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Ver el apocalipsis, por Héctor Abad Faciolince

Si las mariposas tuvieran mente y conciencia del tiempo, su descripción de la vida podría ser así: “el sol calienta la crisálida y yo abandono mi condición de gusano.  Nadie me enseña a volar, vuelo. Me paso el primer día de la vida —larguísimo, es la mitad de mi existencia— revoloteando entre las flores y chupando néctar. Toda la vida es verano o primavera. Por la noche descanso, escondida en un tronco del mismo color de mis alas magníficas. Al día siguiente, con la luz, encuentro un macho de mi especie; copulo y pongo huevos. Una dicha. Después, revoloteando despacio, lentamente me muero”. En el caso improbable de que una mariposa, durante su corta vida presenciara un terremoto, no le importaría; incluso un terremoto de 9 grados no tumba todas las flores, ni mata las mariposas que vuelan.

El tiempo humano es muy distinto al tiempo de las mariposas. Dos días de vida, para nosotros, no son casi nada. Si el tiempo se midiera en lo que nos tardamos para conseguir plena conciencia, el “uso de razón” que decía el catecismo, el tiempo humano debería medirse por quinquenios. Cada lustro ocurre algo importante en nuestras vidas, en promedio (un amor, una muerte, un nacimiento). Y en la historia política del mundo, cada medio siglo (una revolución, un genocidio, un rey justo). Pero la escala humana del tiempo, comparada con los tiempos geológicos de nuestro planeta, es tan ridícula como el tiempo de las mariposas. Un ser humano vive 30 mil días; una mariposa, dos. Vivimos quince mil veces más tiempo que las mariposas. Si conservamos la proporción, ochenta años por 15 mil, llegamos al tiempo geológico: en un millón doscientos mil años ocurren muchas cosas sobre la Tierra.

Un Dios que viviera todo ese tiempo vería cambiar la forma de los continentes; presenciaría terremotos tan devastadores que el tsunami del Japón parecería una brisa marina. Le tocaría el choque de por lo menos un inmenso meteorito sobre la Tierra y vería de qué manera, bajo una noche que duraría decenios, se extinguirían casi todas las especies animales y vegetales. Presenciaría tal vez la explosión de una estrella lejana y la llegada a nuestro planeta de radiaciones devastadoras para casi todas las formas de la vida. Alcanzaría a ver, quizá, las selvas tropicales cubiertas de nieve y los dos polos invadidos por la selva.

Si una porción de era geológica consiste en los cambios que se aprecian durante un millón de años, desde esa perspectiva comprenderíamos —con nuestras mentes limitadas, de mariposas encerradas en nuestra breve ilusión temporal— que para nuestra especie no hay, no puede haber otro destino que el Apocalipsis. Lo que acabamos de ver, en vivo y en directo, durante el terremoto y el tsunami del Japón (más el consecuente desastre nuclear, de proporciones todavía incalculables), es tan solo una pruebita, un entremés, un diminuto anticipo de lo que puede ser, y será, “el final de los tiempos”.

En su honda y hermosa columna del domingo pasado, William Ospina señalaba los siguiente: “En vano hablamos de historia universal, nuestra experiencia del mundo dura lo que dura nuestra existencia, y aunque nos lleguen miles de noticias de cosas que ocurrieron en otros tiempos, lo que verdaderamente ocurre, lo que maravillosamente, lo que espantosamente ocurre, sólo nos ocurre a nosotros en el plazo de una existencia”. Y luego citaba a Borges, al hacer una bellísima glosa al fin del mundo: “No quedará en la noche una estrella, no quedará la noche”.

Las tres calamidades sucesivas del Japón, de tierra, de agua y de radiaciones invisibles, nos recuerdan que el destino de nuestra especie y de nuestro hermoso planeta es la desaparición. Ante esta tragedia inevitable podemos desesperarnos o seguir arrastrando la roca de Sísifo hasta la cima, para verla rodar de nuevo. Dijo Camus: “No existe amor por la vida sin desesperación por la vida”.