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Un retrato de Frank Sinatra, por Geoffrey O’Brien

El libro de James Kaplan Frank: The Voice realmente no se puede soltar. Es una historia épica, de tabloide estridente, construida sobre los hechos, o más precisamente, sobre el disparatado, y a veces contradictorio, testimonio de muchos participantes de la vida joven de Frank Sinatra.

Ciertamente hay suficiente testimonio para escoger; pedazos de Sinatra, torcido y distorsionado de varias maneras, regados por todas partes del siglo XX. Pero no convergen hacia un retrato unificado: ante la multitud de Sinatras con  los que uno debe intentar formar una sola persona creíble, hay un sentido de disonancia que no se compagina con las perfectas armonías de sus grabaciones más importantes.

Durante la primera parte del libro, Kaplan se limita al primer tercio de la trayectoria de Sinatra, al auge, caída y resurrección que precedieron la larga carrera de los ahora clásicos discos editados por Capitol, los días escandalosos del Rat Pack y el lugar, al final, en el trono como Presidente de la Junta Directiva. Su libro es entonces un Retrato del artista adolescente, que sigue a Sinatra desde cerca, hasta el momento en que rescata una carrera vacilante ganando un Oscar como Mejor Actor de Reparto por De aquí a la eternidad. Sólo que el sujeto se niega a quedarse sentado lo suficiente para otorgar una imagen estable.

La trama mayor tiene la ventaja de que es un arco de simplicidad comprehensiva: un hombre joven emerge de la nada impulsado por un deseo ilimitado por tener éxito, logra todo como por magia, se acerca a perderlo todo, luego lo recupera con intereses. Como esbozo es una narrativa triunfal, con un atractivo como el de la vida de Julio César o Napoleón, con el detalle de que en el medio de la farándula una historia como esta puede tener un final feliz, sin terminar en exilio o asesinato, pero con el legado de la perpetuidad, mientras La Voz sigue vertiéndose sobre el mundo a través de reediciones de sus grabaciones.

Cuando un columnista se refiere a Sinatra como un “semidiós”, la hilaridad puede encubrir una genuina emoción de adoración; la estatura de Sinatra como emblema de una supremacía y durabilidad incontestables siguen convirtiéndolo en un héroe mítico. No era gran cosa ser el inspirador de un poco de sabiduría ubicua, en boca de un anónimo: “Es el mundo de Sinatra, los demás sólo vivimos aquí”. La meta consciente de su existencia puede haber sido convertirse en el único individuo que pudiera provocar tal encapsulamiento. Ser el mejor cantante de todos los tiempos no era ni la mitad de todo; Sinatra era también un héroe popular: es el hombre que remoldea al mundo según sus propios deseos, rompiendo todas las reglas e imponiendo nuevas a su antojo, y finalmente, con la auto indulgencia suprema de alguien intocable, tipificando, y hasta burlándose, de su propio cliché, las millones de veces que tuvo que cantar “My Way” cuando le pedían otra.

Pero el triunfo no es precisamente el tema de Kaplan. Quiere meterse de cabeza en la fascinación que produce la carrera de Sinatra, y encontrar las conexiones internas de una vida que va desde la expresión lírica sin paralelos hasta la explosividad violenta impredecible; trata de bajarle el volumen al montaje frívolo lo suficiente como para darle algún sentido de realidad a las anécdotas, muchas de la cuales han sido contadas y recontadas infinitas veces. Lo que logra -apilando detalles del día a día y noche a noche, llevándonos a un realismo casi neurológico- es un centro de incomodidad y ansiedad, cuya manifestación externa se debate con el impulso casi incontrolable de controlar, y hasta de atacar.

Sinatra, un solitario que controló multitudes con su seductor magnetismo y se rodeó de una corte, alguna vez fue un adolescente que escuchaba a Bing Crosby en su Atwater-Kent en la soledad de su habitación, imaginando cómo conquistaría al mundo con el poder de su voz. Pero ni él pudo imaginar el efecto desbordante que tendría sobre las adolescentes norteamericanas, o que su destino era abrirle la puerta a la nueva era de la idolatría de las masas.

