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Gonzalo Rojas: el poeta que olvidó (casi) todo, por Willy McKey

“Desde que se fue Violeta / enlutando la poesía / se ensañan con los
poetas / las faltas de ortografía”
Joaquín Sabina. “Violetas para Violeta”

Es 1986. Horas, minutos quizás, antes de un viaje desde Chile hacia Estados Unidos, un poeta chileno llamado Gonzalo Rojas lo olvida (casi) todo. Su nombre, su dirección, su número de pasaporte… nada de eso estaba. Todo al olvido, todo excepto la posibilidad de articular palabras, buscando entenderse. Pregunta. Le responden. Cuatro horas en este episodio biográfico en el que un hombre, que no recuerda su oficio, sólo tiene una cosa para entender el mundo que lo rodea: la palabra. Cuatro horas y los afectos vuelven junto a los datos gracias al intercambio de palabras. La memoria se va y viene de golpe. Y cuando se muere un poeta y uno lo tiene en la memoria…

El lenguaje siempre se cuela en la biografía de los poetas. Casi siempre lo hace irónicamente. El diagnóstico hecho a Rojas fue una “amnesia global transitoria”, justo antes de transitar el globo entero del sur al norte. Luego de los chequeos médicos que se hiciera en Alemania, tuvo a bien declarar que “cada quien se enferma de lo que tiene”. Memoria. Lo decía un hombre que confesaba que la primera palabra que lo conmovió de niño fue relámpago. Acordarse de la primera palabra que te conmueve es una declaración de principios.

Rojas vivió de cerca el período de Allende y todas sus consecuencias, hasta el punto de exiliarse en un exceso de cruces de residencias capaz de moverlo desde la República Democrática Alemana hasta la tropical Venezuela, gracias a un contrato cargado de solidaridad que la Universidad Simón Bolívar extendió al poeta chileno. Mediante subterfugios civilísimos, el poeta decide venir a Caracas con su familia y abandonar la idea de una cátedra literaria en México, facilitada por Octavio Paz. De esta manera, Rojas trabajó en una de las mejores antologías de poesía latinoamericana junto a Guillermo Sucre. En ese paso por Venezuela, Rojas escribió Oscuro (1977) y participó como jurado en el Premio Rómulo Gallegos que tuvo como ganador a Carlos Fuentes con Terra Nostra. Rojas. Paz. Sucre. Fuentes. Son más que nombres: es una muestra del trabajo a favor de la poesía que durante años tuvo en Monte Ávila Editores Latinoamericana una embajada de la inteligencia, más preocupada por la idea que por la ideología.

Más de treinta años antes de aquella escala amnésica de 1986, en una sesión de la Sociedad de Escritores de Chile, Rojas dejó colar otra frase relámpago: “Cambiar, cambiar el mundo. No le dejemos toda la iniciativa a los terremotos. En Chile, por lo menos”. Hoy, sumando episodios, puede leerse ese reclamo como la frase que condena a un poeta hijo de minero a convertirse en el calco de esa ficción que es la Patria.

En estos tiempos los poetas tienen pocas maneras de convertirse en noticia. La muerte, con todos los errores ortográficos que ella implica, acaba siendo el más eficaz de los modos, en especial para quienes han visto afectada su obra por pruritos ajenos a ella, que van desde la intoxicación política hasta la animadversión biográfica. “Cambiar, cambiar el mundo”. No le dejemos toda la iniciativa a los políticos. En Venezuela, por lo menos. Basta hacer memoria.

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En contra de la muerte
Por Gonzalo Rojas

Me arranco las visiones y me arranco los ojos cada día que pasa.
No quiero ver ¡no puedo! ver morir a los hombres cada día.
Prefiero ser de piedra, estar oscuro,
a soportar el asco de ablandarme por dentro y sonreír
a diestra y siniestra con tal de prosperar en mi negocio.

No tengo otro negocio que estar aquí diciendo la verdad
en mitad de la calle y hacia todos los vientos:
la verdad de estar vivo, únicamente vivo,
con los pies en la tierra y el esqueleto libre en este mundo.

¿Qué sacamos con eso de saltar hasta el sol con nuestras máquinas
a la velocidad del pensamiento, demonios: qué sacamos
con volar más allá del infinito
si seguimos muriendo sin esperanza alguna de vivir
fuera del tiempo oscuro?

Dios no me sirve. Nadie me sirve para nada.
Pero respiro, y como, y hasta duermo
pensando que me faltan unos diez o veinte años para irme
de bruces, como todos, a dormir en dos metros de cemento allá abajo.

No lloro, no me lloro. Todo ha de ser así como ha de ser,
pero no puedo ver cajones y cajones
pasar, pasar, pasar, pasar cada minuto
llenos de algo, rellenos de algo, no puedo ver
todavía caliente la sangre en los cajones.

Toco esta rosa, beso sus pétalos, adoro
la vida, no me canso de amar a las mujeres: me alimento
de abrir el mundo en ellas. Pero todo es inútil,
porque yo mismo soy una cabeza inútil
lista para cortar, pero no entender qué es eso
de esperar otro mundo de este mundo.

Me hablan del Dios o me hablan de la Historia. Me río
de ir a buscar tan lejos la explicación del hambre
que me devora, el hambre de vivir como el sol
en la gracia del aire, eternamente.

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