotado y descatalogado, y un currículum marcado por muy pocas apariciones en público, todas ellas en clubes escogidos de las grandes capitales internacionales, en fechas en las que comprobamos que no actuó nadie, para evitar que no nos pusieran en un aprieto demasiado gordo. Creo que lo que conseguimos fue el perfil ejemplar del típico músico de culto que genera un sentimiento de culpabilidad en el que lo descubre por haberlo desconocido hasta ese momento. Esa percepción la rematamos con un aviso que le proporcionaría una siempre atractiva aura de misterio: “Todo lo que quieras saber de Erótica Mix está en esta página web. Cualquier otra referencia en internet ha sido borrada, denunciada o prohibida por deseo expreso del artista.”

Por lo que respecta a la imagen, Ziggy se ocupó de convencer a un retratista amigo suyo para que sacara a relucir lo más sensual de mi cuerpo. Con su sensibilidad gay, se obstinó en fotografiarme lo más seductor posible, sin que por ello perdiera mi naturalidad, para que pudieran reconocerme las posibles fans en la calle. Alguna de las tomas la trucó con un falso escenario, simulando una actuación en directo. Cuando terminó la sesión, le pagué con una selección de álbumes de Divine, Village People y Montserrat Caballé, y todos contentos.

La guinda final de ese gran proyecto musical iba a ser el nombre. Ziggy y yo coincidimos que debía consistir en algún apodo artístico, intencionado, que por él mismo contuviera el mensaje que íbamos a transmitir, uno que lograse resumir la esencia de la propia página web. Y como la “perversión” que más nos gustaba del repertorio era la del single de Madonna, “Erótica”, decidimos bautizar a esa nueva identidad con el nombre de Erótica Mix. Sexo y música.

Todo cuadraba, o casi todo.

–Oye, Ziggy, ¿y si me acusan por farsante? –le pregunté, algo preocupado.

–Nadie te va montar un escándalo, porque nadie te conoce. Y si alguien te descubre, le respondes que en realidad eres un artista conceptual y que estás haciendo una performance en la red. Quedarás como un intelectual y todo, ha-ha-ha!

–Ya… y tu amigo del dueto, el que murió, no se molestaría si supiera que…

–Si supiera que utilizas su música para follar, sería feliz. Le encantaría.

Estaba cantado. El éxito de Erótica Mix fue inmediato. Todo salío tal com habíamos previsto. Entre las decenas y decenas de mensajes que recibí durante las siguientes semanas, en mi nueva página, había admiradores, felicitaciones y amigos añadidos de todo el mundo. Por supuesto, sólo respondí a las mujeres que me apetecían para convertirse en mis posbiles amantes. Coqueteé, ligoteé, y elegí a mis tres candidatas. Con ellas iba a encontrarme cara a cara: Victoria K, Lena Luna e Irene. Ahora ya, Irene Mix.

***

Me voy corriendo a buscar a Ziggy. Necesito su consejo y ahora más que nunca: llevo agarrada del brazo a una preciosa menor de edad que se proclama mi fan y que quiere que la desvirgue, me busca una productora para saciar una deuda sexual conmigo y una fotógrafa depresiva está loca por hacerme un autorretrato con ella desnuda, a riesgo de que se le dispare la testosterona. Eso, en una sala de conciertos abarrotada de público para ver a los ya casi míticos Sigur Ros.

Me acerco a los alrededores de la mesa de sonido, tal como nos hemos citado ahí es donde debería estar, aunque de momento no veo sus bigotes por ninguna parte. Irene, a mi lado, casi no abre la boca, al menos para hablar. Está excitada, lo más parecido que ha visto alguna vez en su vida es una verbena de San Juan con la Rosario. Nos rodean cerca de tres mil personas, y de cada una que pasa se fija en sus detalles: los cabellos teñidos de rosa, un vestido de terciopelo con letras japonesas, la camiseta con el diseño de Malas Nenas, esos ojos sospechosamente rojos, el guapo de la perilla rubia, las bambas con esas figuras y colores… Le encanta toda la gama de zapatos divertidos que está descubriendo.