Kaplan muestra al joven Sinatra con una ambición casi infinita, cuyo fanático sentido del orden eventualmente se extendió a todos los aspectos de su vida, presente y futura: “Prácticamente cada gesto que tuvo en su vida tuvo algo que ver con el avance de su carrera”. La más minima incertidumbre ponía las cosas incómodas para él y para todos los que lo rodeaban: “Cuando tenía miedo, le gustaba hacer saltar a los demás”.

El poder de los talentos que descubrió en sí mismo –el talento para cantar y el talento aún mayor para seleccionar, comprender, e interpretar lo que cantaba- lo desarrolló hasta convertirlo en una masa de sospecha, resentimiento y rabia, para protegerse. En el estudio de grabación podía saborear la liberación disciplinada de una fuerza insospechadamente poderosa: un perfeccionista que frecuentemente alcanzó algo como la perfección se ocupó en crear una situación lo más cercana posible al control total. En otras partes la disciplina era errática y las situaciones a veces se descontrolaban. “Toda la vida de Frank,” resume Kaplan, “parecía estar sostenida sobre la edificación y la liberación de tensiones. Cuando las tensiones se soltaban con el canto, era hermoso; pero cuando tomaban la forma de furia, era terrible”.

Con frecuencia el tono del libro se acerca al melodrama, pero es un melodrama alcanzado honestamente. Esta fue una vida vivida, por lo menos en el sentido de los años mozos menos comedidos, como para dejar atrás un legado así de ordinario. Como el productor Mitch Miller (uno de los muchos colegas que Sinatra finalmente puso firmemente en su lugar) sugirió alguna vez: “Frank era un tipo -llámalo ego o como quieras- al que le gustaba sufrir en voz alta, ser dramático. Había muchas personas, grandes cantantes, que tenían una vida loca o grandes problemas, pero se lo callaban. Frank tenía que sufrir en público, para que todos lo pudieran ver”.

Si Sinatra, pese a sus muchas actuaciones sorprendentes en el cine, como el Maggio de De aquí a la eternidad o el mayor Marco en El candidato de Manchuria, nunca pudo crear un personaje de cine que igualara sus dotes, era porque su verdadera película era su vida. Un espectáculo cuyos excesos, cambios emocionales, crueldades casuales y explosiones que ponían los pelos de punta iban mucho más allá que cualquier cosa que Hollywood pudiera intentar.

Y no la vivió solo: mientras que el enfoque central del libro puede verse como lo difícil que era ser Frank Sinatra, por lo menos según Kaplan era mucho más fácil que ser Tommy Dorsey (“siempre intranquilo, insaciablemente ambicioso”) o Buddy Rich (“volátil, egocéntrico”) o Lana Turner (“una cáscara vacía de un ser humano”) o Nelson Riddle (“un luterano adusto, cáustico, reprimido”) o Jimmy Van Heusen (“boca de cloaca, obsesionado con el sexo y el alcohol”) o, menos que menos, Ava Gardner, que cuando entra en escena se apodera del libro casi como debe haberse apoderado de la psique de Sinatra.

Nos encontramos, y no es la primera vez ni será seguramente la última, en las profundidades del ámbito fantasmagórico del estrellato del siglo XX, deambulando entre los fabricantes de sueños cuyas vidas propias parecen soñadas. Frank Sinatra baila con Lana Turner y mira fijamente a Ava Gardner (recién divorciada de Artie Shaw, luego de su divorcio de Mickey Rooney) quien baila con Howard Hughes. Entre todos aquellos adeptos a la auto invención, Sinatra triunfa por la energía conscientemente dirigida y el cálculo unilateral que le pone a esa tarea, hasta (en la leyenda en la cual se ha convertido su vida) que se consigue con la insuperable Ava. Esa es al menos una manera de leer la evidencia; la otra seria imaginar a Sinatra maniobrando siempre al borde del caos, tan perplejo como cualquier mirón ante el temporal de su trayectoria inicial.

