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Dash, por Sergio Dahbar

Nadie duda ya que se trata del hombre delgado y arisco que inventó eso que los franceses, siempre precisos con las etiquetas, llamaron la novela negra, también conocida como hard boiled, por su estado en constante ebullición.

Pasó a la historia con el nombre de Samuel Dashiell Hammett, un 10 de enero de 1961. Todas las enfermedades que se le habían acumulado en el cuerpo lo asfixiaron al mismo tiempo. Ya era una leyenda en el mundo de la literatura y del séptimo arte.

Tenía 65 años y no podía estar más flaco. Y arruinado económicamente. Falleció en el hospital Lennox Hill de Nueva York. Como había peleado en dos guerras mundiales, con la bandera de Estados Unidos, fue sepultado con honores en el cementerio de Arlington. Lo acompañaron familiares y pocos amigos.

Así se despedía uno de los íconos implacables de la literatura contemporánea estadounidense. En ocho años (1927 / 1934) creó una corriente de escritura (cinco novelas y dos libros de relatos) que Raymond Chandler definió como si alguien hubiera agarrado un jarrón de porcelana china y lo hubiera lanzado por las sucias calles de San Francisco.

Se refería –claro- al cambio de timón de Hammett, cuando pulverizó la novela inglesa de asesinatos, racionalista, sellada con aquel investigador aristócrata (casi siempre acompañado por un bobalicón asistente) y creó el personaje rudo de la sociedad capitalista y salvaje, enamoradizo pero siempre leal a sus principios de acero.

Con una obra breve y precisa, cargada de ambigüedades y violencia explícita, sin olvidar el comentario social y el desprecio por quienes usaban el poder político para beneficio propio, Hammett no sólo entró en el olimpo del policial universal, sino entre los nombres que hay que leer de la literatura anglosajona.

No en vano André Gide anotó la siguiente entrada en su diario del 16 de marzo de 1943: “Esos diálogos, conducidos con mano maestra, son cosa para enfrentarla con Hemingway y hasta con Faulkner; todo el relato es de una habilidad y un cinismo implacables. En ese género particular es lo más notable que he leído’’ (sobre Cosecha roja).

Dashiell Hammett era un hombre de metáforas secas. “Desapareció -dijo Spade- como desaparece un puño cuando se abre la mano’’. Y de historias que podían retratar los sentimientos absurdos de mucha gente en diferentes lugares del planeta.

Una de las más notables es la del señor Flitcraft, anécdota que Spade le cuenta a la atractiva Brigid, sin que nadie se lo pida, en las páginas de El halcón maltés. Un hombre gris, casado y con hijos, ve cómo un día un accidente casual en la calle lo enfrenta con la posibilidad de la muerte.

Ante semejante destino, Flitcraft decide huir por la tangente. Sin mediar palabra, abandona su hogar, su esposa, sus hijos, y escapa a otra ciudad. Uno supone que aquel hombrecito cambiará de vida, al entender la fragilidad de lo que se vive a diario.

Pero Flitcraft repite en su segunda oportunidad el mismo cánon previo: se vuelve a casar con una mujer parecida, construye un hogar similar y tiene otra vez hijos. Hubo motivación para el cambio, pero no para dejar de ser lo que era.

Dashiell Hammett creía en un código ético inquebrantable: un hombre siempre debe respetar su palabra. Por eso los personajes de sus novelas y cuentos son cínicos, pero creen en el honor de lo que dijeron que harían. Por eso su conducta personal lo llevó a negarse a dar los nombres de los que ofrecieron fondos para cancelar las fianzas de los comunistas que habían sido detenidos en la caza de brujas.

Dashiell Hammett concluyó la entrevista con Joseph McCarthy, junto al entonces pálido Richard Nixon, frente a la Comisión de Actividades Antinorteamericanas, como si se tratara de un diálogo de un personaje de ficción:

-Usted, en mi lugar, ¿habría permitido que sus libros estén en bibliotecas públicas?

-En su lugar yo jamás permitiría que haya bibliotecas, Senador.

Ese desplante selló una admiración inquebrantable que le profesaba su compañera, Lillian Hellman, y lo condujo a la cárcel por seis meses, en West Virginia, a comienzos de los años cincuenta. Y trabajó en el aseo de las letrinas, tarea que lo enorgullecía después de haber dado la vida por la patria.

Ahora que se cumplen cincuenta años de su muerte, cabe recordar la importancia de su impronta, que también supo dejar huella en el cine, a través de dos amigos legendarios, Humphrey Bogart y John Huston. El primero puso cuerpo y alma en la imagen que todos guardamos de Sam Spade, y de alguna manera de todo detective de una época, ataviado de una moralidad como pocas en su entorno.

Huston no se queda atrás. Echó a andar la novela negra en el cine, cuando decidió filmar las desventuras del halcón que había fabulado Hammett en 1941, rodeado de timadores y mujeres fatales. Y construyó una película perfecta, con un equipo de actores maravilloso, que supieron poner en juego la complejidad de una historia sobre el poder y la traición.

Al final de su vida se dedicó a la lectura y la acumulación de conocimientos: la retina del ojo, el ajedrez, las sagas islandesas, las tortugas gigantes, Hegel, el canto de los pájaros, Marx, la vida de la costa atlántica, las abejas, los fabricantes de armas del siglo XVII, así como las formas diversas de los nudos y los lazos marinos. Ya había hecho lo que debía por pasar a la historia.

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Publicado en Prodavinci por cortesía de la Revista El Librero. Pueden visitar su página web pulsando aquí.