–Me encantaría ser mayor, como esas chicas –me cuenta, abrazándome insinuosamente con todo el cuerpo– Estoy segura de que me harías más caso.

El porqué de mi silencio es evidente: no estoy cómodo, aún no sé cómo salir de este atolladero. Necesito que el cerebro se sobreponga a esta especie de ansiedad que me acongoja. Es esta situación tan absurda sólo deseo que venga…

–Ziggy!

Ahí llega, con su sonrisa burlona en la boca y una cerveza en la mano. Menos mal, como mínimo tendré alguien con quien compartir esta encrucijada. Tras un buen abrazo, le da un par de besos a Irene, le ofrece un trago y ella, sin pensarlo dos veces, lo acepta.

–Bebe con cuidado –le riño, cariñosamente– no te emborraches…

–Que no soy una niña! –se queja.

–No es una niña –interviene Ziggy, caballeroso– es una mujer. Y muy guapa…

Le sonríe, se caen bien. Él le pregunta qué le ha parecido la música de Erótica Mix, a ella le encanta, su canción preferida es precisamente “Erotica”, la perversión de Madonna, y desde entonces entablan una conversación que va desde Marvin Gaye hasta Chris Isaak pasando por Prince, todos ellos unos grandes desconocidos para la jovencita Irene.

–Tienes que pasarte un día por mi tienda de discos. Si vienes, te regalo uno…

Más vale que me olvide de la ayuda de Ziggy. En vista de su actitud, no creo que la necesite, él mismo se preocupará por entretener a mis mujeres, con lo que me proporcionará el oxígeno necesario para aclarar mis ideas. De momento, lo que me cuesta es concentrarme en algo más que no sea investigar entre el público que me rodea por si aparecen Lena Luna y Victoria K. Tengo que estar listo para reaccionar, aunque no sé cómo. Cómo puedo hacerles entender que…

De repente, las luces se apagan. La multitud grita. Los focos se encienden. Los músicos suben al escenario y empieza el concierto: son los Sigur Ros.

–Qué movida más guay! Esto es alucinante! Parecen extraterrestres!

Irene salta, aplaude, vocea. Los islandeses se presentan con un espectáculo sofisticado, tanto por su estética como por su vestuario chocante. A mí me fascina la delicadeza con la que aplican las tecnologías en el sonido y en la imagen, con proyecciones y pantallas muy sugerentes. Es un placer escucharlos. Suenan a post-rock, a vanguardia, a electrónica, a new age… son, sencillamente, diferentes. Inconfundibles.

–¿Cantan en islandés? –pregunta Irene.

–No –le corrige Ziggy, antes de que yo pueda contestarle– es un idioma inventado. Son así de originales.

Y le da un trago. Yo aprovecho lo distendido de la situación para empaparme del recital, quiero disfrutar de esta primera parte conmigo mismo porque están interpretando algunas de mis canciones favoritas de “Ágaetys Byrjun”, el primer álbum que descubrí de ellos, y se me pone la piel de gallina. Lo compré con mi ex, durante un maravilloso viaje a Islandia, repetimos docenas de veces esas melodías en el cd del coche de alquiler, atravesando las carreteras que cruzaban el negro de la tierra volcánica y el blanco de los glaciares. Anita, mi compañera de viaje…

–Cuelgo, tío! Ya vale! –y guardando su teléfono en el bolso, me saluda– Hola, guapo, ya estoy aquí!

Victoria K acaba de irrumpir en mis recuerdos más íntimos. Hace caso omiso de mis acompañantes y me abraza tan fuerte como puede para darme un beso, un beso tan largo con toda su lengua, casi forzándome la garganta, como si sus labios fueran un abrelatas. Irene, celosa por ver ese ímpetu con el que me está devorando, le da un pequeño empujón en las nalgas con el deseo de interrumpirle. Victoria K, contrariada, se aparta de mí y la contempla con una mirada de desprecio:

–¿Qué le pasa a esta chiquilla? ¿Es tu hermana?