Kaplan comienza la historia desde el vientre, con las dificultades durante el parto de Sinatra, un nacimiento que dejó cicatrices permanentes y deformidades (una oreja deforme) y durante el cual tanto él como su madre casi no sobrevivieron: “Prácticamente me arrancaron de adentro y me lanzaron a un lado”, le confió una vez a una amante, todavía curándose del resentimiento de ser desatendido mientras el médico trataba de salvarle la vida a su madre. Al trauma del nacimiento lo sigue el trauma de la relación a veces abusiva y a veces consentidora entre madre e hijo -cuando no lo estaba golpeando con un palo le gustaba disfrazarlo en ropas de Fauntleroy- y Kaplan define esto como un “manual” sobre la fuente de “la necesidad infinita, la incapacidad para estar solo, y los ciclos de grandiosidad y depresión sin fondo” de Sinatra.

Nos dan un boceto rápido y monstruoso de Dolly Sinatra, quien aparece como una amenaza implícita, cual gárgola, sobre todas las cosas que luego hiciera su hijo, habiéndole implantado con sus caprichos tiránicos y sus manipulaciones sin tregua una desconfianza permanente hacia las relaciones íntimas.

Dentro de su comunidad de Hoboken, fue partera, a veces haciendo abortos, operadora local del Partido Demócrata, amiga de contrabandistas de la mafia en el bar que abrió con su esposo Marty en 1920. Mostraba la ferocidad y ambición que Sinatra desarrolló en mayor escala. En contraste, Marty Sinatra -un boxeador analfabeta de Sicilia, cuya carrera en las peleas terminó rápido- impresionaba más por su ausencia y su silencio. “Yo los veía, ella hablaba y él escuchaba,” recordaba Sinatra. “Lo único que escuchaba de mi padre era una especie de gruñido… sólo decía eh, eh”.

Pero si Hoboken era un barrio duro, Sinatra disfrutó de un status de privilegio gracias a su madre: tuvo una cuenta abierta en un gran almacén por departamentos, un amplio guardarropa y a la edad de once años su propia habitación y su propio radio moderno. Por sus propios medios tuvo también acceso a otro tipo de privilegio: “Tarde en su vida le confesó a un amigo que de niño había escuchado la música de las esferas”.

El concierto interno era provisto por el jazz de Big Bands que florecía al tiempo que él entraba en la adolescencia. Se vio atravesado por el trabajo de todos esos músicos -Count Basie, Duke Ellington, Art Tatum, Fats Waller, Tommy Dorsey, y tal vez la más importante, Billie Holiday- así como luego (al impresionarse por la técnica del violín de Jascha Heifetz) se empaparía de la música clásica que coleccionaba y, parece, escuchaba con la misma atención fanática por el detalle que le aplicaba a todo lo referente a la música (sus conocimientos musicales los adquirió por oído, y aunque hizo varias grabaciones fungiendo de director, nunca aprendió realmente a leer música).

Nunca terminó bachillerato; nunca hizo ningún intento de trabajar en algo que no fuera cantar, y decía que desde el inicio tuvo la convicción absoluta de que tendría éxito. Tras su debut triunfal en el club Riobamba de Nueva York en 1934, le dijo a un joven reportero: “Estoy volando alto, muchacho. He planificado mi carrera. Desde el primer momento que salí al escenario decidí llegar exactamente donde estoy”.

Historias como esta a veces logran parte de su efectividad dramática al contar los obstáculos y problemas de los inicios, pero en la realidad la carrera de Sinatra tiene la monotonía de lo que en reprospectiva parece un éxito sin oposición. Tuvo que pelear, pero a sus 19 años ya estaba apareciendo en la hora amateur del programa de radio del mayor Bowes como integrante del breve Hoboken Four, y luego se fue de gira bajo la tutela del mayor; a los 23 se unió a la banda de Harry James (insistiendo en seguir con su verdadero nombre cuando James quiso llamarlo Frankie Satin); el mismo año se fue con Tommy Dorsey, de quien dijo: “Las únicas dos personas que me han dado miedo son mi madre y Tommy Dorsey”. En 1940 tuvo su primer solo en un disco (“I’ll Never Smile Again”) y en 1942, habiendo dejado a Dorsey, hizo lo que resultó ser el legendario debut en el Paramount. Jack Benny, que lo presentó en escena, describió lo que pasó: “Pensé que el bendito edificio se iba a derrumbar. Nunca escuché una conmoción así… todo esto por un fulano que yo nunca había escuchado”.

