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Dioses de América, por Umberto Eco

Los que no han visto nunca estas asambleas de fieles arrebatados en éxtasis, pastores que lanzan anatemas y grupos de mujeres que se parecen a Woopy Goldberg y bailan rítmicamente gritando “Oh Jesús”, quizá se hayan hecho una idea viendo recientemente la película Borat, pero claro, habrán pensado que se trataba de una invención satírica, tal como lo era la representación de Kazajistán. Pues no, el de Sacha Baron era un caso de “candid camera”: el humorista filmó lo que de verdad sucedía a su alrededor. En fin, que una de estas ceremonias de los fundamentalistas norteamericanos hace que el rito napolitano de la licuefacción de la sangre de San Jenaro parezca una reunión de estudiosos de la Ilustración.

A finales de los años sesenta visité la Oral Roberts University de Oklahoma (Oral Roberts era uno de estos telepredicadores carismáticos), dominada por una torre con una plataforma giratoria: los fieles mandaban sus donaciones y, según la cantidad, la torre emitía al éter sus oraciones. Para ser contratado como profesor de la universidad había que responder a un cuestionario donde aparecía esta pregunta: “Do you speak in tongues?”, es decir, “¿Tiene usted el don de las lenguas, como los apóstoles?”. Se decía que un joven profesor que tenía una gran necesidad de trabajar contestó: “not yet”, “todavía no”, y se le contrató a prueba.

Las iglesias fundamentalistas eran antidarwinianas, antiabortistas, sostenían la oración obligatoria en los colegios, si era preciso eran antisemitas y anticatólicas; en muchos estados eran segregacionistas, pero hasta hace pocos años representaban, en el fondo, un fenómeno bastante marginal, limitado a la Norteamérica profunda de la Bible belt. El rostro oficial del país estaba representado por gobiernos que ponían sumo cuidado en separar política y religión, así como por universidades, por artistas y escritores, por Hollywood.

En 1980, Furio Colombo dedicó a los movimientos fundamentalistas un libro titulado Il Dio d’America (El Dios de Norteamérica), pero la mayoría lo consideró más una profecía pesimista que un reportaje sobre una realidad que estaba creciendo de manera preocupante. Ahora Colombo ha vuelto a publicar el libro con una nueva introducción, que esta vez nadie podrá tomar por una profecía. Según Colombo, la religión hizo su ingreso en la política norteamericana en 1979, en el curso de la campaña presidencial entre Carter y Reagan. Carter era un buen liberal, pero era un cristiano ferviente, de los que se denominan born again, renacidos a la fe. Reagan era un conservador, pero era un ex hombre de espectáculo, jovial, mundano, y religioso sólo porque iba a misa los domingos. Lo que pasó es que el conjunto de las sectas fundamentalistas se alineó con Reagan, y Reagan les correspondió acentuando sus posiciones religiosas, por ejemplo, nombrando jueces contrarios al aborto para el Tribunal Supremo.

Y por su lado, los fundamentalistas empezaron a sostener todas las posiciones de la derecha, apoyaron los lobbies de las armas, se opusieron a la asistencia médica y a través de sus predicadores más fanáticos apoyaron una política belicista, imaginando incluso la perspectiva de un holocausto atómico necesario para derrotar el reino del mal. Hace unos meses, la decisión de McCain de elegir a una mujer conocida por sus tendencias dogmáticas como su fórmula vicepresidencial, así como el hecho de que, por lo menos al principio, las encuestas premiaran su decisión, va precisamente en esa dirección.

Colombo, sin embargo, hace notar que, si bien es verdad que en el pasado los fundamentalistas se oponían a los católicos, ahora los católicos se van acercando cada vez más a las posiciones de los fundamentalistas (véase, por ejemplo, el curioso retorno al antidarwinismo cuando ya la Iglesia había firmado el armisticio, permítaseme la expresión, con las teorías evolucionistas). Y en efecto, es interesante que la Iglesia italiana se haya alineado, no con el católico practicante Romano Prodi, sino con un laico divorciado y vividor. Lo cual hace pensar que también en Italia predomina la tendencia a ofrecer los votos de los creyentes a políticos que, indiferentes a los valores religiosos, están dispuestos a conceder el máximo a las instancias dogmáticamente más rígidas de la iglesia que los sostiene.

Habría que reflexionar sobre un discurso del carismático Pat Robertson, en 1986: “Quiero que piensen en un sistema de escuelas en las que las enseñanzas humanistas estén completamente vedadas, una sociedad en la que la iglesia fundamentalista asuma el control de las fuerzas que determinan la vida social”.