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Las librerías: final de temporada, por Andrés Boersner

Un par de meses atrás lamentábamos el cierre de Librería Lectura. Los más pesimistas referían a motivos económicos relacionados con la crisis y el proceso de cambios que pretende implantar el gobierno, de un sistema a otro. Al férreo control y bloqueo por parte del SENIAT y CADIVI, agregaban razones que tenían que ver con la supuesta voluntad oficial de impedir la entrada de textos e ideas ajenas a su entorno. Se trataría de una fórmula que maquilla la denunciada por Mario Vargas Llosa en su discurso La libertad y los libros (Feria del Libro de Buenos Aires, 21, abril, 2011). Allí manifiesta que los gobiernos con visión dogmática, excluyente y autoritaria asumen con el comisariato lo que antes aplicaban los inquisidores al pretender que los libros sean “examinados o purgados por censores estrictos para asegurar que sus contenidos se ajusten a la ortodoxia y no se deslicen en ellos apostasías y desviaciones de la doctrina verdadera. Dejarlos prosperar sin esa camisa de fuerza de la censura previa sería poblar el mundo de heterodoxias, teorías subversivas, tentaciones peligrosas y desafíos múltiples a las  verdades canónicas”.

Lo cierto es que aquí la sequía toca a una y otra posición. Por eso cuando nuestro presidente viaja a España hace una parada técnica en la Casa del Libro para llevarse ochenta y ocho ejemplares que aquí no se consiguen. Eso no quita que algunos de ellos los recomiende ampliamente en su maratón dominical o durante alguno de los encadenamientos  mediáticos.

Al ser consultado por la decisión de cierre de Lectura su librero, Walter Rodríguez, señalaba que el costo de los libros y su escasez había acabado con “los ratones de librería” (que se llevaban 4-5 libros en cada tanda). Mencionaba también el problema de importación  y el costo de alquiler del local. Algún optimista alegó que Walter “estaba cansado” y que el Sol salía para todos: tranquilos, porque se abren nuevos espacios para el libro.

Hoy debemos reseñar el cierre de dos Librerías más (Librerías con mayúsculas; no librerías “donde también venden libros”): Estudios, de La Castellana y Librería Centro Plaza. La primera funcionó por más de una docena de años y la segunda por más de tres décadas. En ambas había libreros. Por Centro Plaza pasaron Isidoro Duarte, Eduardo Maurín y Luis Ramírez, personas con gran conocimiento y trayectoria dentro del mundo del libro. Su librero de los últimos años era Eduardo Castillo, quien se inició, a la par que nosotros, a comienzos de los ochenta. Librería Estudios, después de la muerte de Carmelo Vilda, estuvo a cargo Javier Marichal, uno de los libreros más completos de este país, en cualquier época.

En ambos casos el tema del alquiler tiene un peso contundente. A ello se agrega la dificultad en el surtido, que hacía peligrar la naturaleza y características propias de ambos santuarios.

Mientras alguna revista se regocija por la buena marcha del mercado y por la venta de libros en tiendas de discos (algunas de las cuales también venden helados y chucherías, como el caso de la legendaria Don Disco) otros pensamos que el mercado natural se está pervirtiendo y que la tendencia, por los momentos, apunta a que las librerías terminen ofertando bati-bati y que los melómanos recomienden la biblioteca de Elías Canetti en Debolsillo. Farmacias, quincallerías, perfumerías, perrocalenteros están vendiendo libros. Y en el caso de este último se trataba de una edición pirateada de Sangre en el diván, situada precariamente entre la mostaza y la mayonesa. ¿Significa esto que las ventas están boyantes o que los distribuidores que subsisten (porque algunos han cerrado, otros han reducido personal y la mayoría se ha concentrado en vender más de lo mismo, como los kioscos que rodean el Hotel Humboldt, en el Ávila) buscan nuevos mercados  porque el natural está en crisis?