A cada paso Sinatra estaba aprendiendo de cada persona que se encontraba, perfeccionándose como intérprete y saboreando en el escenario, y fuera de él, la adulación de lo que George Evans, su publicista, llamaba “una gran horda de bestias femeninas… todas en celo al mismo tiempo” (fue Evans quien ayudó a diseñar la aparentemente aleatoria histeria que pasaba como una ola entre el público de Sinatra, y que certificaba su singularidad para llamarlo The Voice). Se volvió un técnico del control del aliento; un cabal e informado estudioso del cancionero norteamericano, con una capacidad singular para discernir la belleza oculta en materiales anticuados o desechados; un intérprete de canciones que (en una era de muchas voces bonitas cantando letras presumiblemente intercambiables) realmente se preocupaba por lo que significaban las palabras, y cómo cada una jugaba su papel en el arco narrativo. En 1939, una reseña en Metronome observaba la “voz agradable de Frank Sinatra, cuyo fraseo fácil es especialmente recomendado”, pero por supuesto ese fraseo no se había logrado fácilmente. Se dio cuenta muy temprano de que la fluidez relajada de quien fuera su modelo, Bing Crosby, no era un estilo que él pudiera duplicar. Su canto emergió de las dificultades que confrontó. La claridad cuidadosamente alimentada de su dicción, la acentuación precisa con la que marcaba la sintaxis lógica de la letra, se hizo realidad porque él insistió desde el inicio en que las palabras realmente se oyeran. Su canto nunca podría ser música de fondo: algo se impartía, en un matrimonio sin costuras entre palabra y tono, y debía prestársele atención.

Podía darse el lujo de no afincarse en la cursilería musical, y el contenido emocional de las canciones podía filtrarse mejor. Era como si removiera todos los obstáculos, separando la canción del que la escucha. No era que se expresaba sino que exponía, con objetividad y claridad casi opresiva, todo lo que la canción tenía adentro. Una vez que él cantaba una canción –

“Begin the Beguine” o “Autumn in New York” o “The Song Is You” o “A Foggy Day” o “Violets for Your Furs”- quedaba cantada, a su manera, con cada aliento y cada acento rítmico y cadencia y agarre en la garganta adherida a ella.

Los años de la guerra fueron la primera gloria de Sinatra; dominó las carteleras, tuvo su propio programa de radio, donde vendía Vimms Vitamins y Lucky Strikes; firmó un generoso contrato por cinco años con MGM; y cantó en los escenarios más importantes, lo que culminó en el llamado Motín de Octubre en el Paramount en 1944, un año que le reportó un ingreso enorme para entonces, 84.000 dólares.

La máquina publicitaria de George Evans armó una imagen fabulada y apropiada de Sinatra como un esposo y padre entusiasta, que disfrutaba de la vida doméstica con su novia de la adolescencia, Nancy Barbato, y sus dos hijos Nancy y Frank Jr. (una tercera, Tina, nacería en 1948). Su éxito de 1945 “Nancy with the Laughing Face,” de Phil Silvers y Jimmy Van Heusen, se convirtió en un emblema conveniente de la felicidad domestica, bien sea porque hablaba de su esposa e hija, y a pesar de que, como revela Kaplan, la canción original se llama “Bessie with the Laughing Face” y se le cambió el nombre para adular a Sinatra.

En cualquier caso, su vida privada tenía un carácter bastante diferente; rara vez estaba en casa y había establecido un patrón de compulsividad sexual que le da la base a la narrativa de Kaplan, una compulsión a la par del insomnio de Sinatra, su miedo al aburrimiento, su miedo a estar solo. “En realidad,” escribe Kaplan, “probablemente hubo más amoríos que los que se le acreditan (…) su soledad no tenía fondo, pero siempre había alguien intentado ayudarlo a encontrar ese fondo”.

El trago también ayudó, y los libros. Desarrolló el hábito de leer en los largos viajes en autobús entre giras, y para mediados de los 40 había evolucionado hacia una especie de intelectual de izquierda, atento a los asuntos públicos y vocero de la tolerancia racial y religiosa. Su hermosa interpretación de “The House I Live In,” de Earl Robinson, con sus resonancias de Frente Popular (“pero especialmente la gente / esa es América para mí”), sobrecoge con la impresión que da, de total sinceridad, pero igual también lo hace su interpretación de “Nancy with the Laughing Face”.

