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Gonzalo Rojas: De lo que se escribe no se sabe, por Gustavo Valle

Un posible heterónimo para Gonzalo Rojas: Nadie. “Si hay una palabra que he amado –decía el poeta– y  sigo amando es nadie. Porque si somos polvo, también somos enigma y de eso estamos hechos”. Llamándose así Ulises salvo su pellejo frente a las amenazas del Cíclope. Homero creó con esta palabra una forma del anonimato con nombre propio. Nadie tiene enormes beneficios: ocultamiento trucado, invisibilidad carnavalesca, identificación inverosímil. Como no es ninguno puede ser todos: “Ser nadie es aquel al que no se le ve la mano, como a Dios”.

Gonzalo Rojas pasó toda su vida queriendo ser Nadie. Salió en busca de un ser coral  y compuso una compleja red con Darío y su sensualidad trascendente, Vallejo y su honestidad dolorosa, Huidobro y su empresa creacionista, Neruda y su hechizo genésico, Pablo de Rokha y su potente macho anciano. Con ellos estableció un sistema circulatorio de transfusiones: “como una criatura que vuelve a las entrañas/ de millares de madres sucesivas”. No una “angustia de las influencias” sino una transmigración a la manera de los salones esotéricos de Madame Blavastky. Nadie es un espacio propicio para la reencarnación, la puerta que conduce al lugar donde los poetas admirados se reúnen. Gonzalo Rojas, como Darío, pudo haber dicho “Yo soy teósofo”.

Pero detrás de esa compleja red de voces la suya se afirmaba. Su sitio está en el centro de un cruce de caminos. Un sitio que es una plataforma donde se propicia el flujo y reflujo de las eras imaginarias. Una “tabla de aire” donde fijar lo imposible: “¿sabes cómo escribo cuando escribo? Remo/ en el aire”. Voces hechas de aire, bocanadas de sentido. Me gusta imaginar un libro suyo como una porción de aire atrapado dentro del globo de un niño. Sus palabras son zumbidos, oxígeno guardado en pequeñas cámaras verbales: “un aire, un aire, un aire nuevo/ no para respirarlo/ sino para vivirlo”.

Lo aéreo como epifanía. Lo relampagueante que hay en su obra nace, no del chispazo, sino del oxígeno que procura la combustión. Digamos que él ofrece la atmósfera para una tormenta eléctrica. Como Benjamín Franklin, Gonzalo Rojas también inventa un pararrayos. Indaga en la naturaleza de lo fosfórico y ve allí una forma de nacimiento, una energía fundamental. El efímero instante eléctrico, ese abrir y cerrar de ojos donde se despliega y oscurece una vida, fascina al poeta: “Ser –como los divinos– de repente”. Una teoría del Big Bang adaptada a un microcosmos. Si somos producto de una explosión remota, la poesía es una ignición permanente.

Esta ignición era su alma gemela, su estrategia de invención y su código de vida. Una estrategia de invención producto del azar objetivo y los saltos mortales que el surrealismo le proporcionó, y un código de vida porque el poeta necesita renacer, volver a ese instante en que abrimos por vez primera los ojos ante el mundo: “Estoy viviendo un reverdecimiento en el mejor sentido, una reñiñez, una espontaneidad que casi no me explico”.

Para Rojas el nacimiento (igual que la muerte) es movimiento, trasvase de un sitio a otro. Entrar y salir, inhalar y exhalar, estar y no: “no es que ése que está ahí se haya ido, ha/ salido para entrar/ generación tras generación a la bestialidad/ insaciable del espíritu”. Equipado con una formidable válvula imaginaria, Rojas propiciaba el tráfico de objetos y seres hasta advertir sus metamorfosis: “Las personas no mueren, quedan encantadas”.

Entrar y salir remite también de la oscilación del amor. Penetración sucesiva, bomba del cosmos. Y en ese péndulo se fragua algo que podríamos llamar la visión coital de Gonzalo Rojas. Trasladar al mundo occidental la unión de Shiva y Shakti como motor fundador. La experiencia se imanta de hormonas y exhibe su apetito: “La apuesta es ahora/ ese ahora libertino cuando uno/ todavía echa semen sagrado en las muchachas, y/ no escarmienta…”. Filosofía hormonal en la que las diferencias se afirman y los sexos se integran desde sus categorías opuestas. Una polarización que invade incluso el terrero lingüístico: secuoia y secuoio, personaje y personaja, clavícula y clavículo, nogal y nogala, cóndor y cóndora. La mujer objeto del deseo es impúdicamente celebrada. Pero como en Darío, siempre se confunde con la mujer mítica y trascendente. La mujer es todas las mujeres y viceversa. Las prostitutas son las “adivinas”, Magdalena está “herida de amor”. Igual a un artista del Barroco, Rojas llega a lo sagrado a través del cuerpo y se hace llamar “místico concupiscente” como una especie de Rey Salomón nacido en Lebu.

