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Fragmentos inconexos… Crazy Little Thing Called Love, por Norberto José Olivar

Febrero 11 de 2011

Llevar un diario es un signo del siglo XX, lo dijo Robert Musil. Y añadió que en un tiempo próximo sólo se escribirán diarios porque todo lo demás resulta insoportable. Piensa que la preferencia se debe a su ausencia de disciplina, lo que supone que cualquiera pueda echar mano del «género», y ciertamente, muchas almas atormentadas han llenado miles de páginas con paparruchadas insufribles, pero es saludable saber que esa «indisciplina» tiene que ver con la libertad que exige la inteligencia, renuente a moldes, adicta a los límites infinitos e insospechados del lenguaje, no a la flojera improductiva de los despechados y sensibleros. En fin, Musil veía en el diario el despliegue de todas las posibilidades, además de su goce íntimo —no de intimidades— y su estado inédito, condiciones que, por lo común, le dan un ritmo templado y honesto a la escritura.

«Lo privado es perecedero» escribió Musil, también.

Febrero 12 de 2011

Crazy Little Thing Called Love

El amor debe considerarse un factum fatal, cínico, inocente, cruel, según la teorética alemana, y ya se sabe de las tendencias teutonas al ridículo voluntario y al suicidio cuando los pesca un despecho. En su descargo digamos que esta vocación por la bufonería, es consustancial de sus enamoramientos y no un mero teatro afectado, que sería una cosa muy grave y morbosa. Pareciera, más bien, una extraña predisposición a personificarse. Dicen que Aristóteles dijo que lo ridículo se representa dramáticamente, y eso ya va dejando mejor parado los acaloramientos arios y desechando cargos un tanto grotescos a su conducta, que no entendida, puede resultar reprobable e inadmisible por gentes bien educadas. No obstante, más allá de la hermenéutica personal que indaga una representación, el ardor amatorio puede argumentarse con una sorprendente versión bioquímica de la fisiología humana. La antropóloga Helen Fisher es la aguafiestas que desenmascara este misterio. Explica, con detalles insufribles, que la alucinación y las convulsiones de la pasión por el objeto de nuestro amor son acarreadas por extrañas sustancias identificadas como dopaminas y serotoninas, esta última tiene que ver, por ejemplo, con la obsesión de andar como un «pegoste» del ser amado. Pero hay buenas noticias, creo, porque según lo afirmado por Fisher, este delirium tremens romanticón no dura más de tres años. Si fuera cierto, y puede que lo sea, en los próximos días estaríamos comprando en las farmacias la tan mentada pócima de amor aunque, a la larga, esto podría transgredir los sacramentos del mercado, entretanto que la «fuerza del amor» es uno de sus componentes más preciados. Pensemos —y veremos— todo lo que compramos producto de este «padecimiento ponzoñoso», desde un blúmer seductor hasta una casa dotada y guarnecida en villa felices para siempre. Quien dijera, pues, que el amor no tiene límites se quedó absolutamente corto. El amor es mercado y domesticación, y entiéndase, alegría ciudadana y paz republicana. El amor es la mano invisible del mercado tan referida por Adam Smith en sus peroratas. En definitiva, sin amor no somos nada, acaso, címbalos que rechinan y nada más.