–No, una amiga…

Irene, molesta por sus palabras, se planta frente a ella con firmeza y le marca territorio, cogiéndome con una mano y con la otra señalando la inscripción que luce sobre su pecho: Erótica Mix. La productora se ríe:

–Vaya, hombre, ¿así que has sacado una nueva línea de camisetas horteras de Erótica Mix sin consultarme? No sabía que te querías vender como un artista para adolescentes.

Irene se violenta, temo que con su energía es capaz de pelearse. Por si acaso, Ziggy hace uso de su galanteria para intentar tranquilizarlas.

–Un poco de paz, amiga –le pide a Victoria K–. Estamos disfrutando del concierto.

–¿Y tú quién eres, el fantasma de Dalí?

–Ziggy, me llamo Ziggy –le responde, esta vez seriamente enfadado– Y ya podrías ser más respetuosa con la gente. ¿Vas a dejar que escuchemos a Sigur Ros?

Los islandeses están interpretando “Gobbledigook”, el tema más conocido de su último álbum. Le pido a Irene que hable un poco con Ziggy, que yo voy a intentar calmar los ánimos de Victoria K. Supongo que para ella hoy debe haber sido uno de esos días de trabajo estresante, y aún está atacada de los nervios.

–Disculpa –se anticipa, a modo de excusa– Sé que voy un poco acelerada, pero es que, joder, llevo mucha mierda encima, me ha llamado hace poco mi ex, está preocupado porque la niña tiene algo de fiebre y, con todo este montaje que me han cascado a última hora, yo sola, porque no tenía que venir a los Sigur Ros y al final…

Una señal de sms que vibra en su mano le recorta sus palabras. Consulta ese mensaje, y mientras teclea la respuesta, una chica que está frente a nosotros se gira, y ante mi sorpresa, me hace una foto. El flash se ha disparado. Es Lena.

–¿No te habías percatado de mi llegada, verdad?

No, y ya no es sólo por su aspecto, el de siempre, tan neutro, con esa envejecida sudadera encapuchada. La culpa de mi distracción son demasiados líos concentrados en tan poco espacio. ¿Y qué le voy a hacer? Le ofrezco la mejilla para darnos dos besos y ella me devuelve uno, en la boca. Victoria K levanta la cabeza del móvil y le suelta una de las suyas:

–¿Y la caperucita ésta qué, de dónde sale ahora? ¿Ya has pedido permiso para tomar fotos en este recinto?

–Estoy trabajando, soy la fotógrafa de Erótica Mix –le responde tímidamente Lena, y le enseña el pase que le autoriza a llevar cámara durante el concierto.

No pienso dejar que Victoria K dispare de nuevo su cruel ametralladora verbal contra la delicada sensibilidad de mi amiga depresiva, así que reafirmo sus palabras.

–Es verdad, se llama Lena Luna.

–Y yo Ziggy –salta el bigotudo, que muy oportuno, le pide amablemente–. ¿Nos haces una foto a Irene y a mí?

No le hace mucha gracia, nunca le han gustado las fotos de recuerdo, las de turista. Ellos igualmente se preparan para la foto, con el escenario al fondo. Victoria K ignora lo que sucede para aislarse en su mundo, el de las telecomunicaciones. El aparato que lleva pegado a la mano ya casi se ha transformado en la prolongación natural de su oreja. Lena no está dispuesta a usar su cámara.

–Yo sólo hago retratos artísticos.

–Por favor, –le suplico– no te cuesta nada.

A desgana, acepta. Clic. Después me enfoca a mí, me pide que pose junto a la mesa de sonido y prepara el encuadre de la cámara. Entonces, sin pedir permiso, Irene se coloca a mi lado, y me abraza por la cintura. Quiere que salgamos los dos en la foto.

–¿Por qué no te apartas, niña? –se queja Lena.

