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Sin título (a propósito de La Tigresa del Oriente)

La súper-mujer nietzscheana:

de Perú para el mundo

En la lucha entre tú y el mundo,

procura favorecer al mundo.

Kafka, Cuadernos en octava

La amarga polémica en la que se vio envuelto Stockhausen, ese gran compositor de música culta del siglo XX, al decir que el ataque a las torres gemelas del 11 de Septiembre de 2001 había sido “la más grande obra de arte jamás hecha” pues “lo que los espíritus han realizado con un único acto es algo con lo que en música nunca podremos soñar” sólo fue posible porque aún en el mundo no se conocían los poderes de La Tigresa del Oriente. ¡Qué talibanes¡ ¡Qué terroristas! Son unos niños de pecho frente los contoneos de tan magnífica peruana. Su mera aparición en el escenario, a eso de las 4 de la mañana, hizo derrumbar en mí toda la historia del arte. Obviamente se trató de un acontecimiento mucho más grave que el ocurrido en Nueva York porque, seamos honestos, qué importa la caída de un par de edificios financieros frente al hundimiento de El Prado, la galería degli Uffizi, el Louvre, el Metropolitan, el Orsay, el British Museum o el MOMA de Nueva York. Ni siquiera el Pompidou ni el Guggenheim, donde uno podría suponer que está parte importante de los límites del arte actual, pudieron soportar el embate una vez que la diva peruana empezó a desplegarse por el escenario “¿Dónde coloco esto? ¿Cómo decir que esto no es arte?” Tuve que rendirme ante la evidencia incontestable, ante la epifanía: La Tigresa del Oriente es, y no la caída de las torres gemelas, la más grande obra del arte jamás hecha.

El bar en la afueras de Buenos Aires estaba por reventar. La fauna humana estaba casi toda representada. Un aire de falsa clandestinidad dominaba el lugar. Los performances previos a la presentación de La Tigresa, que en su mayoría consistían en poderosas hipersexualizaciones de íconos infantiles y juveniles, estaban cargados de una elegancia impostada, ligeramente bizarra. La fiesta poco a poco tomó cuerpo de rito. Unas pocas miles de almitas borrachas esperaban gritando “¡Tigresa, Tigresa!” cuando no estaban coreando y bailando las grandes canciones pop de los años noventa. En pleno trance, una enfermera tomó el micrófono en el escenario para anunciar la aparición de la diva de sesenta y cinco años (dice ella, acaso sean más). Del fondo vino la doña, enfundada en su atuendo dorado, caminando lentamente, mientras declamaba a capella lo que me pareció fueron los primeros versos de su canción más piadosa: “El papa está en el cielo, el mundo está de duelo y los ángeles en coro le dan la bienvenida”. Con semejante entrada, la turba posesa gritaba tal y como Linda Blair lo hace en El exorcista, cuando el cura le echa agua bendita. Inmediatamente, las primeras notas de su éxito más grande, Un Nuevo Amanecer, hicieron estallar furiosamente un placer que sólo La Tigresa puede convocar.

Una canción tras otra y el delirio iba incrementándose. Aquellos que se acercaron sólo por curiosidad, cuya noche empezó como mera pose de fanático, terminaron dominados por un éxtasis genuino. Cuando pasaban los tres cuartos de recital La Tigresa anunció un concurso cuyo premio eran “unas garritas”, diseñadas por ella misma, que daría a los participantes del público que mejor hicieran los pasos de baile que Delfín Quishpe realiza en el video de la mejor anticanción del 2010, su tributo a Israel: En tus tierras bailaré. El escenario se llenó de entusiastas que bailaron, la agarraron, la besaron, como la gran estrella pop que ella es. Orgullosos, los ganadores, levantaban sus garritas evaneciéndose frente a los que permanecimos gritando en el tumulto. Para el momento del cierre del concierto una Wendy Sulka falsa y un Delfin Quishpe, de igual calidad, se montaron y doblaron (o cantaron, da igual) la gran pieza de la noche; la euforia llegó al punto más alto cuando todos los presentes gritaban con ojos cerrados y en las poses más estremecedoramente cursis: “Israel, Israel: ¡qué bonito es Israel!”