En medio de una vida de inquietud desesperante, Sinatra logró proyectar, como era necesario, cualquier personalidad que se necesitase. A un crítico de The New York Times, Isabel Morse Jones, no le gustaba Sinatra hasta que lo entrevistó en 1943 y terminó escribiendo cosas como: “Es naturalmente sensible (… es un romántico y un soñador y se viste cuidadosamente, ama las palabras hermosas y la música es su hobby. No es pretencioso en absoluto”.

Louella Parsons, que podía ser despiadada, fue persuadida a pensar que Sinatra era “cálido, ingenioso, con ansias de complacer”. Sinatra tenía la habilidad de convencer a casi todo el mundo de su sinceridad, defraudar una y otra vez, y podía regresar y volver a convencer. Su comportamiento estaba al servicio de sí mismo y podía provocar una mezcla de decepción e incredulidad, excepto entre los íntimos que lo conocían bien y cuya tarea era complacerlo con todos sus cambios de humor. Lo llamaban El Monstruo.

El ascenso irresistible de Sinatra, junto con el retrato nada bonito que pinta Kaplan de él, empieza a generar una cierta monotonía hasta el punto en que, a finales de la década de los 40, cuando empieza a perder altura, para deleite de tantos que se sentían repelidos por lo que percibían como arrogancia, y los escépticos sobre la versión de que se salvó del servicio militar por su tímpano perforado, y los horrorizados, o envidiosos de “los neuróticos extremistas chillones que le rinden culto al muchacho”. La caracterización final es del columnista Lee Mortimer, quien obtuvo un papel en la crisis de la carrera de Sinatra cuando éste, iracundo por los repetidos ataques en la columna de Mortimer, lo atacó en la puerta del restaurante Ciro en Los Angeles en abril de 1947, propinándole una estéril paliza mientras lo llamaba (según una versión) un “degenerado”.

La publicidad negativa alrededor de este incidente era poca cosa comparada con la nube que ocasionó la presencia de Sinatra en La Habana durante el famoso cónclave de la mafia en el Hotel Nacional, en febrero del mismo año.

Sus abiertos encuentros con un grupo que incluía a Willie Moretti (un viejo amigo de New Jersey) y Lucky Luciano le llamó la atención al periodista Robert Ruark, que se dedicó a llamar la atención del público sobre el “curioso deseo de reunirse con escoria (…) El Sr. Sinatra, auto confeso salvador del hombre pequeño del país (…) parece estar dando un ejemplo muy peculiar a sus hordas de esclavas gritonas con acné”. (Kaplan lo une menos a la mafia de lo que lo hacen otros escritores, diciendo que en gran parte era adulación por “querer pertenecer”, mientras acepta que también se debían muchos favores).

Las malas noticias se amontonaron. Una revista de farándula preguntaba en 1948: ¿“Está acabado Sinatra?”. Tenía problemas vocales en ese momento y a veces perdía la voz por completo. Ya se reducía el público de sus presentaciones; las ventas bajaron; los nuevos como Perry Como y Eddie Fisher lo eclipsaban. Sus películas recientes eran fracasos, y cuando debutó en CBS con “The Frank Sinatra Show” en 1950, Variety habló de “mal ritmo, mala escritura, mala cámara y una presentación desigual”. Cuando su primer matrimonio terminó en divorcio, tuvo que entregar la casa de Palm Springs y a veces estaba quebrado. El IRS lo buscaba por impuestos no pagados. Los columnistas de derecha siempre lo habían odiado y redoblaron sus ataques en un ambiente político cambiante (la desmoralización de Sinatra puede medirse en un informe interno del FBI que dice que en 1950 le ofreció sus servicios a esa agencia para reportar sobre “elementos subversivos” en el campo del espectáculo; la oferta fue rechazada). Estes Kefauver lo llamó para el comité que investigaba el crimen organizado, pero le dejaron testificar en secreto (“¿Conoces a  Frank Costello?”. “Sólo de saludo”. “¿Joe Adonis?”. “Sólo de saludo y despedida”) En pocos años Sinatra perdió su contrato de cine con MGM, su contrato de la radio para  “Your Hit Parade”, su contrato de televisión con CBS, su contrato de agencia con la MCA y su contrato para grabar con Columbia.