Le pido un poco de comprensión a la artista, y a la jovencita que se aparte, que deje hacer el trabajo a la profesional. Irene aprieta sus morros y se cruza de brazos, un metro más allá. Ziggy, para templar, la situación, le propone ir a tomar una copa, pero ella no quiere.

–Yo no he hecho nada malo. Así que mientras te estén rondando estas mujeres, no me voy a mover de aquí.

Mi paciencia, que antes creía infinita, ahora sé que se está acabando. Lena no se detiene, sigue torturándome con sus flashes.

–¿No te importa hacer esto más tarde? –le riño con el poco tacto que me queda– Me gustaría ver algo del concierto.

–Bueno, pero si te tiro alguna foto mientras tú no te das cuenta no te molesta, ¿verdad?

Me rindo. Me sobrepasan. Levanto la cabeza para reincorporarme al espectáculo de Sigur Ros pero los malditos islandeses, a pesar de que están presentando su último disco, vuelven a abusar en su repertorio de esas melodías evocadoras de “Ágaetis Birjun”. Sólo me faltaba eso: en este alboroto de mujeres, la presencia fantasmal de Anita, como si estuviera juzgándome: “¿Me dejaste a mí por falta de chispa y la estás buscando en esas tres? Qué bajo estás cayendo…”

De pronto, noto que alguien cruza los dedos de mi mano, la derecha, y me pide perdón al oido: es Victoria K, que me regala su calor. Sólo un instante después, un brazo se agarra al mío, el izquierdo: es Irene, que con una sonrisa, busca mi calor. Durante esos segundos que estamos los juntos, contemplando enganchados el concierto, Lena saca su cámara para retratarnos. Ziggy no puede evitarlo, suelta una carcajada tan sonada y tan afónica que despierta mi mente alelada y me conduce a la rebelión:

–Ya no puedo más!!!!

Exploto. Quiero gritar. Me aparto, de un salto, de las tres. Les digo que me voy al lavabo, que no puedo más y, sin dar opción a que me acompañe ninguna de ellas, huyo, a paso rápido, atravesando las entusiasmadas y enfervorecidos admiradoras y admiradores de Sigur Ros, esos islandeses con los que contaba para que interpretasen la banda sonora de mi aventura amorosa y que hoy se están dedicando a taladrar las heridas de mi memoria. Corro, mis pies vuelan, no me detengo hasta que consigo entrar en el baño, ocupo el primer retrete libre, me encierro y me siento. Ya no sé ni si quiero bajarme los pantalones. Mentalmente, estoy agotado. Agobiado. ¿Qué es lo que estoy haciendo? ¿Es esto lo que estaba buscando?

Silencio. Calma. Voy a ordenar mis pensamientos… ¿Por qué estoy en un concierto de Sigur Ros? Porque quería impresionar a Irene, lo que más deseaba era ligar con ella. Sin embargo, la mente de esa princesita tan apetitosa dista un abismo de la mía, básicamente por cuestiones de edad. Lo peor es que, al ser menor, cualquier juego sexual podría llevarme una temporada a los juzgados, así que la elimino. Sin haberlo previsto, ha aparecido Victoria K, que sí que es mayor de edad y quiere acostarse conmigo, pero es madre de una criatura y ese es sólo uno de los motivos por los que va todo el día estresada y enganchada a un insufrible teléfono móvil. Además, no tiene el morbo de esa pantera devorahombres que tanto esperaba. Por tanto, eliminada. Finalmente, Lena, por mucha sensibilidad y talento artístico que tenga, sufre una depresión muy dura de tratar y, por su físico, me atrae tan poco que estoy a punto de pisarla y no me doy cuenta. Vaya, que también la elimino.