Decir que “las librerías venezolanas siguen en buen pie” (El Librero, nº 45, pág. 4) es tan dudoso como decirle al que monta una sucursal en Colombia que lo hace gracias a lo bien que le va acá. Muchos de los que diversifican lo hacen porque los números no cuadran o porque el rubro que manejaban también está en crísis (es el caso de los cd por la situación de piratería y la facilidad de descarga musical a través del computador).

Cuando libreros como Rodnei Casares o Ignacio Alvarado dicen que las ventas han disminuido en los últimos años un 30% creo que deberíamos alarmarnos. Lo que percibo de otras, aún de las de cadena, es falta de novedades, de fondo y una tendencia cada vez mayor a diversificarse. En las vitrinas de las librerías de cadena el espacio para los maletines y juguetes ha invadido aún más el que antes ocupaban los libros.

Los únicos libreros que sí han podido mantenerse y, en algunos casos prosperar, son los que se dedican al libro de segunda mano. Allí el margen de ganancia es mayor y menores los costos de mantenimiento. Con alguno de los colegas libroviejeros que atiende desde hace veinte años debajo del puente de Las Fuerzas Armadas pude confirmar la cantidad de personas que al abandonar el país no saben qué hacer con sus bibliotecas, así que terminan vendiéndolas por cuatro lochas o regalándolas.

¿Cuáles son las nuevas librerías que abren? Y, apartando las intenciones, profesionalismo y entusiasmo ¿Tienen la misma calidad de oferta que las que cierran? ¿Tienen acaso un buen surtido de las editoriales alternativas y tradicionales de Venezuela o son las ofertas de depósito que ya conocemos? ¿Promocionan las grandes editoriales, SigloXXI, Trotta, Akal, Acantilado, Siruela, Pre-textos, Técnos, Catedra, Alianza, Gredos, Blanca Fiore, Paidós, Herder que traía Estudios?

Sigo y seguiré apostando a los libros; entristeciéndome por el cierre de estas tres librerías y alegrándome por la apertura de otras como Sopa de Letras, que apuestan por el libro infantil y juvenil, algo que maravilla y estimula. Y me parece magnífico que tengamos una revista sobre libros que es un lujo casi en cualquier parte del mundo. El Librero es una de las iniciativas culturales más ambiciosas de los últimos años.  Pero creo que no siempre reflejan la realidad del mercado. El deseo de que las cosas funcionen está bien, pero cuando el Emperador está desnudo hay que señalarlo y decirle que vaya a una tienda de ropa o al sastre de confianza, no a la chocolatería más cercana.

Celebrar la ampliación de espacios no tradicionales para el libro y que no venga acompañada por la bibliodiversidad me parece un error, no ayuda a transformar el momento dramático que padecemos. Mientras en otros países el problema se plantea por las nuevas tecnologías que ocupan el mercado o buscan desplazar el formato tradicional del libro, aquí lo uno no aparece y lo otro se va reduciendo. No es hora de callar para sobrevivir. Traer los títulos deseados con el cupo de internet o a través del pana que viaja a Barcelona, Bogotá o Buenos Aires puede solventar las necesidades particulares. Pero señalarlo en páginas literarias para recomendarlo al público lector es como mostrarle a la tropa una foto llena de manjares antes de servirle el rancho de fororo y alfalfa. Libreros, lectores en general, intelectuales, académicos, sindicalistas, dirigentes del gremio, deberían manifestarse por el cerco cultural al que nos remiten las reglamentaciones y los vaivenes de una economía que se dice socialista pero no parece encaminada a mostrar el carácter igualitario, plural, inclusivo y de apoyo al libro y la cultura, como bien básico, en nuestra vida diaria.

Hagámoslo, así se esté lloviendo sobre mojado. Ya el hecho de que sigan preguntando por qué no hay novedades o por qué las pocas que llegan vienen tan caras revela un desconocimiento de la situación. Hagámoslo antes de que caigamos en la resignada frase “esto es lo que hay” o de que el librero se convierta en un despachador que te diga “tenemos de Coetzee, en barquilla o tinita, con lluvia de Paul Auster y sirope de Vargas Llosa”. O, peor aún, de que el sabor sea uno sólo y el que le gusta al Jefe.