No hay espacio para la contemplación en su poesía. Mucho menos la descripción de un paisaje. Si se sumerge en ellos no es para describirlos sino para localizar allí algo cambiante: “no hubo/ en esta orilla del planeta nadie/ antes que el viento”. Evade toda detención y se ubica en un plano volátil que determinará su experiencia vital y la de sus poemas. Si movimiento es vida –y está claro que Gonzalo Rojas apuesta por ella–, entrar y salir es vida elevada a la potencia, en constante y sucesiva reproducción de sí misma. Rojas siempre estará con la vida, contra la muerte, en la orilla opuesta a la quietud definitiva.

Lo primero que sorprende en sus poemas es su uso magistral del ritmo. Se trata de un principio organizador y una pulsión vital: “nace de nadie el ritmo/… se adelgaza/ para pasar por el latido precioso/ de la sangre”. Sus poemas son a su vez máquinas rítmicas. En ellos algo vuela como “el pájaro verbal que vuela en tu lengua”. Su uso métrico es rico en matices y leerlo es asistir a un juego de rupturas y series arbitrarias que producen un efecto tan armónico como disparatado. Disparatado porque “disparan” algo.

Esta eyaculatoria sólo es posible bajo el signo de lo lúdico. Rojas odia la jeremiada y avanza hacia una estética de la risa, del juego. Un juego que va dirigido hacia algo que podemos darle una categoría ética: la alegría. “Reír es además de reír purificar sabiduría”. Esto lo lleva a sus últimas consecuencias. Una forma grave como la elegía es atajada con tono lúdico para revelar el rostro más amable de lo triste. “Todos los elegíacos son unos canallas”, dice. Incluso “enemigos” suyos como Braulio Arenas o Nicanor Parra reciben sendos poemas tan venenosos como juguetones donde finalmente el chiste parece un antídoto ante la descalificación. Este tono jocoso-ponzoñoso también está presente en los innumerables ataques a la crítica. Como romántico moderno o hijo de las vanguardias, Rojas ve en las prácticas intelectuales de cubículo una suerte de mediocridad o vampirismo: “siempre vendrán de vuelta sin haber ido/ nunca a ninguna parte los doctorados” o “mucha lectura envejece la imaginación/ del ojo”. De estas boutades se salvan Octavio Paz y Guillermo Sucre, a quien le dedica un par de poemas. En “Oficio de Guillermo”, a propósito de su libro La máscara, la transparencia, dice: “entremos con reverencia a sus páginas de aire…/ nadie/ apartó antes las aguas de las aguas”.

Si bien está muy distante de lo que se entiende por un “poeta comprometido”, en algunos de sus textos encontraremos pasajes como: “Ahí anda de nuevo el helicóptero dándole vueltas y vueltas/ a la casa/ horas y horas, no para nunca/ el asedio…”. No toma el camino de los discursos nacionales, sino que sigue la pista de las tragedias personales y anónimas. A Rojas no le interesa una crítica de la historia sino establecer un diálogo con sus víctimas. Intenta rescatarlas de su indefensión y recrea desde sus actos un heroísmo necesario: “Sólo veo al inmolado de Concepción que hizo humo/ su carne y ardió por Chile entero en las gradas/ de la Catedral…”. Textos a modo de homenajes que son frecuentes en su poesía y que también abordan su historia familiar para hacer de los lazos consanguíneos un linaje imaginario. Amparado por cierta parentela vallejeana, asciende y desciende en su propio árbol genealógico en busca de su propia tribu: su infancia en Lebu, su padre minero, su madre, sus hermanos, sus hijos. Crea lo que él llama, una “Materia de testamento” y la prefigura como un grupo de trapecistas: “me imagino a mi padre/ colgado de mis pies y a mi abuelo/ de los pies de mi padre”. Una doble identidad, la consanguínea y la imaginaria, que parece confundirse hasta hacerse camaleónica: “Tanto se habla de la abolición del yo –dice– que dicho ocultamiento se ha hecho sospechoso de originalismo irrisorio”. La única abolición es la de la fijeza. En Rojas no hay fijeza porque ella es, precisamente, identificable. El mundo es una apariencia hecha de intercambios, de constantes y múltiples trasvases. Su equivalente no es su doble. Su equivalente en el fondo no existe. Si Nadie es un Otro desconocido, si Nadie somos todos, si “yo es otro”, entonces en la vida “casi todo es otra cosa” y “de lo que se escribe no se sabe”.

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