¡Viva Dionisio! gritaba una chica, en pleno amanecer, mientras sostenía a otra que vomitaba en la salida del bar. Yo la miré y se me ocurrió que tal vez no fue Dionisio, mucho menos Afrodita, sino un Sileno lo que poseyó a La Tigresa esa noche; así deben ser los Silenos ¿no?, los borrachos divertidos de la mitología griega. Esa había sido parte de la primera de las tres tesis que, con unos amigos, elaboré sobre la diva; mientras bebíamos en esos laboratorios de grandes ideas fugaces que son las tascas caraqueñas. En la segunda tesis sosteníamos que había un concepto feminista innovador detrás de La Tigresa, cuyo verdadero nombre es Judith Bustos, y que probablemente no era mera casualidad que su nombre fuera casi el mismo que el de Judith Butler, la destacada teórica feminista norteamericana. De hecho, llegamos incluso a proponernos como meta demostrar que ambas eran la misma persona y que La Tigresa no era más que la puesta en práctica de la famosa noción butleriana del género como performance. Unas cuantas birras menos hicieron que desestimáramos la empresa por absurda, pero no por incoherente. La tercera tesis nos llevaba a pensar que La Tigresa simplemente era el resultado de la inversión de los valores travestis. Es decir, los travestis eran hombres que habían empezado imitando a las mujeres, lográndolo con tal éxito que las mujeres, de un tiempo para acá, imitan travestis. En consecuencia, la mujer que imita al hombre que imita a las mujeres, imita a la segunda potencia, por lo que extrae una hiper feminidad: una supermujer. Eso es La Tigresa: el emblema más reciente de la versión de la mujer nietzscheana latinoamericana: la supermujer. Pertenecía a esa gran estirpe de mujeres que desde Iris Chacón y Yuyito han encantado a las audiencias de nuestro continente. Por si fuera poco, su apariencia coincide exactamente con las supermujeres tal y como las describe Sufjan Stevens en una de sus grandes canciones: con unos super ojos para tener una super-visión, unos super labios para una super-succión y unas super caderas para una super-reproducción. Adiós a la idea puritana de que el exceso de maquillaje simboliza la falsedad femenina, no es nada de eso, de lo que se trata es de la Era de la Super Feminización ¡Sí! Nuestro descubrimiento de taguara nos puso contentos y, además, nos pareció muy fácil de demostrar fenomenológicamente. Sólo hace falta andarse por cualquier rincón de Latinoamérica donde la estética dominante de las uñas postizas, el pelo oxigenado, los ropajes atigrados y las tetas y nalgas de silicón, reluce en todo horario y para todo público; en las secretarias de las oficinas, en las ascensoristas de cualquier ciudad y en todas las fiestas de bautizos, quince años y matrimonios.

Pero estas bellas cristalizaciones teóricas, estas aproximaciones onto-psico-sociológicas elaboradas con mis amigos del PEPO (la Pequeña Enciclopedia de la POrquería) fueron aniquiladas cuando vi a La Tigresa del Oriente en el escenario y se me reveló lo que realmente importa de ella, su gran lugar en la historia del arte. Cómo no lo pensé antes: con ese look a lo Candy Darling venida a menos es obvio que La Tigresa es una hija de Warhol. Con ella todo es banalidad e ironía en el altar: la adoración como ejercicio. Claro, todo esto entendiendo el arte pop como el resultado de un mundo donde, por un lado, los dioses y las prácticas religiosas han sido puestos al margen del espacio público; y, por el otro, la expansión de la democracia y con ello (aunque no tendría por qué) la expansión también de la idea, de algún modo maravillosa pero en el fondo falsa, de que cualquier vida es buena sólo por el hecho de ser deseada. Por supuesto que no se trataba de un asunto nuevo. Con respecto a lo primero hay que reconocer que el papel de la religión para congregar a la sociedad desde el siglo XIX lo fue ocupando cada vez con más fuerza el arte. Los nuevos dioses eran las grandes obras, los artistas y, correspondientemente, los museos cumplían el papel de ser los templos de peregrinación, a tal punto que para muchos las grandes catedrales en occidente hoy tienen más valor como formas artísticas que como espacios de religiosidad. Esto era lo que sucedía al entrar el siglo XX, pero sólo se hizo autoconsciente con el gesto de Duchamp y su Fuente, el famoso urinario, para, décadas después, con Warhol, ir más allá de la autoconsciencia y legitimar este tipo de gestos como el modo de hacer arte y, de este modo, poblar este mundo descreído de dioses. Un poblar de dioses que empezó siendo una práctica, pese a las grandes diferencias, muy vinculada a la gran tradición del arte; en el sentido que se mantenía la preservación de dos criterios: técnica y calidad artística. Criterios que fueron perdiendo prioridad para dar paso a las más diversas formas de lo humano. Y es aquí donde entra la segunda parte de lo dicho, el tufo democrático en el arte, la idea de que todo vale, en el que en la competencia entre el arte y la banalidad de la vida cotidiana es el mismo arte el que apuesta por la vida real. Una democratización de la banalidad de la vida, de su instantaneidad, que se esconde detrás del mismo siglo que adoró a María Callas y Nina Simone y que terminó adorando, se dice que por las mismas razones, a Madonna y su séquito; y que da paso a que, poco tiempo después, se haga lo propio con La Tigresa del Oriente.