Al mismo tiempo que su carrera parecía desmoronarse, su amorío con Ava Gardner se había hecho público y en 1951 se casaron. El matrimonio no duraría dos años, mucho más que los anteriores de Ava. Esta debacle muy publicitada y posteriormente muy analizada –una serie de peleas y reuniones (eventualmente no tan apasionadas), puntualizadas por un número de aparentes intentos desganados o amenazas de suicidio por parte de Sinatra– se ha vuelto un episodio crucial en las cápsulas de la vida de Sinatra, donde llega a los límites del sufrimiento y emerge un gran artista, la seducción juvenil quemada para convertirse en un realismo más rudo y atribulado (“Ava lo enseñó a cantar una canción desgarrada,” según

Nelson Riddle).

Kaplan resume obedientemente las idas y venidas de un matrimonio marcado primordialmente por la separación, y totaliza la contribución de Ava a la vida de Sinatra así: “Como Frank, ella era infinitamente inquieta y se aburría fácilmente. En ambos, esta tendencia podía llevarlos a la crueldad casual hacia otros y a veces entre ellos. Ambos tenían apetitos titánicos por la comida, la bebida, el cigarrillo, la diversión, la compañía y el sexo (…) ambos desconfiaban del sueño (…) ambos odiaban estar solos”.

Basta con decir que había encontrado a su versión femenina -una mujer a la que no podía ni dominar ni abandonar- y dejémoslo así. Visto fríamente, este par de insomnes aburridos parecen un sustituto pobre de Marco Antonio y Cleopatra, pero ¿quién quiere verlos (como tampoco a Marco Antonio y Cleopatra) fríamente? Si existen para nosotros, son como figuras míticas, o lo que en esta era posterior se parece a eso. Ava Gardner persiste como una presencia que los cinematógrafos hicieron casi espiritual, iluminando y encuadrando con amor en The Killers, Pandora and the Flying Dutchma y Mogambo. No importa cuán indiferente ella haya sido al estrellato como carrera, no era indiferente al poder que ejercía desde allí, y que todavía ejerce: así como La Voz sigue creando un mundo idealizado con sus reverberaciones, resistente hasta a los más sórdidos detalles biográficos.

Para poder lograr un sentido de anclaje en la realidad en ese laberinto de reflexiones y ecos –esa arena peculiar donde sus vidas internas se exponían diariamente por gente tan odiosa como Walter Winchell, Louella Parsons y George Sokolsky – debe haber sido tan difícil para Gardner y Sinatra como para la audiencia del espectáculo en el cual ellos jugaban sus papeles.

Uno cierra el libro de Kaplan con una sensación oscura y empapada del mundo en el cual esas vidas se improvisaron, un mundo resumido ordenadamente en un comentario atribuido al agente “Swifty” Lazar: “Losers have the time to be nice” (los perdedores tienen tiempo para ser amables).

El esplendor del momento de redención de Sinatra al ganar el Oscar por su papel de Maggio tiene poca calidez, por decir lo menos. Luego, al subirle el volumen a uno de sus discos, hecho mucho después, tras recuperar sus perdidas y acomodarse en la segunda y más duradera preeminencia, todo desaparece con una ola de alegre despreocupación.

When skies are cloudy and gray
They’re only gray for a day
So wrap your troubles in dreams
And dream your troubles away

Sinatra trabaja con Nelson Riddle para crear una realidad separada invulnerable al sufrimiento ordinario, la realidad de la coacción en el corazón del laberinto. Y luego, de nuevo con Nelson Riddle, al final de una de esas baladas que parece perder velocidad hasta volverse casi intolerablemente lenta, para sonar lo más bajo de cada nota y cada pensamiento, inscribe en la frase final, que puede tomarse como una nota suicida simbólica, un registro de trascendencia interna, o una demostración de cuánto estaba inmerso en su arte:

Scuse me while I disappear.

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Geoffrey O’Brien es el editor en jefe de la Library of America. Sus últimos libros, The Fall of the House of Walworth and Early Autumn, salieron en el verano boreal de 2010.

© 2010 The New York Review of Books

Publicado en Prodavinci por cortesía de Revista El Librero.