Maldito internet! Con tanta ilusión que había elegido a las tres candidatas y tan diferentes que han resultado ser cuando nos hemos enfrentado cara a cara. Pensándolo bien, todas ellas han querido ocultarme algo: Irene, la edad; Victoria K, la maternidad; y Lena Luna, su enfermedad. Aún así, la imagen que desean proyectar en su página no está tan alejada de la realidad, simplemente está situada en un punto equidistante entre lo que son y lo que quieren ser. Y eso, para mí, no es engañar. Es cuestión de saber interpretar las reglas del juego, algo que en mi caso, no he hecho bien. ¿Cómo podría tener yo la desfachatez de quejarme de sus posibles engaños, cuando ellas se han sentido atraídas por una identidad que no es la mía, que es totalmente inventada, falsa? Yo sí que he roto las reglas de la comunidad. Con ellas nunca he sido quien realmente soy, sino lo que le pedí a Ziggy. Y al fin y al cabo, ¿para qué? Tanto esperar de Erótica Mix y, al final… He tomado una decisión. Tiro de la cadena. Ya me he vaciado lo suficiente. Vuelvo a la sala, que los Sigur Ros están cantando “Inni mér syngur vitleysingur”, cuyo estrambótico significado es “Dentro de mí canta un lunático”.

Ahí están, las tres, junto a la mesa de sonido, disfrutando del concierto. Parece que mi ausencia ha servido para que se centren en la música; al fin y al cabo, no se asiste cada día a un espectáculo tan motivador como éste. Ziggy, naturalmente, tampoco se ha movido, mantiene una copa en su mano y continua enganchado a Irene. Sin perder ni un segundo más, convoco a las mujeres:

–Venid, chicas, tengo que comunicaros algo muy importante.

Sorprendidas por mi vehemencia, hacen el esfuerzo de juntarse a mi alrededor. Victoria K apaga el móvil, Irene evita coincidir a su lado y Lena Luna prepara la cámara, para retratar lo que intuye como una gran ocasión.

–Os voy a confesar la verdad –pronuncio, con cierto aire solemne–. Yo no soy Erótica Mix. Mi identidad es falsa, jamás he sido músico. Lo siento…

Callan. Sus rostros de incomprensión lo revelan todo. En ellos también hay indignación, un poco de rabia, algo de pena –demasiada en Lena– y sobre todo, mucha incredulidad. Victoria K es la que rompe el silencio con la pregunta del millón de dólares:

–¿Y quien cojones se ha inventado esas canciones tan de puta madre?

–Ziggy –y le señalo, con cariño– Él fue el compositor de todos los temas junto con otro músico, que desgraciadamente murió. Yo me he limitado a dar la imagen en las fotos, y a contestar los mensajes. Así que, a quien admiráis realmente, es a él.

Ziggy alza sus manos en señal de victoria, y me guiña el ojo. Creo que dos de las tres aún no dan crédito a mis palabras. Victoria K, sin dirigirme ni una palabra de despedida, vuelve a encender el móvil y se pierde, por la sala, tecleando nuevos sms. Lena Luna apaga la cámara, se encapucha y y se sienta en el suelo, con un inmutable rictus de tristeza e impotencia. Irene, por su parte, duda, no sabé muy bien qué es lo que debe hacer, y, al percibir una sonrisa de su nuevo amigo, el alma auténtica de Erótica Mix, se le acerca, le agarra del brazo. Le abraza. Les abandono, a los dos, músico y fan, dejándoles que rían y se lo pasen en grande hasta el final del concierto. Porque yo ya no puedo soportar ni una canción más. Desaparezco. Y cuando cruzo la salida, Sigur Ros está interpretando “Glosoli”, ese embaucador single de un álbum llamado “Takk…”. Es decir, “Gracias…”

***

Solo. Borro mis imágenes de Erótica Mix. Dejo la página a disposición de Ziggy, a partir de ahora sólo escucharé sus consejos musicales, jamás los sexuales.

Solo. Empiezo a encolar las fotos del álbum de Anita, el del avión. Archivar ayuda a cerrar, me digo, pero nunca a olvidar.

Solo. A pesar de Lola, Mari Pepa, Regina, Gemma, Adriana, Lily, Marta, Nicolette, Victoria K, Lena Luna, Irene…

Solo. Y seguiré buscando, porque creo que jamás voy a aprender a vivir solo.