Y cómo no adorar a La Tigresa del Oriente, su presencia es un gran pedazo de “vida real”. Como cualquier tía, abuela, vecina cincuentona en cualquier fiesta latinoamericana canta, baila, declama, se arrastra dando bendiciones, jugando a la diva, sin importar la afinación, la rima, la estructura, la música, no el arte sino el sentimiento. Puro romanticismo, claro está: todo lo que pesa es la intención. Ella lleva un trozo de la vida familiar andina al escenario, pero sin maquillarlo ni edulcorarlo, sin acercarlo a ningún ideal, sino en su cruda potencia, cuyo acto es mantenerse en estado de potencia, rompiendo con ello toda la vergüenza adolescente que genera la desvergüenza y la simplicidad de esos familiares con aspiraciones artísticas. Nos mete a todos en una fiesta de patio. Los que frente a Judith Bustos se burlan, los que no entienden, los que creen que se trata de un circo freak con malas intenciones, simplemente ponen en evidencia sus vergüenzas, su incapacidad de ver la sencillez del mundo como parte de su mundo.

La Tigresa es, entonces, una romántica postmoderna. Y digo postmoderna porque es la etiqueta de moda, porque decirlo no significa nada, es como era decir existencialismo en los cuarenta, donde todo lo no clásico se calificaba de existencialista. Y hay que decirlo así, con los epítetos de moda, porque a fin de cuentas La Tigresa es también moda; lo que significa que tiene su belleza y que responde al tono de una época, que descubre un tiempo en nuestro tiempo. Que qué es eso, que cuál belleza; la belleza de todo lo que brota libremente, lo que da muestra de libertad y simultáneamente la fomenta. Que cuál tono, que cuál época; la época, nuestra época, de los dioses fugaces, de los dioses mortales y que quizá, por ello mismo, es la época más divinizada de todas las épocas del hombre, la menos atea, la más creyente, la más fiel, la que más ora. ¿Es que acaso no se repiten como oraciones las canciones más sonadas? ¿No permiten los ipods hoy, lo que los walkmans y los discmans, ir orando en todo momento, al caminar, al correr, atar el pensamiento al verso? ¿No es una relación de fidelidad la de los admiradores frente a sus artistas? ¿No son los conciertos grandes y masivas misas?

Si por otra parte esto no le parece y en realidad usted piensa que lo que digo es sacrilegio, que no puedo igualar la verdad de la religión a la falsedad del arte, pues yo le digo que sí puedo, que se hace, desde hace mucho, desde siempre. Que usted no cree en dioses efímeros y que, después de todo, no le gusta la vida real y mucho menos que la misma sea tratada como arte, pues quéjese. Ya el mismo arte se ha quejado de sí mismo y de no poder ser más que vida o es que acaso ¿no era eso lo que hacía Discépolo al decir que “igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches se ha mezclao la vida y herida por un sable sin remache ves llorar la Biblia junto a un calefón”? Sí, siglo XX, cambalache problemático, y el siglo XXI también, y tiene razón la queja de Discépolo y la suya y la mía y la de todos, pero el mundo, exactamente siendo como es, también tiene razón.

Que si La Tigresa del Oriente es arte, cualquier cosa es arte; y si cualquier cosa es arte pues el arte ya no interesa; está bien, como usted diga, pero yo le digo que el arte sólo interesa por partes, que nunca ha interesado “todo” en el arte y que para separar, para ver qué interesa y qué no, está nuestra capacidad de juicio, individual, inalienable. Y este derecho a decir que no frente a lo que sea debe mantenerse pero sin olvidar que el juicio también está para dar con el reconocimiento e integración de aquello que aparece y que no puede ser despreciado por el mero hecho de que no se adviene cómodamente a nuestra sensibilidad. La función crítica de la inteligencia y la sensibilidad es esencialmente discriminadora, sí, pero con vistas siempre a una articulación más amplia. En otras palabras: la capacidad de juicio no está para masturbar al gusto, sino para servir de contrapeso a él. Con todo esto, lo que quiero resaltar es que a lo que nos ha obligado el arte pop, y el caso de La Tigresa del Oriente, es a no pensar el arte como algo que depende de clasificaciones cognitivas, sino que es esencialmente vínculo con la vida y que es eso, en realidad, lo que lo hace valioso; la inagotable capacidad del arte de hacernos ver en la vida lo que vemos como no la habíamos visto. Tal vez haya que admitir que lo que se ha hecho improductivo, a fin de cuentas, es el término arte y que eso, como señala Arthur Danto, en su texto El abuso de la belleza, es lo que palpita detrás de las declaraciones de Stockhausen –que vistas en su contexto no pretendían ser un halago al sonado evento terrorista, sino resaltar lo difícil que es hablar del arte en términos de creación, y la maleabilidad y amplitud del término “arte” hoy día–. Es que quizá es la palabrita “arte” la que ya no nos sirva para mucho; y digo la palabrita  para indicar que se trata de la noción de arte y no el arte mismo que, como la vida, sigue y seguirá brotando. ¡Abajo el arte y larga vida a las Tigresas!